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COLUMNISTAS

Los nuevos nómadas

La necesidad de comunicarse por Internet no conduce sólo al aislamiento del misántropo o a la promiscuidad cibernáutica del buscador compulsivo de relaciones efímeras. Proporciona también, y me parece que afortunadamente, una suerte de convivencia física variable y proclive al nomadismo. Si yo no hubiera necesitado conectarme para mantener al día mi correo electrónico y leer los periódicos digitales o para mandar una crónica cuando fallaban las conexiones del hotel, no habría conocido nunca al rastafari de Los Ángeles que, diez años atrás, contaba conmigo como cliente fija de las madrugadas, allí en el deteriorado centro de la ciudad inmensa, solos los dos a la hora en que desfilaban por la acera personajes más propios de Cowboy de medianoche que de Pretty woman.

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Del mismo modo hace menos de un mes, en Tiro, tuve un encuentro singular con un grupo de mujeres que merendaban a la puerta de su casa, y eso sucedió porque yo acababa de enviar a este periódico un artículo, y al salir del cibercafé situado en una de las bocacalles que da al paseo marítimo me quedé contemplando la franja de Mediterráneo ornada de palmeras que se extendía al final de la cuesta. Entre el mar y yo, seis o siete orondas damas y unos cuantos niños procedían a dar cuenta de una cantidad de pasteles que encarnaría la pesadilla de un diabético. Hice una foto al conjunto, me pidieron otras de los chavales, les complací y ellas me obsequiaron con un dulce que poco después regalé al taxista que me devolvió a la casa familiar que utilizaba como pensión: un merengue de color fucsia que habría quedado estupendamente decorativo encima de un tapete de ganchillo, coronando mi televisor, pero cuya ingesta me habría producido desvaríos. Volví una y otra vez al cibercafé mientras seguí en Tiro, y siempre me las encontraba allí, a la misma hora: mis amables amigas del sur, zampando y engordando metódicamente.

Aquí en Beirut tengo un lugar predilecto, bastante cutre pero muy práctico, que hoy en día se llama Pas-Par-Tout y que a través de los años ha ostentado diferentes nombres, pero que siempre ofrece el mismo olor áspero a cigarrillos fríos, la misma nevera con agua y refrescos e idéntica clientela formada por estudiantes de la cercana Universidad Americana de Beirut (UAB) y extranjeros que aprenden árabe. De vez en cuanto cae alguna pájara como yo, que he conocido a más encargados de este lugar, casi, que clientes ha visto el tipo que ahora lo gestiona. El cibercafé está en un lugar inmejorable, en la calle de Jeanne d'Arc casi tocando Bliss, y después de haber trabajado un rato allí, llenándote los pulmones con el humo ajeno, lo mejor que puedes hacer es cruzar Bliss y entrar en el enorme, bellísimo jardín de terrazas escalonadas en descenso hacia el mar de la UAB, un lugar en donde la calma y la naturaleza te bendicen y oxigenan.

Otro aspecto no menos loable de la comunicación cibernáutica la propone el ordenador de regazo o laptop combinado con la conexión sin cable, que permite convertir cualquier vestíbulo de hotel o cualquier sala de espera de aeropuerto en un lugar tan repleto de desconocidos que no tienen nada que decirse y que permanecen absortos en la pantalla de su computadora como puede ser, pongamos, cualquier redacción de cualquier periódico del mundo. Hay una neta aunque no explícita competición entre los lapeadores, igual que ocurre en las redacciones, bancos y corredurías de Bolsa: a ver quién parece más concentrado, a ver quién se transforma antes en un simple accesorio de la máquina.

Cuando me entrego a semejantes habilidades públicas, yo misma tengo la impresión de que en cualquier momento desapareceré, chupada por los megachismes y los muchobits que, ocultos en el pequeño aparato, conocen mejor que yo el futuro y poseen, además, el secreto de las distancias y de la infiltración. Todo lo que siempre quise ser, ubicua e invisible, lo son ellos mientras yo permanezco entre mis semejantes, cada día más semejantes entre nosotros, entregada a los encantamientos de la comunicación sin fronteras.

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