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COLUMNISTAS

Una casa, un libro

Mientras se escribe un libro, uno se mueve en una casa que al mismo tiempo va construyendo y modificando. Empezar un capítulo es a menudo inventar una habitación con la que no contábamos, luego hay que ir pensando en ampliaciones, nuevos personajes, escenas. Sigilosamente, el autor -la autora- traslada los muebles de lugar, reduce o aumenta la distancia entre el techo y el suelo, propone que una mujer se asome a un balcón e inventa o recrea el paisaje que los ojos de la mujer contemplan. Medidas a la medida de lo que se quiere contar. Durante el proceso, los personajes, que ya son personas, al igual que la casa es ya un habitáculo, podrían ser borrados del mapa como lo son los seres y los edificios de verdad por una catástrofe natural, una guerra o un túnel en construcción. En el caso de la ficción, su fragilidad resulta aún más temible porque basta con una pequeña catástrofe privada, un desastre al que sea sometida una sola persona -quien escribe-, para que la entera construcción se vea en peligro. Por eso hay autores que nunca se meten en la cama mientras tienen un libro a medias, por miedo a no despertar y a condenar a sus criaturas a la aniquilación, o a esa otra forma de desaparición en la falacia que es la publicación final a cargo de unas manos vicarias, cuya voluntad o conocimientos nunca suplantarán las infinitas posibilidades de quien creó y sabía.

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Todo esto viene a cuento porque acabo de terminar un libro muy extraño. Y aunque es cierto que, como siempre, me ha salido más o menos una casa con gente y con historias, y que he sentido, al escribir la última palabra, que una puerta se cerraba detrás de mí -la puerta de la que ahora es su casa, la de los personajes-, aunque todo eso ha vuelto a ocurrir, se han añadido experiencias nuevas. Porque ya he dicho que es un libro extraño.

Es algo que he escrito mientras la realidad -novelera- ocurría en torno a mí y en mí, y al tiempo que yo misma, deliberadamente, influía en esa realidad para obtener de su manipulación un capítulo más, una línea a seguir. O bien me he metido a ciegas por caminos desconocidos, caminos físicos y caminos del corazón -qué palabra tan devaluada, lo siento-, sólo con el objeto de experimentar sacudidas que pondrían a prueba mi forma de describirlas.

Al escuchar el seco golpe de la puerta de mi libro y con la misma mano que, por angustia, me llevaba a la garganta, he tomado después la llave real y he dado tres vueltas, y antes de eso he echado una ojeada a la casa de verdad que quise para mí -y que mantengo- en la ciudad, Beirut, donde transcurre mi ¿novela? No sé cómo llamarlo.

Por las noches, en la cama, yo no temía que, si un ataque al corazón me impedía despertar, la casa y sus habitantes desaparecieran: porque lo harían en mi libro, pero no en la vida que me he dado en otra ciudad y en otro ámbito, una vida que pasa por mi libro como si caminara de una página a otra.

Y a todo esto ocurre que, cuando me dispongo a recuperar la otra vida que tengo en Barcelona, la que incluye la publicación del libro y su promoción -y, en cierto modo, su protección sentimental-, mientras me encamino hacia la ciudad señorial y entera en la que nací, voy convirtiéndome en un personaje que actúa para desarrollar su papel tal como estaba previsto. La escritora desaparece y recupero el rol que he de jugar. Siempre lo supe, que era un juego, y además lo desempeño muy a gusto, con mucho placer y con inesperadas sorpresas. Pero esta vez -enfrentada a la dicotomía que existe entre las dos ciudades con B, lo que ambas representan- descubro que en la última literatura que inventé en la ciudad deshilachada, en la otra orilla, no sólo soy la persona que soy, sino también aquella que quiero ser.

Por eso cuando aprieto la llave de mi piso de Hamra, detrás del Commodore y de otro arruinado hotel al que Arafat solía invitar a sus visitas, el Wiener; cuando aprieto esa llave y recuerdo los vestidos que dejé colgados en el armario, el perfume del jabón de tocador y la luz que entra por los balcones, sé que a esa ficción volveré.

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