Los villanos de la nación
Como en muchos aspectos me considero vulgar, tiendo a pensar que no hay razón para que mis percepciones no sean compartidas por la mayoría, o para que ésta no reaccione ante ciertas cosas como yo lo hago. Y de un tiempo a esta parte hay dos profesiones en España que me repugnan, o quizá sean cuatro, todas relacionadas. Ya sé que si uno critica en un artículo a un solo taxista, o dentista, o gaitero, el gremio en pleno de los taxistas, los dentistas o los gaiteros protestará, dándose absurda e irracionalmente por aludido, como si entre los suyos no pudiera haber algún jeta, corrupto, timador o incompetente, sin que ello suponga una descalificación del conjunto. Así que lo que acabo de decir sobre esas dos o cuatro profesiones parecerá absolutamente intolerable, porque ahí no me he referido a un individuo aislado -a una oveja negra-, sino al grueso de sus miembros. De modo que lo pertinente será añadir en seguida que habrá excepciones que no repugnen, cuantas ustedes quieran pero no tantas.
Lo cierto es que cada vez hoy oigo o leo las palabras "constructor inmobiliario" y "alcalde", y en menor medida "empresario de obras públicas" y "consejero o responsable autonómico", me llevo la mano al bolsillo con dos fines simultáneos: uno, comprobar que no me falta nada; el otro, no correr peligro de estrechársela, por un acto de educación reflejo, a quienes siento que me la mancharían. E insisto, no creo ser el único español con semejantes prevenciones o alergias.
Yo no sé si los buenos y honrados constructores y alcaldes, empresarios de obras públicas y responsables autonómicos -los habrá, sin duda- son conscientes de que sus respectivos gremios se han convertido en la hez del país, y sus componentes en los más detestados y despreciados por los ciudadanos decentes: en los villanos de la nación, en los más desacreditados, quizá dentro de poco en los apestados, desde luego en los que más vergüenza causa tener cerca. Allá ellos si no hacen nada para remediarlo. Pero así son las cosas en la percepción del hombre vulgar, y no cabe enfadarse con lo que la gente percibe, que es más o menos lo siguiente: España está siendo destrozada por el chalaneo entre esas dos o cuatro profesiones. Desde que los permisos de edificación y la recalificación de terrenos son competencia "transferida", municipal o autonómica según los casos, aquí se construyen anualmente más viviendas que en los más importantes y poblados países europeos juntos, sin que se vea más demanda que la puramente especulativa y sin que la demencia constructora signifique una bajada de los precios (por aquello de la abundante oferta), sino todo lo contrario, un incesante y escandaloso aumento. La proliferación salvaje no se limita a lugares que desde antiguo son gatuperios, como Marbella o la costa levantina, sino que se da en casi todo el litoral mediterráneo (brutales los planes para Almería y Murcia), en parte del atlántico (les va tocando el bestial turno a Galicia y Cádiz) y en las zonas cercanas a las grandes metrópolis (Guadalajara, Segovia y Toledo están ya en proceso de transformarse en monstruosidades submadrileñas). Para llenar el país de cemento y ladrillo los constructores y los alcaldes -los del PP a la cabeza, pero los del PSOE se les distinguen poco en esto- no se paran en barras: si hay que cargarse el paisaje, el equilibrio ecológico o el patrimonio histórico-artístico, arrasan con todo ello; si donde planean erigir sus adefesios no hay agua para los habitantes futuros (aún menos para los ridículos campos de golf escoceses que proyectan y que, según ese cerebrillo del PP, Pujalte, no consumen nada), les da lo mismo, no consideran suyo ese problema. Si nuestras ciudades están perennemente levantadas, cavadas, destripadas, invivibles, nadie cree ya que sea por necesidad o mejora, sino porque los ayuntamientos están al servicio y porcentaje de las desaforadas y voraces empresas de obras, que han decidido enriquecerse a costa de torturar a los ciudadanos. Las recalificaciones de terrenos son hoy tipo relámpago, y cada poco nos enteramos de que el negocio inmobiliario está plagado de ex-ediles, ex-concejales, ex-autonómicos y ex-cuñados, gente de la que ha dependido a veces, apenas un par de años antes, la revalorización arbitraria y desmedida del suelo.
Esa es la percepción, lo siento. Dos o cuatro gremios llenos de mangantes se están cargando el país, para forrarse, y el Estado mira y consiente. Hasta las sospechas de muchos incendios van en esa misma dirección, en la de los villanos. Falta poco para que los ciudadanos vulgares como yo establezcan el vínculo último, archiconocido ya en Italia: allí es del dominio público que la Mafia, la Camorra y la 'ndrangheta (sin mayúscula, por favor, en contra de lo que este diario cree) se han centrado en la construcción inmobiliaria desde hace años, como negocio "limpio" preferido. Lo malo es que ya lo han ensuciado, aunque yo creo que menos que aquí, o acaso lo han hecho sin que se notara tanto. En España, por desgracia, para ver por doquier a mafiosos mangoneando ni siquiera hace falta que se hayan organizado. Van por libre y con carta blanca.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.