¿De quién es la catástrofe?
Parecía que el ritual del fuego repetía el acostumbrado protocolo estival: asombro e impotencia colectiva, imputaciones entre políticos, especulaciones sobre las posibles causas y resignación hasta la llegada de las lluvias, que son el extintor más eficaz. Pero este año la intensidad de las llamas avivadas por una meteorología adversa, las tempranas víctimas, la proximidad a las zonas habitadas y el fantasma del Prestige hicieron surgir sin tardanza la palabra funesta: catástrofe, que está en todas las bocas aunque los portavoces públicos intenten eludirla con eufemismos como epidemia, crisis o desgracia.
La portada de EL PAÍS del 12 de agosto sacudía las conciencias con la foto de un voluntario llevando en brazos a una anciana postrada, como una Piedad invertida. Es una imagen real, que podría haber sido tomada en circunstancias similares en cualquier punto de España, y que evoca la pervivencia de modos de vida que se tiende a creer superados. Lo cierto es que en una quincena trágica una vasta porción de la geografía occidental se ha convertido en naturaleza muerta, una epidermis de tierra negra y muda, un invierno anticipado donde el verde perenne del noroeste se ha mudado en ocre y siena caduco, donde ni los animales ni el viento entre las ramas emiten sonido alguno. Cuando lleguen las lluvias y sople el vendaval arrasarán esas cenizas y el suelo será un poco más árido, un poco más devastado. Y es que en Galicia los malos vientos son siempre antípodas, el nordés y el suroeste; uno lanza el betún contra la costa, que lo recibe de lleno por las puertas atlánticas de las rías, y el otro arrastra hacia el mar el cieno negro de la quema.
Al principio, el Gobierno gallego estuvo en su sitio y contó con el apoyo efectivo de la Administración central para apagar el fuego, pero unos y otros, sobrepasados por momentos por unas circunstancias extraordinarias, no dudaron en agitar el fantasma de la trama criminal, el enemigo común del que ya había hecho uso reiterado el PP, olvidando que en este mundo sobremoderno ya no llega con aplicar el dualismo del bien y el mal. Mientras tanto la oposición se mantenía expectante, si bien se permitió, manguera en ristre, algún alarde populista. Finalizada la ordalía, Gobierno y oposición se enzarzaron en la usual controversia sobre la solicitud o denegación de dimisiones y comisiones de investigación, la potencia o flaqueza de las ayudas aportadas, la exculpación o inculpación del Ejecutivo actual y el precedente, todo ello adobado con la fórmula mágica de la unidad, a la que se apela pero no se practica. La conocida escena habrá dejado atónitos a propios, voluntarios y turistas volcados en la extinción, al comprobar que nadie quería hacerse cargo de los antecedentes y sus consecuencias. Por ello, cabe preguntarse, ¿de quién es la catástrofe?
Como nadie la quiere, optemos por asumirla como colectivo. Expertos policiales y fiscalía concluyen que, de momento, no hay evidencias de trama o mafia que con mano dirigida, política o económica -siempre puede haber un desalmado en un determinado sector-, provoque el incendio. Cuando ya Alfonso X dispuso en las Partidas la nada sabia medida de que se arrojase al fuego a su causante, es porque en todos los tiempos ha habido incendiarios malévolos y pirómanos que gozan con las llamas, amparados ahora en la impunidad del abandono y la dispersión de una población donde cualquiera puede oír y dejar dicho que no pasa nada, que el territorio lo aguanta todo. Las causas finales tendrán o no explicación algún día, pero las que interesan son las estructurales, las que permiten que la quema se propague por doquier, pues el combustible está en el monte por falta de mantenimiento, listo para ser devorado por el fuego, que un agente forestal describía expresivamente como un ser vivo que come, salta, se mueve, respira, se ahoga y muere.
La gran Galicia rural pasó en cien años de luchar por la tenencia de la tierra a tener que abandonarla en busca de trabajo, y al retornar de la emigración otra vez al desalojo como resultado de la aplicación de unas políticas europeas que sin duda han sido beneficiosas, pero que también han pasado factura. Mientras en el interior sobra territorio con el que no se sabe qué hacer, en la orla costera, en torno a los corredores de comunicación, las ciudades y villas han acabado por formar un continuo habitado donde, por el contrario, se sabe demasiado bien lo que se quiere, se aplica de forma indiscriminada una óptica urbana y los montes ya no se ven como accidentes geográficos sino como potenciales urbanizaciones. Ambas necesitan políticas territoriales capaces de ordenar y dar sentido a todo lo que no es urbe; iniciativas urbanísticas y ambientales para crecer con racionalidad; volver a adueñarse del exceso de territorio para cultivarlo con otra cultura, con otra inteligencia; planes forestales que incidan sobre el complejo régimen de propiedad y el sistema de explotación de la madera, y una política económica que vaya más allá del beneficio inmediato. Y con ellas, políticos que dediquen tiempo de reloj no a enzarzarse en trifulcas, sino a repensar Galicia e inducir a la sociedad a adueñarse del país para construirlo bien y a ejercer como propietarios del campo y no sólo como amos.
Lo que se espera del Gobierno y de una oposición que debería ser más consecuente por sus largas responsabilidades anteriores es que, en lugar de interpelarse a través de los medios de comunicación, se sienten por fin en torno a una mesa para hallar un común denominador que permita arbitrar medidas de largo recorrido y de interés general. La política también es eso.
Xerardo Estévez es arquitecto.
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