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COLUMNISTAS

De ratas y amnesia

Voy a contarles una historia que ha escrito otro. El columnista Michael Wolfe -especializado en criticar a los medios de comunicación: sus artículos no suelen tener desperdicio, son originales, brillantes, incisivos y carentes de piedad aunque no de elegancia-, en la edición de diciembre de Vanity Fair, le da un repaso a las nuevas acciones de la Casa Blanca destinadas a salvar la cara en el asunto Vietnam. Para hacerlo se sirve de State of Denial, el último libro publicado por ese monstruo del periodismo, Bob Woodward, cuya carrera se inició precisamente al destapar junto a Carl Bernstein, como periodista de The Washington Post, el escándalo Watergate que arruinó definitivamente la presidencia de Richard Nixon.

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Wolfe sostiene que esta nueva etapa de la guerra de Estados Unidos en Irak constituye ya el tercer acto. Y para ello recuerda que el tercer acto del anterior desastre bélico de Estados Unidos, Vietnam, empezó como éste: con los cambios de camisa, las ratas abandonando el barco, los periódicos mudando la línea editorial -en lo de Irak, el caso más espectacular es el de The New York Times-, los políticos intentando salvar el culo… Lo glorioso de su artículo, lo verdaderamente propio de Michael Wolfe, es que para seguir la trama de las defecciones, de las vueltas de forro, se limita a leer State of Denial y a organizar un Quién es Quién de los que saltan a la otra acera simplemente enumerando a los soplones del interior de la Administración estadounidense gracias a los cuales Woodward ha podido escribir su nuevo y más contundente best-seller.

Como es natural, tampoco el periodista de The Washington Post -todavía lo es: y cobra por ello- se va de rositas. Aparte el hecho, conocido por toda la profesión, de que Woodward suele guardarse para sus libros noticias que debería haber publicado antes en su periódico, Wolfe no deja de destacar su condición de sutil chaquetero. Ya que en sus dos libros anteriores, Bush al War y Plan of Attack, se guardó muy mucho de enfrentarse a su Gobierno y de condenar la guerra de Irak, y procuró tratar con vaselina a sus más bien informadas fuentes (el doliente Colin Powell, entre otros). Pero poquito a poco hasta Woodward ha puesto al descubierto la enorme estupidez con que la Casa Blanca vive los últimos tiempos de la presencia de Estados Unidos en Irak, que no últimos coletazos de la guerra que asola aquel país. Todos: republicanos reticentes, demócratas entregados, progres equidistantes y demás ralea se apresuran a criticar lo que, cuando empezó, les parecía tan patriótico o, al menos, factible y, en cualquier caso, defendible.

La carta -o noticia- que Bob Woodward se guardó para este último libro, y de la que su periódico se enteró leyendo las galeradas, es que el último asesor con que cuenta Bush Jr. es nada menos que Henry Kissinger, especialista en salvarse de la quema: urdió la derrota de Vietnam, pero fueron Nixon y su ministro MacNamara quienes pagaron todo el pato. Del mismo modo, es posible que Kissinger -sostiene Wolfe- haya ayudado a echar a Rumsfeld, que haga lo propio con Dick Cheney (que cargará con toda la culpa, porque es un siniestro) y que consiga que Bush salga limpio, como el gran engañado de la historia.

Esta historia viene a cuento porque su coda es la siguiente y tiene que ver con todos nosotros.

Hagan memoria. Recuerden los artículos que, en medios respetables, se escribieron acerca de la necesidad de mejorar la vida de los iraquíes rescatándoles de la dictadura de Sadam Husein. Recuerden a las ilustres plumas que nada más caer la estatua se personaron allá para describirnos lo bien que estaban las cosas en los cafetillos de Bagdad do se recuperaba la libertad de expresión. Recuerden a los comentaristas de televisión que razonaban las cuantiosas probabilidades de éxito en la operación; aquellos que preveían una acción rápida y unos daños colaterales limitados. En nuestros días, esa gente, desde las mismas tribunas, sostienen lo contrario mientras se confían a Santa Amnesia Ajena. Lo que, al parecer, funciona.

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