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Grandes micropaisajes

Unas algas enredándose en una charca. El ala de una mariposa o una mosca. El simétrico esqueleto de una simple hoja. Más allá del hayedo o las montañas nevadas podemos encontrar otro tipo de paisajes espectaculares. Basta con sumergirnos en el mundo microscópico

Relieves fabulosos, formas irreales, colores y contrastes nunca vistos. Podría ser una panorámica sublime vista a través de unos prismáticos: altas montañas, precipicios, bosques, cascadas de agua. Pero no. Es la imagen ampliada por un microscopio, y el espectacular paisaje captado apenas abarca unos milímetros.

Son los micropaisajes, las grandiosas vistas del mundo de lo diminuto, un mundo sobrecogedor en apariencia insignificante que resulta esencial para toda la vida de este planeta. El biólogo y realizador de documentales catalán Rubén Duro Pérez, de 43 años, se ha detenido delante de estas minúsculas panorámicas y las ha atrapado con su cámara fotográfica buscando un enfoque muy personal. El resultado son unas sorprendentes instantáneas de escamas de mariposas, larvas de dípteros, algas filamentosas, chinches, cristales de sal… Una insólita mezcla de ciencia biológica y puro arte fotográfico.

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Sin embargo, como recalca el propio Duro Pérez, él no es fotógrafo. Si bien ha sentido desde niño auténtica pasión por esta naturaleza ínfima y su extraña estética, lo que le ha llevado ahora a disparar a estos micropaisajes ha sido la realización durante los últimos cuatro años de una serie de documentales, Mundos diminutos, para TVE: ocho cortos de unos 26 minutos cada uno sobre el papel clave de los microorganismos en los diferentes ecosistemas, desde las charcas hasta las salinas y los bosques. La serie, ya terminada, espera fecha de emisión, pero, una vez que el naturalista ha empezado a diseccionar este mundo con sus cámaras fotográficas, ya no ha sabido parar. "La escala aquí es de micras o milésimas de milímetros", explica. "Eso significa que entre los dos cristales donde se colocan las muestras en el microscopio, el porta y el cubreobjetos, no es que haya microorganismos. Es que viven ahí, se reproducen, hasta mueren".

Las proporciones de este pequeño mundo son, por contradictorio que parezca, casi inabarcables. Como incide Duro Pérez, la vida diminuta bulle por todas partes, y se calcula que un metro cuadrado de bosque en el que en apariencia no ocurre nada está abarrotado por cerca de un millón de ácaros y más de 200.000 lombrices, muchas microscópicas. La persona que esté encima de esa porción de suelo no percibirá nada, pero bajo sus pies tiene lugar una verdadera transformación. Sólo las lombrices de una hectárea de bosque mueven cada año a través de sus intestinos unas 250 toneladas de tierra y excavan alrededor de 4.000 kilómetros de galerías.

"Para mí, acercar la vista al ocular de un microscopio es como mirar por un telescopio las estrellas o sentarme en el puerto de Piedras Luengas, entre Palencia y Cantabria, a deleitarme con las montañas de los Picos de Europa y los bosques de hayas", asegura este biólogo, capaz de pasarse horas asomado al mundo de lo diminuto buscando un detalle, una forma original, una textura nueva que fotografiar. Este mismo deleite por lo minúsculo lo sentía ya desde pequeño, desde antes incluso de que su tío Aurelio Pérez lo llevase a La Vereda (Guadalajara), donde montaba el campamento de rodaje el equipo de Félix Rodríguez de la Fuente para la serie El hombre y la Tierra. Tenía 16 años y se ocupaba de encargos sencillos y de dar de comer a los animales que luego triunfaban en la pantalla: Che y Martina, los linces; Gala, el águila real… No tardó en contagiarse de una nueva pasión, y no pasó mucho tiempo hasta que se matriculó en biología en la Universidad de Barcelona. Antes incluso de acabar la carrera se puso a rodar con uno de los colaboradores de Rodríguez de la Fuente, Joaquín Araújo, un documental de naturaleza. "Con lo que cobré me compré un coche de segunda mano por 80.000 pesetas y un microscopio polaco PZO por 300.000", recuerda.

Veinte años después, y algo envejecido, ese mismo microscopio ha sido también uno de los utilizados para grabar Mundos diminutos y fotografiar los micropaisajes. Para conseguirlo, el biólogo tuvo que fabricarse él mismo unos adaptadores con los que acoplar al visor cámaras Olympus E-1, E-200 y E-330, así como poner a punto una iluminación de campo oscuro que no dañase las muestras. Todo ello en un estudio instalado en su casa del municipio barcelonés de Dosrius, que fue llenándose paulatinamente de terrarios y acuarios rebosantes de vida microscópica, millones de microorganismos invisibles con los que ha convivido su familia durante meses. "Mi casa siempre está llena de vida. Ahora mismo tenemos unas crías de corzo a las que dan el biberón mis hijos y Ana, mi mujer".

El proceso para la toma de imágenes consiste en recoger muestras de campo y recrear con ellas diferentes ecosistemas en el estudio, reproduciendo las condiciones ambientales reales. Eso sí, a tamaño microscópico. Como explica Duro Pérez, "a un microorganismo le da igual estar en un centímetro cuadrado en el bosque que en un centímetro cuadrado en el estudio, pues toda su vida va a transcurrir en este espacio; lo que no le da igual son las condiciones ambientales que encuentre allí". Con ese diminuto ecosistema colocado en el portaobjetos del microscopio y ampliada la imagen entre 10 y 800 veces, comienza la inmersión hacia lo desconocido: "Es como entrar en otro mundo, todo lo que ves es nuevo. Te sientes como un pionero". "¿Qué busco en cada foto? Nada concreto, que me guste a mí y que haya algo especial. No es difícil, todo son sorpresas".

En sus largas excursiones por este recóndito mundo, el biólogo no deja de maravillarse. Entre sus vistas favoritas, cuenta cómo se sobrecoge al rastrear las alas de una mariposa y descubrir cómo sus escamas parecen manos de cinco dedos, al presenciar el espectacular crecimiento de unos cristales de sal calentados por la luz o al contemplar la simetría y elegancia del esqueleto de una hoja parcialmente descompuesta en una charca y colonizada por algas diatomeas. Cuando esto ocurre, su dedo ya no puede parar de disparar decenas, cientos de fotos. "Hay mucha vida, una vida muy rara y bonita. Aunque es sabido que las alas de mariposa están recubiertas de escamas, una cosa es que te lo cuenten, y otra, verlo. Yo quiero verlo".

Absorto ante estos raros micropaisajes, uno se percata rápidamente de que la escala no resulta acorde con la relevancia de este mundo diminuto. No hay más que pensar en el origen de la vida en las charcas del océano primigenio del planeta o en cómo las cianobacterias primitivas cambiaron la composición de la atmósfera permitiendo que hoy respire el ser humano. Tampoco es necesario retroceder tantos millones de años, aclara Duro Pérez. Basta mirar ahora mismo alrededor y fijarse en la simple arena de playa o en el suelo de un bosque. Cuando una ola se abalanza sobre la orilla, se mezcla con una gran cantidad de granos de arena, cada uno de los cuales está poblado por numerosos microorganismos, como los ciliados. Los bañistas que se zambullen allí quizá no lo sepan, pero estos protozoos se encargan de filtrar el agua y reducir su carga orgánica, por lo que al retroceder de nuevo hacia el mar, la ola es devuelta mucho más limpia. De forma similar, en los bosques, los microorganismos como hongos o bacterias que se alimentan de las hojas caídas de los árboles o las ramas desprendidas son claves para reciclar la materia orgánica y garantizar el ciclo de la vida.

El biólogo rebusca en el disco duro de su ordenador y rescata una cita del microscopista Georg Stehli: "Quien utiliza el microscopio aprende a considerar la naturaleza con otros ojos, comprendiendo a la vez el sentido e interconexión de nuestro enorme mundo". Luego vuelve al caso del bosque: que los microorganismos reciclen la materia orgánica será lo que permita que una bellota germine y de ésta crezca una vigorosa encina, en cuyas ramas quizá construya su nido una hermosa águila imperial. "Es estupendo que haya imperiales, pero no debemos olvidarnos del papel de estos seres microscópicos en el suelo", concluye. De hecho, sus gemelos de ocho años, Íker y Rubén, y su hija de 13, Jara, saben que cuando salen al campo con su padre pueden levantar piedras o troncos en busca de la naturaleza más diminuta, pero que luego tendrán que dejarlo todo tal y como estaba. "Puede parecer que mover una piedra no afecta a animales como la imperial, pero quizá sí a los bichos que viven bajo ella, y esto sí que puede tener consecuencias para que siga anidando allí la rapaz".

"Al león cojo del Serengueti lo tengo ya muy visto", ironiza. En los documentales de televisión echa de menos cambiar de vez en cuando la gran sabana africana por otros paisajes mucho más pequeños. "Si se trata de sensibilizar, yo creo que una buena manera sería empezar por regalar a los niños un microscopio. Encontrarán imágenes de naturaleza igual de espectaculares y mucho más cercanas".

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