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GRANDES REPORTAJES

Días de septiembre

Amaneció un día espléndido. Una de esas mañanas en las que el aire transparente de Nueva York invita a mirar al fondo de las avenidas. La rutina de la vuelta al trabajo se vio brutalmente cercenada. Han pasado cinco años del 11-S. Las secuelas continúan

Antonio Muñoz Molina

ue la primera mañana respirable de aquel septiembre: esa mañana fresca y luminosa en la que uno percibe con alivio la cercanía del final del verano, que en Nueva York no es una estación muy agradable. En verano, Nueva York se parece a Bangkok, escribió Saul Bellow: el calor húmedo, que da al aire una consistencia líquida; el verde denso de la vegetación, los diluvios de una intensidad monzónica, el hedor dulzón de las basuras fermentadas. De pronto, una mañana sopla un viento ligero y se distinguen con plena nitidez los detalles de las cosas lejanas, y la transparencia del aire impulsa la mirada hacia el fondo azulado de las avenidas. La ciudad recobraba gradualmente su ritmo después del letargo relativo del verano, porque era el martes de la semana posterior a la del Labor Day, que en Estados Unidos es el primer lunes de septiembre. Quizá también hubo premeditación al elegir precisamente esa fecha, el comienzo de la nueva temporada, la mañana laboral en la que por fin ya no habrá indulgencia para la pereza, en una ciudad en la que el trabajo tiene algo de pasión neurótica. Una mañana perfecta para talar irreparablemente los hábitos de la vida cotidiana, la urgencia de la gente recién llegada a las oficinas, la prisa de los que venían tarde y subían de dos en dos las escaleras del metro. De hecho, a algunos lo que los salvó fue ese acceso de pereza que lo lleva a uno a quedarse unos minutos más en la cama, o el fallo de un despertador que no saltó a la hora adecuada. Conozco a algunas personas que estarían muertas si hubieran llegado a tiempo a una cita temprana en cualquiera de las oficinas de las Torres Gemelas. Los madrugones laborales de Nueva York, ciudad donde no hay cortinas y donde el sol parece que sale más temprano que en ninguna otra, donde la gente trabaja tanto y con un empeño tan fanático que los trenes de cercanías de vez en cuando tienen que adelantar la hora de las primeras salidas. Y hacía falta una mañana así de transparente para que pudiera verse con toda claridad lo que los ojos seguirían negándose a aceptar como verdadero por mucho que se repitieran las imágenes con el hipnotismo de su ritmo binario: las dos torres, los dos aviones sucesivos, el doble hundimiento.

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Por supuesto, para la mayor parte de nosotros esas cosas eran aún más irreales porque eran increíbles y porque sólo parecían estar sucediendo en la televisión. A un paso de los hechos excepcionales, la normalidad más abrumadora se mantiene intacta, según atestiguan los que han vivido guerras y atravesado desastres. Los primeros carros de combate alemanes que entraron en Varsovia a principios de septiembre de 1939 se cruzaban con los tranvías y en ocasiones quedaban atrapados en atascos de tráfico. Sobre la Gran Vía del Madrid sitiado caían los obuses de la artillería fascista mientras la gente merendaba en los cafés y hacía cola en las taquillas de los cines. Mientras las calles estrechas del bajo Manhattan eran un apocalipsis de pánico y de nubarrones de ceniza -la ceniza cubría los cadáveres, las ruinas, los coches, los intactos objetos cotidianos, como en Pompeya durante la erupción del Vesubio-, tan sólo unos kilómetros más allá, la agitación matinal de la ciudad se prolongaba aún sin alarma aparente, y quienes nos lanzábamos a la calle queriendo ver con nuestros ojos algo de lo que relataban la televisión y la radio nos encontrábamos con la sorpresa de que nada inusual parecía que estuviera sucediendo. El viento ligero del oeste inclinaba la columna de humo en dirección a Brooklyn, a través del East River, de modo que el cielo limpísimo no se oscureció en la mayor parte de la isla. Miraba uno hacia el cielo y sólo veía el mismo azul intacto, cruzado ahora por un estruendo de aviones militares. Pero nadie podía estar seguro, y cada vez que sonaba un motor por encima de la cabeza y que una sombra rápida cruzaba la calle, el corazón se encogía.

Cuesta hacerse una idea, cinco años más tarde, de nuestra pavorosa ignorancia en las primeras horas de esa mañana: la normalidad visible era tan frágil que en cualquier momento podría romperse de nuevo, y uno comprendía de pronto lo fácil que es sembrar el infierno en una metrópoli atareada y populosa, en una isla sin más salida para sus millones de amenazados habitantes que unos pocos puentes muy fáciles de destruir y algunos túneles que de un momento a otro y gracias a una cantidad no muy grande de explosivos pueden convertirse en trampas letales. Vimos después las imágenes de la multitud que inundaba en su huida el puente de Brooklyn: era la misma humanidad fugitiva de tantos desastres del pasado, de las ciudades que arden y de los países invadidos, pero había en ella una rara serenidad, como el resultado de una decisión instintiva y unánime de no sucumbir al terror, de mantener el orden y las buenas maneras. Los empleados de las oficinas marchaban en mangas de camisa en la mañana todavía veraniega, ahora más calurosa, según avanzaba el día, con las corbatas flojas, con las americanas al hombro. Yo los veía subir por Broadway, ocupando las aceras, desbordándolas para caminar por las calzadas de las que de pronto había desaparecido el tráfico. Con el metro paralizado, la diáspora del sur de Manhattan se extendía como una caminata alucinada y enérgica por las avenidas, hacia el norte, y su corriente se cruzaba con el vértigo de los coches de policía y de bomberos que disparaban sus sirenas en la dirección opuesta, muchos de aquellos hombres camino de la muerte, agrupados junto a las ventanillas de los camiones rojos y enormes de morro cuadrado. Un amigo mío había salido a tomar el café a la terraza de su casa de Brooklyn y vio con toda claridad cómo primero un avión y luego el otro se incrustaban en los prismas azulados de las dos torres, y un poco después, papeles quemados y copos de ceniza, y, probablemente también, residuos desintegrados de cuerpos humanos ennegrecían el aire en torno suyo y le dificultaban la respiración. Al pie de la torre norte, el directivo de un banco español miraba inmóvil hacia arriba, hechizado por la altura del edificio y la escala de la catástrofe, y cuando recobró la conciencia comprendió que había estado corriendo a ciegas entre el humo y la gente que huía y los cuerpos que reventaban contra el suelo, y que había podido refugiarse en el zaguán de un edificio. Años después, aún no recuerda esos minutos en los que salvó su vida. Mi amiga Victoria acababa de dejar a sus hijos en la escuela, un poco antes de las nueve, a unos cientos de metros de las torres. Desde la ventana del aula, su hijo mayor vio a las víctimas que caían como muñecos diminutos y descoyuntados a lo largo de las líneas verticales de los edificios.

Según avanzaba la tarde, la ciudad se fue quedando despoblada y en silencio, un silencio raro y traspasado de sirenas, más profundo que el de esos días de invierno en los que Nueva York amanece sumergida en niebla y transfigurada por la nieve. Una ciudad intacta en la que no queda nadie: pero seguían reluciendo los letreros luminosos y las pantallas gigantes de Times Square, y algunas tiendas de electrónica barata y de recuerdos para turistas permanecían abiertas, más grandes y más iluminadas por contraste con sus amplitudes desiertas. En vez de espectáculos de Broadway, los letreros luminosos anunciaban cifras de víctimas y teléfonos de urgencias. En las calles oscurecidas brillaban tras las ventanas las pantallas de los televisores. El presidente Bush, del que apenas se habían tenido noticias a lo largo del día, iba a dar un discurso.

Después de una noche de sirenas insomnes y de malos sueños, la mañana idéntica del miércoles ya no podía engañarnos con su aire sereno de normalidad. Había que bajar hacia el sur e intentar aproximarse a la zona del desastre, pero muy pronto empezaban los primeros obstáculos: la Quinta Avenida estaba cortada a la altura de la calle Treinta y Cuatro, porque había vallas atravesadas y cordones policiales que impedían acercarse al edificio Empire State. En taxi sólo podía llegarse a la calle Catorce: el estado de sitio empezaba justo al sur de Union Square. Y ya en esa plaza siempre tan jubilosa de gente había una pesadumbre de confusión y de luto, y el aire tenía una tonalidad de óxido, y la ceniza y el humo sofocaban la respiración. Justo en Union Square, en la embocadura de University Place, a través de la atmósfera enrarecida que enturbiaba el brillo del sol, nuestros ojos vieron por primera vez el desastre, no en la irrealidad de una pantalla de televisor, sino en el espacio indudable de la vida de siempre: de pronto, al fondo de University Place, cualquier rastro de horizonte quedaba borrado por una ancha columna de humo negro, un humo muy denso, tormentoso, que se alzaba más alto que todas las terrazas y los depósitos de agua de la ciudad, suplantando lo que había existido hasta la mañana anterior, lo que ya no parecía que hubiera estado nunca allí, al fondo de las calles de Greenwich Village y del Soho, el doble espejismo vertical de las Torres Gemelas.

La gente caminaba numerosa y so- námbula por las calles sin tráfico, entre Union Square y Washington Square, por los callejones arbolados del Village, más íntimos que nunca, sin ruido de coches. La gente se cubría la cara con mascarillas o pañuelos, y había desaparecido esa determinación de tareas en línea recta que tiene la vida callejera en Nueva York. Se escuchaban las palas de los helicópteros que aparecían y desaparecían en torno al Everest de humo negro que seguía ascendiendo de las ruinas de las torres, y el trepidar de los remolques que ya habían empezado a alinearse en la Séptima Avenida para ir retirando los escombros, entre los cuales los bomberos se movían buscando supervivientes como entre las laderas de lava todavía no enfriada de un volcán que hubiera roto las entrañas de la ciudad.

Me acordaba de una terraza de University Place desde la que tan sólo un año antes habíamos visto desaparecer cada tarde las Torres Gemelas entre una niebla delicada de llovizna: llegaba la niebla y el perfil de los dos edificios se volvía ligeramente espectral, y al poco rato sólo se entreveían algunas luces encendidas y los pilotos rojos e intermitentes de las antenas de radio que las coronaban. Las Torres Gemelas resumían visualmente Nueva York para los turistas, pero la gente de la ciudad nunca les tuvo mucho cariño. Había en ellas una insolencia demasiado literal, una afirmación brutal de la supremacía del puro tamaño: ganaban cuando se las veía en la distancia, cuando surgían al fondo de una calle en mitad de la noche o cuando al atardecer las iluminaba el sol poniente desde el otro lado del río Hudson.

El segundo día, la parte sur de la ciudad se fue llenando de fotografías de desaparecidos, de memoriales improvisados en las aceras, con flores y velas encendidas y notas y oraciones manuscritas; de personas errantes que rondaban los hospitales mostrando a quien se cruzara con ellas la foto de alguien que ya tenía cara anticipada de muerto en los colores débiles de las fotocopias. No pudo verse ni una sola imagen de alguna de las víctimas, pero ese vacío respetuoso fue ocupado por las caras de los desaparecidos que llevaban de un lado a otro sus familiares, pegándolas por las paredes, en las farolas, junto a las entradas de los hospitales. Caras de fotos casuales, de fiesta o de boda, instantáneas borrosas convertidas de pronto en efigies tremendas de vidas amputadas, de fantasmas que nunca más recobrarían su presencia corpórea. Las caras de los vivos con mascarillas o con expresiones de insomnio y de esperanza agotada eran tan fantasmales como las de los desaparecidos de las fotografías. Al anochecer, la gente se congregaba en silencio encendiendo velas en las plazas, pero también había turistas que se tomaban fotos con el fondo de la columna negra de humo, y al paso de los días empezaron a brotar los vendedores de banderitas, de camisetas con las torres ardiendo y de baratijas de recuerdo.

De noche, al sur de Canal Street, empezaba una frontera de oscuridad y de vallas policiales con linternas rojas que sólo podían cruzar quienes acreditaran que vivían en el vecindario. Era la oscuridad casi deshabitada de las ciudades en guerra, y al fondo, como un gran incendio helado, se veían los reflectores que iluminaban sin descanso el socavón inmenso de la Zona Cero, la cordillera de escombros y armazones rotos y vigas retorcidas sobre la cual se movían las grúas y las palas de las excavadoras, con esa trepidación sobrehumana que tiene el trabajo de las construcciones y las demoliciones en Nueva York. Pantallas de tela o de papel montadas sobre andamios impedían la vista a quien hubiera conseguido sortear las vallas policiales. Sólo se veía el choque de los reflectores contra el cielo, y se escuchaba el rugido de los motores y las máquinas. Pero un poco más allá, en las calles estrechas como desfiladeros en las que están los bancos y las compañías financieras reinaba ese silencio hostil que cae sobre ellas después del cierre de las oficinas. Con el olor habitual a ceniza húmeda se mezclaba otro más insidioso a materia orgánica en descomposición que no procedía sólo de las montañas negras de bolsas de basura.

Al cabo de los años, ése sigue siendo el olor indeleble de aquellos días.

El libro 'Aftermath. Archivo del World Trade Center', con fotografías y textos de Joel Meyerowitz, sale a la venta la próxima semana en España, en edición de Phaidon. www.phaidon.com/aftermath.

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