¿Cómo repartir la inversión pública?
La pregunta es antigua y la respuesta no es fácil. La elaboración anual de los presupuestos públicos y las reformas de diferentes Estatutos de Autonomía han vuelto a situar este tema sobre la mesa de debate. En este contexto, muchas de las opiniones que se escuchan al respecto parecen emitirse desde posiciones unívocas y basadas en una simplista interpretación del problema. Mi postura en este artículo es precisamente la contraria: al fijar las coordenadas de esta controversia uno observará que se trata de un problema sin solución técnica y que la única forma de resolver el dilema es apelar a criterios políticos que, por otra parte, también están sujetos a restricciones más fuertes que las habituales.
Pero vayamos por partes. El reparto geográfico de la inversión pública (estatal, regional e incluso local) está sujeta al mismo conflicto que cualquier política pública: eficiencia versus equidad. Un gobierno enfrentado a la pregunta de dónde invertir unos recursos escasos podría seguir un criterio de equidad que, generalmente, utiliza un indicador con implicaciones solidarias: la renta per cápita. Este gobierno perseguiría el que todos los ciudadanos de un territorio disfrutasen de la misma capacidad económica y, por consiguiente, invertiría más en las zonas deprimidas, sobre el supuesto de que las infraestructuras públicas estimulan la actividad económica. Una variante de este criterio de equidad vendría dado por la población: habría que garantizar una misma dotación de infraestructuras a todos los ciudadanos de un país, con independencia de su lugar de residencia. Ello suele identificarse también con invertir en las zonas menos prósperas dado que por sí mismas disponen de menos recursos para la inversión. Ambas versiones de la equidad conducirían a invertir relativamente más en regiones como Andalucía.
Sin embargo, repartir la inversión pública sobre la base de criterios de eficiencia es una propuesta tan legítima técnicamente como la anterior. En este caso, el gobierno debería beneficiar a aquellos territorios donde la escasez de infraestructuras en relación a su PIB o capital privado fuese manifiesta. Precisamente los territorios más ricos son los que suelen presentar peores ratios en estos terrenos y, por tanto, recibirían un montante de inversión pública superior. El lector ya habrá intuido que estaríamos hablando de Cataluña. Esta alternativa tiene una segunda derivada: la eficiencia significa que un kilómetro de autovía generaría más renta en estas regiones relativamente mal dotadas en relación a su PIB que en territorios más pobres. Por consiguiente, se podría argumentar a favor de este criterio indicando que la tarta nacional se amplía más invirtiendo en regiones ricas, y ello haría más generosa la posterior solidaridad a favor de las pobres (vía impuestos, prestaciones sociales, financiación autonómica, etc.).
Así quedaría planteado el dilema técnico. Y la única clave para resolverlo es apelar a la política. En un mundo ideal, los partidos someterían al examen ciudadano sus menús de eficiencia-equidad y las preferencias del votante mediano serían las que dictarían la política de inversiones públicas. Pero a nadie se le escapa que la realidad dista de este marco abstracto. ¿Qué ha ocurrido, pues, en la práctica con la distribución territorial de la inversión pública en años anteriores?
Primero, se aprecia una cierta preeminencia del criterio de equidad sobre el de eficiencia en el reparto de la inversión pública estatal, que ha favorecido sin duda a las regiones más desfavorecidas. Segundo, cuando se trata de analizar el patrón seguido por los gobiernos autonómicos respecto a sus provincias, aparecen comportamientos más heterogéneos y no tan inclinados hacia la equidad, aunque en el caso particular de Andalucía la Junta mantiene el perfil de invertir relativamente más en las provincias más pobres. Tercero, a nivel nacional, durante buena parte de las décadas de 1980 y 1990, se detecta un esfuerzo diferencial por parte de los gobiernos centrales por invertir en aquellas provincias y regiones donde las diferencias electorales fueron más estrechas, tratando de capturar al votante más productivo. Y cuarto, las presiones de gobiernos regionales nacionalistas o del mismo color político que el central, parecen tener sus frutos en términos de mayor inversión pública estatal en sus territorios.
En definitiva, el debate técnico es complicado, tanto desde una perspectiva conceptual como aplicada. Pero la solución política está sometida a tantas tensiones que, superando incluso al dilema entre eficiencia y equidad, provocará que esta controversia nos acompañe todavía durante bastante tiempo.
Diego Martínez López es profesor de la Universidad Pablo de Olavide y trabaja en Centro de Estudios Andaluces.
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