El investigador precario
Científico, 39 años, encarna el prototipo de investigador creativo. Va a iniciar los ensayos clínicos de una vacuna contra la tuberculosis que puede ser una revolución. Con él inauguramos las entrevistas de verano. Presentaremos a personajes que han dado un salto profesional en el último año
"¡Ostras, ostras, ostras!". Cuando Pere-Joan Cardona (Manresa, 1967) pronunció estas palabras, con todos los signos de admiración imaginables, no era sólo porque había dado con un hallazgo científico que podía ser importante, sino porque ese hallazgo se producía mientras repasaba su tesis doctoral, exactamente 24 horas antes de leerla. Y el hallazgo, además de inesperado, le obligaba a modificar una parte de sus conclusiones justo en el último momento. Siete años después, el resultado de aquella enfática exclamación no sólo tiene corporeidad, sino muchas expectativas: es una vacuna terapéutica contra la tuberculosis que ya ha superado todas las fases de prueba en animales y está a punto de comenzar los ensayos clínicos en humanos.
Su artífice tiene aún la apariencia de un adolescente que ha crecido demasiado deprisa, pero en realidad está apurando la treintena y ya es padre de tres hijos. Por lo que se deduce de su peripecia vital, cuando entró en la adolescencia apretó el acelerador y aún mantiene el pie hasta el fondo. Si no fuera científico podría ser muchas cosas; por ejemplo, guionista de cine negro, porque sus incursiones en la literatura incluyen un thriller, con el que ganó el Premio de Narrativa Pere Calders en 1998, sobre las peripecias de un especialista en medicina tropical que se lanza a investigar el extraño fenómeno observado en sus pacientes tuberculosos. La primera frase, de sólo cuatro líneas, contiene la mayor concentración de tacos e insultos nunca vista, pero termina con un glosario sobre los términos científicos que sostienen la trama. Incluso cuando ejerce de escritor diletante, está claro que lo que le apasiona es la ciencia, entendida como una aventura vital y profesional.
Pere-Joan Cardona, ahora jefe de la unidad de tuberculosis experimental de la Fundación Instituto Germans Trias i Pujol, es el prototipo de joven investigador que alterna la bata de microbiólogo con los más variados papeles, incluido el de vendedor de ilusiones. Es uno de esos jóvenes talentos forjados en las penurias de un sistema de investigación perennemente infradotado, pero muestra un saludable sentido del humor y la distancia necesaria para saber que nada está de antemano ganado, pero tampoco perdido.
Mantenemos esta entrevista en un ático situado en la falda del Putxet, en Barcelona, una sofocante tarde de julio mientras la ciudad se vacía camino de la playa. La casa es un reducto de calma donde, plácidamente dormida sobre un futón, su hija cumple el décimo día de vida. La calma se quiebra a las cinco, cuando, en una súbita explosión de vitalidad, sus dos hijos mayores, dos fierecillas acaloradas en busca de merienda, irrumpen en la casa. "Ahora se calmarán. Hoy pueden ver un vídeo en la televisión. Sólo les dejamos que la vean el fin de semana". Comenta, como un triunfo, que procura no terminar el día sin haber leído. Novela, por supuesto. Su escritor preferido es Paul Auster. La verdad es que, oyéndole, él mismo parece un personaje muy austeriano.
Como muchos otros investigadores españoles, usted ha conseguido sus mejores logros científicos siendo un becario, es decir, un precario. Cuénteme: ¿qué es ese proyecto que tanta expectación ha levantado?
Se llama RUTI, en honor del hospital en que trabajo [el hospital Germans Trias i Pujol, más conocido como Can Ruti, en Badalona], y es una vacuna terapéutica que puede ayudar a controlar la tuberculosis. A pesar de ser uno de los fármacos más utilizados, la actual vacuna profiláctica de la tuberculosis, la BCG, no ofrece una protección suficiente. No es eficaz en adultos, y cuando se administra en la infancia sólo consigue que, si se contrae la enfermedad, sea más atenuada. Ahora, un 10% de las personas que se infectan por el bacilo de Koch desarrolla tuberculosis: la mitad, en un periodo de dos años después de la infección, y el resto, a lo largo de su vida. El bacilo puede estar, pues, muchos años en el organismo, pero sólo cuando se activa y desarrolla la enfermedad pulmonar tiene capacidad de contagiar. Ahora, una vez producido el contagio, se puede evitar desarrollar una tuberculosis con un tratamiento antibiótico profiláctico, pero dura nueve meses, de modo que muy poca gente lo sigue, ni siquiera en los países ricos.
Y por eso la tuberculosis no para de crecer.
Cada año hay en el mundo nueve millones de casos nuevos. Y cada enfermo genera cuatro o cinco casos más de infección latente, es decir, personas infectadas que pueden desarrollar la enfermedad en cualquier momento. Ahora mismo, un tercio de la humanidad está infectada: 2.000 millones de personas. Y se estima que de aquí a 2025 habrá 1.000 millones más. Aunque sólo desarrolle la enfermedad un 10% de todos ellos, son muchos millones. Nuestra vacuna es terapéutica, es decir, se administra a personas ya infectadas para evitar que desarrollen la enfermedad y va acompañada de un sencillo tratamiento antibiótico que durará un mes.
Por lo que he visto de su biografía, usted tiene un acusado perfil emprendedor. Cuando decidió dedicarse a la investigación científica, mucha gente se hacía rica en España con 'pelotazos' inmobiliarios. ¿Cuándo y por qué eligió este camino?
Supongo que hay un componente vocacional, porque entré en la ciencia, cuando tenía 13 años, a través de un libro, El microscopi, del naturalista catalán Josep Maluquer i Nicolau. Me fascinó tanto que les pedí a mis padres un microscopio, y me compraron uno bastante bueno en Andorra. Al poco tiempo, ya tenía instalado un laboratorio en la última planta de la casa familiar, en Manresa, y pronto fui conocido en la ciudad como "ese chico que recorre las farmacias en busca de reactivos". Era muy difícil conseguirlos, y un día, uno de los farmacéuticos, seguramente harto de verme, me dijo: "¿Por qué no vas al hospital a ver a Ernest Boquet? A lo mejor él te puede ayudar". Era un catedrático de microbiología, y, para mi sorpresa, no sólo me recibió, sino que enseguida me embarcó en un trabajo sobre bacterias.
Pues tuvo mucha suerte, porque no es normal que a un estudiante de Bachillerato se le abran las puertas tan fácilmente.
Desde luego. Y además, Boquet se mostró encantado, lo cual es bien curioso. La cuestión es que diseñamos un estudio para analizar las poblaciones bacterianas del río Cardener antes de entrar en la ciudad y al salir de ella para ver qué diferencias había. Me lo pasaba en grande. Hasta me fabriqué una estufa de cultivos, y para esterilizar los medios utilizaba una olla exprés. Iba cada semana al río, hacía mis cultivos y llevaba los resultados al profesor Boquet. Por esas fechas cayó en mis manos una biografía de Fleming, y eso me acabó de decidir. Luego, aunque lo que me gustaba era la biología, decidí hacer medicina influido por el farmacéutico, que me dijo que tenía más salidas; pero al ir a matricularme me encontré con que no llegaba a la nota exigida y me pasé a biología. La verdad es que me lo pasé bomba, y hasta saqué excelente en matemáticas y física, en las que siempre había sido un negado. Por supuesto, seguía con mis bacterias, y con ellas gané el premio de la Sociedad Catalana de Biología para estudiantes. De todos modos, al año siguiente me pasé a medicina.
¿Y cómo llegó a la investigación?
Pues, cuando estaba en quinto, un investigador del hospital Vall d'Hebron que acababa de llegar de Estados Unidos vino a verme, como delegado de curso, para ver si conocía a algún compañero que quisiera ayudarle en modelos experimentales de enfermedades infecciosas. "Yo mismo", le dije. Y empecé a trabajar con él. En condiciones infames, he de decir. Estábamos en un cuartucho que teníamos que desalojar cada vez que el cirujano Carles Margarit venía a experimentar trasplantes con cerdos. Y de eso no hace tanto: principios de los noventa. Ahora, Vall d'Hebron tiene unas instalaciones magníficas, pero entonces eran más bien cochambrosas.
Veo que la casualidad ha desempeñado un papel importante en su vida.
¡La casualidad y hasta los errores! Al llegar al MIR no pude quedarme, como quería, en Vall d'Hebron, y cuando llegué al servicio de microbiología de Can Ruti, donde tenía la plaza, me dijeron: "Podrías trabajar en tuberculosis". "Ah, muy bien", dije yo. "Pero antes tendrías que ir a prepararte a Estados Unidos". "Ah, pues estupendo", añadí. El que entonces era mi jefe me dijo que escribiera a un profesor americano, Ian Orme, de parte de un conocido común que era investigador del Instituto Pasteur de París. Orme estaba considerado la autoridad mundial en modelos de tuberculosis. Supuse que el científico de París me habría recomendado y envié la carta. Por supuesto, me aceptaron, y al terminar mi estancia en Colorado, cuando ya volvía a casa, le pregunté al profesor Orme desde cuándo conocía al investigador de París. Y resultó que no lo conocía. Ni a él, ni a mi jefe. El científico de París se había equivocado de nombre.
Lo cual demuestra que en ciencia, el error es a veces muy fructífero.
Hay grandes hallazgos inesperados fruto de errores. El camino de la ciencia no siempre es recto, a veces llegas a un sitio por pura carambola. Pero lo que cuenta es la perseverancia, no desanimarse. Porque la investigación es siempre una carrera de obstáculos: cuando has superado uno, ya tienes delante otro. Pero a mí eso es justo lo que más me gusta. El problema es cuando los obstáculos son administrativos o por falta de medios. Entonces es desesperante. Durante estos años he visto cómo abandonaban muy buenos investigadores y otros se mantenían precariamente, combinando la investigación con otros trabajos para ganarse la vida.
¿Tiene la impresión de que en España se han perdido buenos cerebros?
Seguro. Es una cuestión de masa crítica. En los años noventa abandonó mucha gente, y muchos otros optaron por irse al extranjero.
¿Y usted por qué no se fue?
En Estados Unidos estaba muy bien, era muy estimulante, pero tenía que terminar el MIR, y si no volvía perdía la especialidad, que para mí era muy importante. Luego, al terminar, me lo hubiera podido plantear de nuevo, pero se produjo otra carambola afortunada: en el hospital había un gerente muy dinámico, José Navas, que accedió a montarnos un estabulario de alta seguridad para investigar la tuberculosis en modelos animales. Cuando te dan lo que ha sido tu sueño de mucho tiempo no puedes decir: ahora me voy.
¿Y en qué momento se produjo su "¡eureka!"?
Justo el día antes de leer mi tesis doctoral, en 1999. Se daba por supuesto que el bacilo de la tuberculosis, al entrar en el pulmón, se comportaba de una forma que nadie cuestionaba. Era una parte tangencial de la tesis. Pero al repasarla en el último momento, para adelantarme a posibles preguntas del tribunal, fui a comprobar las muestras y me di cuenta de que en ese punto no se verificaba lo que hasta entonces se consideraba teoría probada. Y no sólo no se verificaba, sino que era justo al revés. ¡Ostras!, me dije. No lo podía creer: faltaban 24 horas y aquello cambiaba una parte de mi tesis, en la que había dado por supuesto que la teoría de mi mentor era correcta. Él había publicado tres artículos explicando el proceso de infección, y cuando un pope de la ciencia dice algo, de entrada nadie piensa que pueda estar equivocado. Pero en mis muestras, aquellos macrófagos que tenían que estar, no estaban. Y si no estaban, toda la teoría sobre la evolución del bacilo estaba equivocada. No lo podía creer. Me entró un sudor frío y decidí modificar esa parte de la tesis exponiendo mi hallazgo como un nuevo dato para la discusión.
¿Era eso lo que abría la puerta a un enfoque terapéutico nuevo?
Sí, porque observé que cuando los macrófagos espumosos del sistema inmunitario entraban en la lesión para matar el bacilo, lo que hacían en realidad era sacarlo fuera y expandirlo. Eso era brutal: unas células defensivas del organismo ayudaban al bacilo a salir del reducto infectado, lo cual explicaba mucho mejor por qué la tuberculosis se convierte en una infección crónica. Siempre se había creído que el bacilo quedaba adormecido en el lugar de la lesión inicial, y que se reactivaba, no se sabía por qué, al cabo de un tiempo. Nosotros vimos que, una vez que se activa la inmunidad, el bacilo hace una respuesta de estrés como cualquier otra bacteria, y deja de multiplicarse, porque cuando se divide es más vulnerable. Pero lo interesante es que los macrófagos que llegan para limpiar la lesión que el bacilo ha provocado no lo reconocen como agente patógeno y lo sacan fuera. Lo que significa que el bacilo utiliza las células defensivas para esparcirse por el espacio alveolar y sobrevivir. Cuando ya no nota el estrés ambiental, se reactiva y da lugar a una nueva lesión. Así es como se cronifica.
¿Era consciente de las consecuencias de ese hallazgo?
Pues me parecía importante, pero no me atreví a enviarlo a una revista americana. Lo envié a una escandinava, lo que seguramente fue un error. Pero lo importante era seguir trabajando. El primer paso era buscar en ratones un modelo lo más parecido posible al humano, y de una pregunta pasamos a otra, hasta que nos planteamos la posibilidad de intentar una vacuna terapéutica. Eso era en el año 2000, y yo aún era un becario. Tenía un laboratorio, sí, pero la plaza prometida no llegaba, y ni guardias tenía en el hospital. Había sacado la especialidad de microbiólogo y pensaba que hacer investigación sería un plus, pero no. Caí en el pozo de los becarios.
Su vacuna podía ahogarse en ese pozo. ¿Cómo consiguió salir?
Apareció Pepe Martínez, el mecenas. Un perfumista.
¿Quién?
José Martínez Martínez. Una persona excepcional. Es un directivo de una multinacional de la perfumería que tiene un gran interés personal por la ciencia. Es propietario de la empresa Archivel Technologies, especializada en el desarrollo de proyectos avanzados. Me habían dicho que apoyaba a jóvenes investigadores y fui a verle. "Tengo esta vacuna", le dije. "Si me da dinero para desarrollarla, la patente es suya". Así mismo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pero lo mejor fue la respuesta: "Pues vamos a patentarla". Archivel tiene la licencia de comercialización, y la Fundación para la Investigación del hospital Germans Trias i Pujol, un royalty.
Con la patente, lo único que tiene es un cartelito que dice "esta idea es mía, que nadie la toque", pero luego falta llevarla a buen puerto.
Claro, claro. Faltaba lo más difícil. Y más ahora. Desde hace dos años, una ley aprobada a nivel europeo obliga a que los fármacos utilizados en cualquier ensayo clínico se fabriquen en un laboratorio farmacéutico, con lo que ya no es posible la investigación independiente. Me parece una barbaridad, y supone un freno brutal a la investigación pública. Nosotros estábamos pensando en fabricar la vacuna en el hospital, pero al cambiar la ley tuvimos que desistir. Presentamos el proyecto a diferentes laboratorios, pero no les interesó a ninguno, de modo que no nos quedó más remedio que crear una empresa farmacéutica: Archivel Farma, SL. Pero no acabaron ahí las dificultades. Nuestra vacuna tenía un problema: una vez producida no se podía esterilizar, porque con los procedimientos habituales se estropeaba. Afortunadamente, Archivel tiene un gerente con mucho empuje y decidió montar una sala blanca, un tipo de laboratorio que permite producir un producto en condiciones permanentes de esterilidad. Fabricada en esta sala, la vacuna sale ya esterilizada. Pero estas instalaciones son muy caras, y cuando tuvimos la sala montada se nos terminó el dinero.
En otros países, cuando un proyecto viable como el suyo llega a este punto, quien resuelve este problema es el capital riesgo.
Pero aquí el capital no quiere riesgo. Prefiere invertir en ladrillo, que, como se ha visto, es una bicoca. Por definición, el capital riesgo tiene muchas posibilidades de fracaso. De hecho, de cada cien empresas sólo prosperan veinte. Pero esas veinte tienen un enorme valor añadido, y por eso vale la pena probar, a pesar del alto índice de fracasos. Pero para verlo así hay que pensar a largo plazo, y eso no es lo que aquí se lleva.
Ya me está dando la impresión de que estoy en una novela de misterio. ¿Qué pasó después?
Pues que tuvimos que salir otra vez a la calle: proyecto, maletín, business plan y todo eso. No teníamos ni idea de cómo se hace un business plan. Ahí tuvimos que pedir ayuda, y nos la dio el Cidem. Al final conseguimos que una empresa local de capital riesgo, Highgrowth, invirtiera en nuestra vacuna. La verdad es que los científicos no estamos preparados para afrontar este tipo de obstáculos. Se supone que lo nuestro es generar conocimiento.
Y el conocimiento científico se está acelerando mucho. ¿Cómo pueden estar al día con la ingente cantidad de material nuevo que se publica?
Se ha de leer muchísimo. Y seleccionar. Recuerdo que cuando era residente me dijeron que hiciera una revisión de lo publicado sobre una infección. Me volví loco. Leí como 300 artículos, y mientras unos decían blanco, otros decían negro. Era imposible aclararse. Con el tiempo aprendes a distinguir, pero no es fácil; por eso creo que la formación ha de incluir la lectura crítica de artículos. A mí me ayuda mucho hacer de revisor de artículos para las revistas científicas. Lo hago para varias de mi especialidad y hace poco recibí también un trabajo de The Lancet.
¿Y cómo puede estar seguro de que no hay otro científico haciendo lo mismo que usted o, lo que sería peor, en una fase más avanzada?
Cada mañana aparece en mi ordenador todo lo que se publica en mi ámbito. Por eso estoy seguro de que no. Esto es algo fundamental: cuando empezamos sabíamos que habíamos encontrado un hueco. El tema de la toxicidad aterrorizaba a todos desde que el propio Koch, el descubridor del bacilo, quiso tratar a los pacientes con la tuberculina, que es un extracto del bacilo. Por definición, una vacuna terapéutica tenía que ser tóxica, pero nosotros hemos podido identificar cuáles son los elementos tóxicos y eliminarlos.
Está claro que el perfil de científico que usted encarna, ya no tiene nada que ver con el del sabio despistado que sólo mira al interior de su probeta. ¿Cree que el contexto es cada vez más determinante?
Más de la mitad del tiempo lo ocupamos en leer y escribir. Un científico ha de tener conocimientos, por supuesto, pero si no lee mucho y no sabe escribir, no es un buen científico. Y además hacerlo en un buen inglés. Tendríamos que tener talleres obligatorios de escritura. En España, además, ser científico significa hacer un poco de Superman. Entiendo que yo tengo una compulsión por hacer lo que hago, de lo contrario no le dedicaría tantas horas, pero es un sistema irracional. Gran parte del tiempo te lo pasas pidiendo dinero y echando cuentas a ver si te puedes permitir un nuevo becario. Y has de ser un motivador nato, porque ¿qué les puedes ofrecer a tus colaboradores? Cada vez es más difícil encontrar becarios, y, de hecho, la gente más brillante se orienta a otras salidas.
¿Pero eso no está cambiando últimamente?
Sí, sí, por suerte está cambiando, sobre todo en Cataluña. El gobierno tripartito, al que tanto critican, para mí ha hecho una cosa muy buena: ha instaurado la carrera profesional de investigador. Y ha impulsado la biorregión, que es un proyecto en el que creo mucho. Yo hago biorregión: trabajo con un equipo de Toulouse, que nos probará las muestras del ensayo clínico, y con otro de la Universidad de Zaragoza, el equipo de Carlos Martín, al que ayudamos en la investigación de una vacuna profiláctica. Pero aún estamos lejos de otros países.
¿Qué opina de los programas que, como el Ramón y Cajal o el ICREA, hacen trajes a medida para recuperar o atraer cerebros del extranjero? ¿Los que se han dejado la piel aquí lo ven como un agravio?
No, en absoluto. La experiencia que yo tengo es que volver es muy duro porque aún hay muchas diferencias. Yo he llegado a tener unos ratones muy especiales retenidos en el aeropuerto de El Prat tres días sin comer ni beber por un problema burocrático. Afortunadamente, las cosas están cambiando. En diez años se han creado fundaciones de investigación, parques científicos , comienza a haber una estructura. En cuanto a mí, creo que he tenido suerte: he podido hacer aquí más de lo que hubiera podido hacer fuera. En 2006 han salido publicados 11 trabajos míos. He trabajado con pocos medios, pero sin demasiada presión. He podido hacer ciencia creativa. Es una paradoja, pero creo que en Estados Unidos hubiera tenido demasiada presión y tal vez hubiera tenido que abandonar.
Antes las universidades se limitaban a transmitir conocimientos a las élites. Luego, además de formar a las capas dirigentes, se plantearon producir también conocimiento. Ahora, las más dinámicas se plantean transformar ese conocimiento en riqueza para el país y, por tanto, implicarse en los desarrollos de ese conocimiento, porque sólo así pueden garantizar los retornos que permitan seguir invirtiendo en investigación. ¿Cree que aquí se lo plantean así?
Empiezan a planteárselo, pero esta nueva mentalidad aún no está muy extendida. Yo hago de revisor de proyectos de investigación y he visto con frecuencia ideas que se podían patentar. Pero para eso hace falta infraestructura. Estados Unidos es un buen ejemplo: destina grandes inversiones públicas a investigación básica y a financiar el arranque de los proyectos. El destinatario de esa inversión pública ha de ser el investigador, a través de empresas en las que el científico se responsabiliza del desarrollo de su proyecto. En España deberíamos hacer un pacto por la ciencia, como el que se hizo por las pensiones, que garantizara un nivel de inversiones suficiente para 25 años. Sólo así nos pondremos a la altura.
En estos momentos, la mayor parte de la investigación clínica está financiada y controlada por los laboratorios, cuyas prioridades no tienen por qué coincidir con las del país.
Y buena parte de los ensayos clínicos no tienen por objeto probar una mejora terapéutica, sino introducir un producto y fidelizar a los médicos. Está claro que para hacer realmente innovación hay que aportar capital público, sabiendo que, cuando se consiga un producto innovador, el capital invertido producirá un importante retorno. Es el modelo de los institutos Max Planck de Alemania, que lideran la producción científica en Europa porque sólo el sistema público está en condiciones de generar conocimiento sin tener asegurada previamente una rentabilidad comercial.
Creo que a usted le va muy bien una frase que tengo en mi escritorio, que dice: "Soy un firme creyente de la suerte, y he comprobado que cuanto más trabajo, más suerte tengo".
¡Je, je! Pues sí, suscribo esa frase.
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