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Cosas que ya no existen

Rosa Montero

Le he robado el título de este artículo a mi admirada Cristina Fernández Cubas, que publicó hace cinco años, en la editorial Lumen, un hermoso libro de memorias que se llamaba así. Es verdad que crecer, o envejecer, es ir asistiendo a la progresiva desaparición del mundo, esto es, de tu mundo, o más bien de los distintos mundos de tu pasado, porque cuanto mayor eres, más capas biográficas vas teniendo a la espalda. Y así, desaparecen las personas que conociste y que fueron importantes en determinada época de tu vida, unas porque murieron y otras porque simplemente dejaron de compartir su existencia contigo. Desaparecen, sobre todo, edificios, calles, glorietas, carreteras. Con la furia constructora que le ha dado a Gallardón en Madrid, por ejemplo, no puedo ni imaginar la cantidad de nostalgias urbanas que van a crearse. Porque tras las obras probablemente todo quede mejor, pero se habrán esfumado para siempre callejones oscuros en donde una pareja se besó por primera vez, aceras cuarteadas en las que jugaron tarde tras tarde infinidad de niños, paisajes ciudadanos unidos indeleblemente al recuerdo de un amor o un dolor, de un principio o un final.

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Las desapariciones, claro está, se van acumulando con el tiempo, de manera que si vives mucho, supongo que terminas convertido en algo así como un marciano caído casualmente sobre la Tierra. Un alienígena, en fin, un superviviente de un mundo destruido. Como Superman, pero con artritis y temblores en vez de superpoderes, lo cual empeora notablemente la situación. El despiadado gracejo popular ha creado un personaje tópico para representar a ese marciano venido del ayer que se empeña en contarnos cómo era todo: es el abuelo batallitas. Aunque en realidad es una suerte convertirte en un viejo así. Primero, porque implica no haber muerto a edad temprana; y segundo, porque si das la brasa contando tus batallitas, es que tienes alguien a quien contárselas. Lo cual no es baladí.

Pensaba yo en todo esto el otro día porque empezó a sobrecogerme la cantidad de mundos que ya he visto desaparecer, una prueba inequívoca de mi creciente deriva hacia las batallitas de la senectud. Por ejemplo: he conocido el mundo soviético. Y de verdad que era una realidad muy extraña. Viajar al Moscú de la URSS, pongamos, era visitar una ciudad de austeridad abracadabrante, oscura, prácticamente sin tiendas, sin anuncios, tristísima, sobrecogedora en su fealdad utilitaria y en su áspera monumentalidad totalitaria, una ciudad incómoda y desapacible y, desde luego, distinta. Lo más curioso es que la sociedad soviética se parecía a las caricaturas que las películas de Hollywood hacían de ella. Eso, las viejas películas, es lo único que queda para atisbar hoy aquella rara vida. Y no es que añore la URSS, ni mucho menos: me parece de perlas que ya no exista. Pero me deja estupefacta haber asistido a la desaparición de una gigantesca construcción social que duró setenta años. Es como sentir silbar en las orejas el viento furioso del paso del tiempo.

Guardo otros mundos perdidos en la memoria. Por citar sólo uno: la vida anterior a la revolución electrónica. Recuerdo que mi primer ordenador, un portátil enorme y pesadísimo, tenía 48 K de memoria (mi diminuto teléfono móvil tiene hoy seiscientas veces más potencia): sólo podía escribir noventa líneas de texto, y luego tenía que pasarlas a un disquete y borrarlas del ordenador para poder seguir trabajando. Por no hablar del cambio gigantesco que ha traído Internet. ¡Pero si la World Wide Web fue creada en 1990! Hace tan sólo dieciséis años. Y ahora tiene mil cien millones de usuarios. Recuerdo la sociedad anterior a todo esto, sin ordenadores, sin móviles, con papeles de calco, con funcionarios consultando legajos y anotando a mano. Parece el paleolítico.

Ahora que lo pienso, y dado el vertiginoso devenir de las cosas, cabría pedir al futuro, como quien pide regalos a los Reyes Magos, que desaparezcan unas cuantas realidades indeseables. Los campamentos saharauis, por ejemplo: ojalá los saharauis recuperen su tierra y los asentamientos del desierto argelino se conviertan en la batallita de algún abuelo. O esos niños africanos apergaminados como pequeñas momias por la deshidratación y la desnutrición: por favor, que morir de hambre no sea más que un recuerdo vergonzoso e increíble. Ojalá pudiera vivir para ver eso. l

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