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Animales: La sexta extinción

Más de 16.000 especies están amenazadas. Vivimos la mayor pérdida de biodiversidad desde la extinción de los dinosaurios. Éste es el inventario de la desidia medioambiental y la trágica historia del bucardo, el lince, la ballena…

Cuando aquel aciago día de diciembre de 1999, la tormenta de nieve derribó un abeto en el Parque Nacional de Ordesa (Huesca), éste cayó sobre Celia, y así, de un golpe, desapareció el bucardo de la faz de la tierra. Esa variedad de cabra del Pirineo seguía los pasos de la Capra pyrenaica lusitanica, extinguida en Portugal un centenar de años atrás. El siglo XX acabó mal para la fauna ibérica, con una veintena de vertebrados menos en su haber -entre ellos, el esturión, el lobo levantino y la foca monje-; y el nuevo milenio no pinta mejor: el oso pardo, el lince, el halcón peregrino, la avutarda, la grulla común, el urogallo..., podrían esfumarse en breve. De no remediarlo, en las próximas décadas se les sumará un nutrido contingente que abarca de las libélulas al drago canario y del acebo al sapillo balear, advierte la Fundación Biodiversidad.

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¿La ciega fatalidad? En absoluto. El adiós de la Capra pyrenaica pyrenaica resultaba audible mucho antes de su definitiva salida de escena: su declive era ya evidente a principios del XX, cuando, tras haber poblado los Pirineos, se vio restringida al parque de Ordesa. En 1994 quedaban una docena de individuos; dos años más tarde, tres hembras y ningún macho: la especie ya no tenía futuro. De su final, los ecologistas culpan al deterioro de su ecosistema, la caza furtiva, la presión turística y la falta de ayudas oficiales. Como dice la canción: "Entre todos la mataron y ella sola se murió".

Celia fue a parar al taller de taxidermia Causapié, en Zaragoza. El viejo animal llegó en buen estado de conservación, aunque sus múltiples fracturas dificultaron la reconstrucción. Hoy, gracias al oficio de los Causapié, su momia ofrece un aspecto presentable; sólo el pelaje desgastado del cuello recuerda el collar de seguimiento puesto por sus cuidadores en un desesperado intento por protegerla. Allí permanece, olvidada como un trasto inútil, mirando a la nada, convertida en un monumento a la desidia medioambiental. El bucardo se ha incorporado a la galería de momias ilustres que integra el gran pingüino -extinguido en 1844 en Islandia- cuyos restos se aprecian en el museo británico de Shrewsbury. De otro de sus miembros, el demonio de Tasmania -el archienemigo de Bugs Bunny-, nos hacemos una idea en el Naturkunde Museum de Berlín, con un ejemplar del marsupial exterminado por los australianos en 1936. Un paseo por el Museo Senckenberg de Francfort nos enseña al quagga, una cebra rayada en sus cuartos delanteros que cubrió las llanuras de Suráfrica hasta que los colonos la liquidaron en 1870. Por su parte, el museo de Canterbury (Inglaterra) exhibe un moa, pariente gigante del kiwi barrido de Nueva Zelanda por los maoríes.

El recorrido por las reliquias de la fauna extinta es interminable. En el Instituto Smithsoniano de Washington (Estados Unidos) se encuentra disecada Martha, el último pichón peregrino, el ave más abundante de Norteamérica. El último ejemplar expiró a los 29 años, en el Zoológico de Cincinnati, a las 13.00 del 1 de septiembre de 1914; quizá la única extinción de la que consten la fecha y hora exactas. Por no ser menos, el Museo de Historia Natural de Oxford conserva una cabeza de dodo, todo lo que resta de esa paloma gigante incapaz de volar desde que en 1681 entrase en los anales como la primera especie desaparecida con la Era de los Descubrimientos ("Muerto como un dodo", se dice en inglés de un final categórico). Todo hace temer que a las colecciones pronto se sumará Jorge el solitario, la última tortuga gigante de la isla de Pinta (Galápagos): un muerto viviente en términos evolutivos. De otros seres apenas si quedan huesos. Tal es el caso de la paloma azul de la isla Mauricio, ave de soberbio plumaje que los gatos europeos borraron del mapa; o del apyornis, el pájaro-elefante de Madagascar, que se dice inspiró la legendaria ave Roc de Simbad el marino. Estos y otros vertebrados sólo perviven en la memoria de los naturalistas.

Las citadas son algunas de las 762 extinciones registradas en la Lista roja de especies amenazadas que la Unión Mundial para la Conservación de la Naturaleza (UICN) difunde cada año. En su recuento no figuran las ocurridas antes del siglo XVI, como la de los grandes marsupiales barridos por los aborígenes australianos, ni la de la vegetación prevaleciente en muchas islas a la llegada de los exploradores occidentales: especies que pasaron a tener una existencia tan irreal como la del monstruo del lago Ness o el abominable hombre de las nieves.

A otras 65 especies ya no se las halla en estado silvestre y sobreviven en cautividad. Entre esas frágiles "flores de invernadero" destacan el león del Atlas, del que subsisten ejemplares en el Zoo de Madrid; el órix de Cimitarra (un antílope conservado en el de San Diego, California); el guacamayo de Spix (en el Loro Parque de Tenerife); el lobo gris (en México), y el bisonte europeo, en reservas de Polonia y Bielorrusia. El lúgubre inventario podría incrementarse de proseguir la tendencia actual. En la Lista roja de 2004 se contabilizaban 15.589 especies en peligro de extinción sobre un total de 40.177 evaluadas. Este año la cifra subió a 16.119 animales o plantas.

¿Hasta qué punto son representativos esos catálogos? En torno al total de especies vivientes reina la imprecisión: aunque sólo se han identificado un millón y medio, algunas estimaciones lo sitúan entre cinco y cien millones (la mayoría, organismos invertebrados). Pero esa incertidumbre no reduce la representatividad de las listas rojas, según Eduardo Roldán, investigador del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC), "pues éstas recogen la totalidad de los mamíferos y otros grandes animales". Sus autores no descartan incluso haber subestimado la magnitud del peligro: "Si hubiéramos estudiado 100.000, sin duda habríamos identificado muchas más especies amenazadas", afirma Jean-Christophe Vié, coordinador del programa para las especies de la UICN. El apocalipsis biológico ostenta un sello inequívocamente humano: caza, deforestación, contaminación, urbanización y turismo masivo. A esas amenazas se añade el calentamiento global, advierte la UICN. Las altas temperaturas podrían precipitar el fin de hasta el 37% de las especies. "Se prevé que en el Ártico, el hielo marino del verano se reduzca entre el 50% y el 100% entre los próximos 50 y 100 años", señalan. De cumplirse la previsión, la población de osos polares se desplomará un 30%. Un peligro similar planea sobre el salmón de la costa cantábrica. Si la temperatura de esos ríos pasa de los diez grados actuales a doce, se verá en aprietos, alerta la Organización para la Conservación del Salmón del Atlántico Norte. "En cada ecosistema donde irrumpe el hombre, el número de especies cae en picado", comenta Roldán.

"La Lista roja de 2006 muestra que la pérdida de biodiversidad aumenta, no disminuye", sostiene el director general de la UICN, Achim Steiner. Las especies más raras y amenazadas se encuentran en desiertos y zonas áridas. Allí, la caza incontrolada acorrala a la gacela dama, al antílope asiático y al hipopótamo, una presa codiciada por su carne y su marfil: sus poblaciones han descendido un 95%. En el medio acuático, la situación no es más halagüeña: diezmados por la pesca masiva, tiburones y rayas aparecen por primera vez en la lista. La sombra de la extinción se cierne sobre más de la mitad de los 252 peces de agua dulce de la cuenca mediterránea, en particular sobre el Bajo Guadiana, hogar del jarabugo y otras 10 especies endémicas. Entre los hábitats más amenazados destacan la alta montaña (los Andes tropicales, en particular) y las islas.

El confinamiento insular aporta ventajas, sin duda, pero cuando surge una amenaza se vuelve encerrona mortal. Lo demuestra la trágica suerte del dodo, una de las tantas aves isleñas desaparecidas. De la mortandad tuvieron en parte culpa las ratas y gatos traídos por los marineros, "máquinas de matar" que devastaron los ecosistemas insulares. Esta precaria situación es la misma que afecta a la avifauna del archipiélago canario, cuya pequeña superficie las hace mucho más vulnerables. No por azar de esas islas ya desaparecieron dos aves: el ostrero unicolor y una subespecie de tarabilla; y dos roedores: el ratón de lava y la musaraña canaria; ni tiene nada de casual que la cuarta parte de las especies más amenazadas de España se localice allí.

Las Canarias constituyen uno de los ecosistemas en apuros de un país considerado uno de los 33 "puntos críticos" de la biodiversidad mundial. De acuerdo con el World Conservation Monitoring Center de la ONU, el 37% de nuestros vertebrados corre peligro y el 7% se acerca a la extinción; mientras, el 15% de las plantas se encuentra en riesgo de desaparición.

Poco a poco, una fracción de la vida que nos rodea se desvanece: el halcón borní ya no sobrevuela el Guadalquivir, los esturiones dejaron de remontar el Ebro, la grulla damisela no nos visita, la marsopa no retoza en las costas del Mediterráneo, ni se divisa en el golfo de Vizcaya el chorro de las ballenas del Cantábrico. Por no hablar del lince ibérico, a punto de convertirse en el primer gato salvaje en perecer en los últimos 2.000 años; o de los osos pardos del Pirineo, en un callejón sin salida después de que Canela, su única hembra fértil, fuera abatida por cazadores franceses.

¿Cómo salvar a las especies condenadas? Desde hace años, zoólogos y biólogos debaten las mejores maneras de rejuvenecer una especie moribunda. ¿Conviene intervenir en su hábitat o en condiciones de cautiverio? Una estrategia pasa por proteger a las poblaciones en su medio natural y reforzarlas con especímenes criados en cautividad y cuyo perfil genético ha sido mejorado por inseminación artificial.

Otra opción consiste en reintroducir en el medio natural animales que únicamente sobreviven en cautiverio. Un ejemplo lo pone el salvamento in extremis del caballo de Prjevalski, la única subespecie salvaje de caballo existente. Descubierto en Mongolia en 1879, su número se fue reduciendo debido a la caza y la competencia del ganado doméstico. En 1967, unos pastores mongoles avistaron la última manada, y en 1969 sólo un ejemplar galopaba por las estepas. Un programa de intercambio de animales entre zoológicos logró aumentar su variabilidad genética, y en 1992 se reintrodujeron 12 cabezas en el suroeste de Mongolia, donde se reprodujeron sin dificultad.

Algo distinta es la reintroducción de animales importados de hábitats similares. Uno de esos programas tiene por protagonista a la foca monje del Mediterráneo, uno de los 10 mamíferos con mayor riesgo de extinción. Perseguida por pescadores, expulsada de sus playas por los turistas y envenenada por las mareas rojas, desapareció de nuestras costas en los setenta. Hoy, de Monachus monachus sobreviven 500 individuos. Para revertir la situación, la Fundación Territorio y Paisaje de Caixa Catalunya quiere trasladar varias camadas de cachorros desde Mauritania -uno de sus últimos enclaves- hasta áreas protegidas en Canarias, Cabo de Gata, Baleares y Cadaqués. Este operativo debe salvar el obstáculo planteado por la destrucción del hábitat original. Para tener éxito deberán cerrarse las playas escogidas a bañistas y embarcaciones, y, sobre todo, reconciliar a la foca con los pescadores. Una especie no puede reintroducirse contra la voluntad de la población local.

¿Y si clonásemos a los últimos sobrevivientes? ¿No se conseguiría así la multiplicación de especies menguantes? ¿No se podría incluso recuperar especies desaparecidas como el quagga, el único ser extinto cuyo ADN ha sido secuenciado y estudiado en su totalidad? De momento, la pretensión de revivir animales muertos hace largo tiempo, al modo de Parque Jurásico, resulta imposible. Para clonar hacen falta grandes cantidades de tejido vivo, pues el ADN se deteriora con suma rapidez. Robert Fleischer, experto del Instituto Smithsoniano, estima que "quizá dentro de 20 años se disponga de la tecnología para reparar el material genético dañado". Sin embargo, aun si las especies retornasen del reino de los muertos, nadie se atrevería a prometer que la ciencia restablecerá sus hábitats naturales. En tal caso, ¿qué sentido tendría traer un mamut lanudo a un mundo recalentado?

La esperanza suscitada por la ingeniería genética determinó que Celia se sometiera a ensayos de clonación cruzada, así denominada por servirse de hembras de una especie cercana para gestar el embrión clonado. Equipos hispano-franceses inyectaron su ADN en óvulos de cabras montesas de Befeite -las más parecidas al bucardo-, de los cuales se había suprimido la información genética original. Los embriones obtenidos por ese procedimiento se implantaron en nueve cabras; dos quedaron preñadas, pero abortaron. Fin del experimento.

A la clonación le quedan muchos obstáculos por superar: su ineficiencia -sólo el dos o tres por ciento de los intentos sale adelante- y la eventual incompatibilidad del óvulo anfitrión con el ADN a clonar. Además, en el caso de la Capra pyrenaica pyrenaica, la clonación de una hembra hubiera producido una manada de Celias igual de inviable con vistas a su continuidad. "Del fin del bucardo podemos sacar dos lecciones: no lleguemos a situaciones más allá del punto de retorno, y no centremos esfuerzos en especies extintas", afirma Roldán. A él no le cabe duda: en esos casos extremos, la clonación no es la solución; la conservación del hábitat, las vedas de caza y otros métodos son prioritarios. "El concepto del Arca de Noé está obsoleto. Salvar una pareja y repoblar un territorio con sus crías no sirve; debemos salvar a la especie con su ecosistema".

La manipulación genética sí puede mitigar el gran problema de las poblaciones menguantes: la consanguinidad, causa de defectos congénitos y enfermedades. Por esa razón, maximizar la diversidad genética y el flujo génico entre los sobrevivientes es un objetivo de primer orden para los conservacionistas. "A la clonación le cabe un papel dentro de las técnicas de reproducción asistida, sobre todo para aprovechar el ADN de animales muertos antes de la edad de reproducción", enfatiza Roldán. Dicho enfoque ha llevado a la creación del banco del MNCN-CSIC: allí se atesoran semen, óvulos y embriones congelados de especies ibéricas amenazadas, con énfasis en el lince ibérico, el visón europeo, el oso pardo y los 10 felinos suramericanos (éstos, en el marco de un proyecto de conservación hispano-argentino financiado por la Fundación BBVA). Acopiando muestras del mayor número posible de individuos, tales centros buscan facilitar el intercambio de genes entre poblaciones pequeñas y aisladas, y evitar la repetición de lo ocurrido con el bucardo.

¿Vale la pena gastar millones de euros en el salvamento de una de esas criaturas? No son pocos quienes se lo preguntan. Las críticas que llovieron recientemente sobre la iniciativa presentada en el Parlamento, encaminada a proteger a los grandes simios, ponen de manifiesto que un sector de la opinión pública no entiende cómo, habiendo millones de personas necesitadas de cuidados y ayuda, se pretende canalizar tantos recursos en unos meros animales. Los conservacionistas responden diciendo que ninguna especie existe aislada, sino que forma un eslabón del nexo que une a todos los seres vivos; de ahí que su extinción provoque una fatídica reacción en cadena: cada planta tropical que desaparece arrastra a 30 especies asociadas; por cada árbol tropical que cae, 400 especies perecen. Esa conexión vital es la que tratan de resaltar las campañas centradas en animales emblemáticos, ligados a un ecosistema particular. "Protegiendo al oso salvamos el bosque pirenaico; con el quebrantahuesos, los entornos de alta montaña; con el guacamayo, la selva tropical; con el lince ibérico, la sierra, las marismas y el bosque mediterráneo, vale decir, media España", sostiene Roldán.

Y en relación con las críticas al dinero invertido en su salvamento, el biólogo Juan Carlos Blanco, coautor de El libro rojo de los vertebrados de España, las rebate: "Esas cantidades son ridículas en comparación con lo que se gasta en obras como la reforma de la M-30 de Madrid, tanto en su construcción como en propaganda".

No puede decirse que la humanidad asista de brazos cruzados a esta convulsión biológica. Por doquier se multiplican las iniciativas dirigidas a salvaguardar activos vivientes irremplazables. En el plano internacional, las campañas por las ballenas resuenan en todas las conciencias. En España cabe citar el plan de reproducción de la malvasía cabeciblanca -un pato buceador- en Molina de Segura (Murcia); el retorno del esturión al Guadalquivir; los cinco programas de recuperación del oso; o la crianza en una finca de Territorio y Paisaje de ovejas aranesas, cabras de Rasquerra y asturcones. "Existe cada vez más sensibilidad, más apoyo", constata Roldán, para quien el pesimismo no es una opción.

"Con sus 68.000 especies de animales y plantas, España posee una riqueza biológica sin par", manifiesta el biólogo del Museo de Ciencias Naturales. Conservar ese patrimonio exige cambios profundos, entre otros, "la erradicación de la noción de 'alimaña' de la mentalidad colectiva", puntualiza. Sólo de esa manera se cumplirá su sueño de ver al lince recuperar el terreno perdido y llegar hasta la Comunidad de Madrid. En el terreno ambiental, coinciden los expertos, la rapidez de reflejos es crucial. Con dolorosa frecuencia la legislación llega tarde, como sucedió con la normativa protectora del quagga, promulgada en Suráfrica tres años después de que el último ejemplar acabase sus días en el zoo de Amsterdam. Y aun cuando llega a tiempo, existe riesgo de que se quede en un nivel testimonial: la prueba la aporta la denuncia de Ecologistas en Acción y WWF/Adena, respecto del incremento de cebos envenenados en los cotos de caza de Castilla-La Mancha. En esa comunidad se aprobó un Plan Regional de Lucha contra el Uso de Venenos; pero sólo en el último año murieron envenenados 7 águilas imperiales y 16 buitres negros en dichos cotos. Los denunciantes lo achacan a "la falta de medios humanos, técnicos y económicos para aplicar el plan regional, a la insuficiente implicación de algunas fiscalías de Medio Ambiente y al escaso número de sanciones impuestas".

Asimismo, los ecologistas juzgan imprescindible tener una visión global al diseñar las medidas de conservación. La pardela balear, por ejemplo, un ave exclusiva de Baleares, cría en estas islas, emigra a Portugal y alcanza Bretaña; de poco sirve mimarlas en Mallorca si luego mueren por un vertido en la costa atlántica. En el mismo nivel de importancia se sitúan las políticas preventivas. En España, la primera línea del frente de batalla pasa por impedir que el urbanismo desaforado siga arrasando hábitats silvestres. "La construcción de una megaestación de esquí en San Glorio (León) puede extender el certificado de defunción a las poblaciones orientales del oso cantábrico", ejemplifica Blanco. "De llevarse a cabo, el afán de un pelotazo urbanístico tirará a la basura millones de euros invertidos en su conservación", concluye.

Entre los biólogos se habla de seis extinciones masivas habidas en el planeta: en las primeras desapareció más del 50% de las especies por causas múltiples; la sexta -la mayor desde el fin de los dinosaurios, según el paleoantropólogo Richard Leakey- tiene causa única: el hombre. Iniciada hace unos 15.000 años con la expansión humana por los continentes, sus primeras víctimas fueron los grandes herbívoros americanos, los mamuts y los paquidermos enanos de Chipre. De mantener su ritmo, a mitad de siglo habrá acabado con el 30% de las especies, prevé el paleontólogo Luis Alcalá en Los retos medioambientales del siglo XX. Un cálculo publicado en Nature por James Kirchner cifra en 10 millones de años el tiempo que necesitará la Tierra para recobrar la biodiversidad perdida durante el ecocidio en curso.

¿Vamos de cabeza a la catástrofe? Difícil decirlo: entramos en el brumoso terreno de las predicciones. Hace apenas medio siglo, quien parecía en vías de extinción era el Homo sapiens. El fantasma de la guerra nuclear daba pie a pensar que pronto las cucarachas heredarían la Tierra. Hoy se diría que el ser humano se ha librado del suicidio colectivo para dirigir su furia destructiva contra lo que le rodea, con un efecto más silencioso que el de la bomba H, pero tal vez igual de mortífero. ¿Realmente tan mortífero?

En uno de sus cuentos, Ray Bradbury narra una excursión en el tiempo al Jurásico. Sin querer, un viajero destruye una mariposa. Ya en el presente, descubren que el incidente ha repercutido en el triunfo electoral del candidato fascistoide. Esta versión algo ñoña del efecto "mariposa" se ha quedado desfasada para dar cuenta de lo que está en juego. El aplazamiento de la destrucción de las últimas cepas de viruela lo ilustra mejor: hasta el viejo azote de la humanidad puede resultarnos útil como fuente de futuras vacunas. Cabe concluir, con el biólogo Miguel Delibes, que "no se trata sólo de sentimentalismo o buenas intenciones. El interés por conservar la biodiversidad tiene unas sanas y poderosas raíces egoístas".

Los salvados

No todo es pesimismo: algunas especies han conseguido salir de la Lista roja. En Europa se ha logrado recuperar el número de águilas de cola blanca. En el océano Índico, la inusual alianza entre ecologistas e industria minera salvó el booby de Abbott de la isla de Navidad. Del águila calva americana restaban 413 ejemplares en 1963 en EE UU, y con la prohibición del DDT en 1973, su número es de 7.066. Dos especies creídas desaparecidas, el insecto palo de la isla Lord Howe y el ratón de Bavaria, han sido redescubiertas. Las tortugas de cara verde, arrinconadas por cazadores y plásticos, se recuperan gracias a la persecución de la caza y el control de vertidos.

España también genera buenas nuevas: la reaparición del lagarto gigante de La Gomera (se creía extinto hace 500 años); la de Atractylis preauxiana, un endemismo botánico de Gran Canaria, único en el mundo, y el aumento de la población de lobos, 2.000 ejemplares, la mayor de Europa occidental. Hay más: la cigüeña blanca y el calamón no corren ya peligro, la tortuga boba vuelve a poner huevos en el litoral mediterráneo y la cabra de Gredos (en 1900 eran un macho, siete hembras y tres cabritos) supera hoy los 5.000 individuos. Además, en Andalucía han identificado ejemplares vivos del caracol Orculella bulgarica, del que sólo se tenía referencia fósil, y se ha logrado germinar en laboratorio el helecho Crhistella dentata, extinguido. Logros así evidencian que la epidemia mundial de extinciones puede remitir. Basta proponérselo.

El ave fénix de la ornitología española

Su truculento nombre le viene de su modo de alimentación, basado exclusivamente en huesos: es la única ave del mundo capaz de digerirlos con hasta 30 centímetros de longitud, y si son de mayor tamaño, los lanza desde lo alto hasta romperlos en trozos. El quebrantahuesos, el buitre más grande de la fauna europea, entró en 1990 en la categoría de especie amenaza de extinción inminente. ¿Causas? Afición a la caza de aves de presa, choques con tendidos eléctricos, envenenamientos, pérdida de su hábitat por la proliferación de pistas de esquí, hoteles, carreteras..., y abandono de su fuente de comida: la ganadería extensiva. Hoy, la situación ha dado un vuelco espectacular: esta reliquia de la fauna española se encuentra en plena reconquista de sus antiguos hábitats, la sierra de Cazorla (Andalucía) y los picos de Europa, mientras que se refuerza su presencia en los Pirineos. En la serranía jienense, donde no se veía volar un ejemplar desde hacía 20 años, se ha producido la primera suelta controlada de pollos. En Aragón pronto tendrá lugar otra a cargo del Departamento de Medio Ambiente del Gobierno autónomo, en colaboración con la Fundación para la Conservación del Quebrantahuesos. La reintroducción se ejecuta por medio del hacking o crianza campestre, técnica exitosa en los Alpes austriacos que consiste en llevar los pollos a una cueva en un cortado rocoso. En Cazorla, los tres pollos liberados disponen de una caverna con cámaras que emiten a un campamento próximo, desde el cual fueron observadas día y noche el primer mes. Para conocer sus movimientos en vuelo se les dotará de un sistema de seguimiento con GPS. En este programa, la Consejería de Medio Ambiente local lleva invertidos más de 1,2 millones de euros.

Es el fruto de más de diez años de esmeros y programas de cría en cautividad en los que no se han escatimado recursos. Gracias a esas medidas, su población hoy rebasa los 400 ejemplares en España. "Es la única especie amenazada que ha experimentado una recuperación contrastada", afirma el presidente de dicha fundación, Gerardo Báguena. No se tratará del ave fénix, pero este buitre gigante ha logrado una proeza casi equiparable a la de renacer de las cenizas.

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