El esquivo poder de la música
Robert Altman tenía un modelo para sus películas corales, donde los diálogos se cruzaban (y, según las malas lenguas, podían hacerse ininteligibles). Altman esperaba que sus actores disfrutaran con la posibilidad de improvisar, igual que aquellos jazzmen de su Kansas City natal, que se juntaban por las noches, una vez cumplidos sus compromisos habituales, por el placer de tocar sin concesiones. En las guadianescas carreras de esos músicos él veía un paralelismo con su propia batalla contra los mecanismos de la industria cinematográfica, que desecha talentos en busca de modas y rentabilidades inmediatas.
En las raras ocasiones que Altman pudo dictar condiciones, lanzó un salvavidas a los veteranos. Así ocurrió en 1978, cuando produjo Recuerda mi nombre, de Alan Rudolph: encargó la banda sonora a Alberta Hunter, una cantante de classic blues nacida en 1895, que vivió a continuación una productiva coda profesional. En 1996, llenó de jazz Kansas City, donde se puede ver en acción a la plana mayor de los "jóvenes leones", de Joshua Redman a Christian McBride, junto con históricos del calibre de a históricos tipo Ron Carter.
Amante de las elipsis, a Robert Altman le gustaba dejar en el aire sugerencias, posibilidades, tangentes. Y allí entraban las canciones. Fueron muchos los espectadores que descubrieron a Leonard Cohen en Los vividores, donde las melopeas del canadiense arropaban hipnóticamente la relación entre Warren Beatty y Julie Christie; conviene recordar que, en Estados Unidos, Cohen era entonces -y lo seguiría siendo durante varias décadas- una rareza, por no decir un artista ridiculizable. En otras apuestas suyas, no fue tan acertado: Harry Nilsson estaba demasiado alcoholizado cuando le encargó las canciones de Popeye.
El Altman de los años setenta tenía bula y podía acercarse a mundos muy alejados de la sensibilidad de Hollywood. En Nashville sugirió a los actores que compusieran e interpretaran el repertorio que exigía el guión; Keith Carradine todavía cobra sustanciosos talones por I'm easy, que ganó un Oscar. Es cierto que la capital del country no se sintió reflejada por la película y que Altman se convirtió allí en persona non grata. Sin embargo, al y fin y al cabo, Altman era natural de Misuri: tenía rastros de sentimentalismo sureña y podía entender las claves de las modernas canciones "vaqueras", como demostró al componer parte de Black sheep, éxito en 1983 para el vocalista John Anderson.
Sabía reconocer el gancho de una canción sencilla: Suicide is painless, que sonaba en M.A.S.H., se convirtió en una clásica del humor negro y tuvo versiones inesperadas, como la de los galeses Manic Street Preachers. Esa vocación iconoclasta le ganó la simpatía de numerosos músicos, que acudían a su llamada para participar en, por ejemplo, Vidas cruzadas, donde desfilan desde Tom Waits a Huey Lewis, sin olvidar a Lyle Lovett. Todo un homenaje a su carisma y su poder de seducción, habida cuenta de que Altman procuraba pagar a los actores el sueldo mínimo estipulado por el sindicato.
Babelia
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