Democracia en América
Hay síntomas inquietantes sobre la deriva del sistema político estadounidense bajo la presidencia de Bush. La tendencia al predominio del ejecutivo sobre los otros poderes del Estado está rompiendo los equilibrios que fueron característica esencial de la democracia americana. El Tribunal Supremo está convocado a pronunciarse en breve sobre algunos efectos de esa tendencia, y la ciudadanía también podrá hacerlo en las elecciones del 7 de noviembre. Bastará con que los republicanos pierdan una de las dos Cámaras del Congreso para que por impulso del otro gran partido se abran comisiones de investigación sobre los excesos de la actual Administración en muchos terrenos.
Desde su concepción de la guerra contra el terrorismo como justificación de la invasión de Irak, con efectos humanos y económicos desastrosos, a la gestión de crisis como la provocada por el huracán Katrina, la figura de Bush está siendo sometida a un exigente escrutinio intelectual, como el que realiza en su último libro el periodista Bob Woodward, famoso por el caso Watergate. En otro nivel, el escándalo del congresista Mark Foley, que mandaba correos electrónicos de contenido sexual a adolescentes que trabajaban en la Cámara, ha sido considerado por algunos comentaristas como la gota capaz de desbordar el vaso del desprestigio de la actual mayoría.
Sin embargo, la popularidad de Bush ha subido desde la reciente y bien orquestada conmemoración del quinto aniversario del 11-S. Su partido ha vuelto a lanzar una campaña en torno a los valores conservadores, y levantando una vez más la bandera que más éxitos les ha dado estos años: la de la seguridad nacional. Saben que estos valores han ganado terreno en la sociedad americana. El Congreso ha aprobado la ley de comisiones militares, que otorga más poder al presidente del que nunca haya tenido un ocupante de la Casa Blanca, salvo en tiempos de guerra; y la supresión de derechos constitucionales básicos, como el hábeas corpus para los acusados de terrorismo, pone en manos del presidente los límites de lo que se puede considerar tortura a prisioneros, permitiéndole interpretar a conveniencia las garantías de la Convención de Ginebra. Cualquier persona detenida en cualquier lugar como "combatiente enemigo ilegal" podrá ser retenida sumarialmente, sin garantías. Son síntomas del alejamiento de algunas de las tradiciones más firmes de la democracia en América. Bush ha pretendido justificarse invocando a Churchill. Pero el premier británico lo tuvo claro: se opuso radicalmente a la tortura, considerando que los demócratas no pueden imitar a sus enemigos en aras de una supuesta eficacia.
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