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Columna
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El oleaje, la pareja y el paraje

La pretendida orgía del amor libre llevó hace medio siglo a la batalla contra el matrimonio. Desde el oleaje político y sexual de los sesenta hasta el periodo superindividualista a fines de los años noventa, la juventud más activa no cesó en la tarea de quemar tabúes.

Cumplida esta misión y cuando apenas quedan matrimonios auténticos no homosexuales ha emergido un inesperado conflicto interior. Efectivamente, el panorama se encuentra sembrado de especies amorosas y hasta a los niños de secundaria se les introducirá próximamente en el conocimiento y distinción escolar de las nuevas familias, pero aún así brota un malestar interno que apesta pese a la muy oreada relación de amor. Porque si hace unas décadas los perversos extravíos significaban elecciones fuera del patrón matrimonial hoy los descarríos provienen de la superoferta de consumo ambiental que fomenta la vacilación de las opciones.

Lo prestigioso de la época anterior fue el amor para toda la vida pero lo dominante en el tiempo actual, sea en el sexo, el comercio o la televisión es la circunstancialidad relacional. Ningún negocio, ninguna aventura, ninguna existencia parece apropiada sin procurarse diversificaciones y tanteos. Sin castillo matrimonial por derrocar, sin familia nuclear por explotar, sin más provisiones de sexo por reclamar, el amor libre, desinstitucionalizado, aparentemente flexible crea, sin embargo, en la pareja un artefacto de represión. La represión más cercana.

No es la moral religiosa, la regla oficial o la coacción social, que levantan obstáculos a la pasión. El sistema de aherrojamientos tradicionales ha quedado atrás, oxidado o desactivado. La presente crisis de la pareja no llegará de un anacronismo latente o de una subordinación regresiva sino que nace de la evolución coherente y personal dentro de la libérrima cultura de consumo.

De un lado, la pareja representa lo más íntimo y profundo en un mundo que se conecta a distancia y por superficies. Por ese lado la pareja constituye la excepción exquisita. Pero, enseguida, tal excepción que hasta un momento equivale a un dulce se convierte, cada vez antes, en la amargura de la limitación. La pareja parece que se desgasta y, reproduciendo la obsolescencia de los omnipresentes objetos de consumo, ofrece menos que la innovación.

El otro de la relación contribuye a afirmarnos y a afianzarnos la identidad. Pero ¿hasta cuándo estos regalos no se transforman en hipotecas? ¿Hasta cuándo la afirmación y el afianzamiento recibidos no mutan en sensaciones de inmovilidad? El enamoramiento nos da alas pero más tarde -demasiado pronto hoy- el amor corriente y garantizado actúa con la fisonomía de una traba.

La traba enardece en sus comienzos y se confunde con el abrazo. Lo peculiar de nuestra época reside en el dramático acortamiento del plazo de fusión y la mayor conciencia de la fatiga. Conciencia del desgaste recíproco como efecto no sólo de convivir habitualmente sino de haberse hecho más insufrible que nunca la habituación.

El mundo alrededor cambia sin cesar y condena la rutina. Basta la incipiente sensación de estar perdiéndose una novedad para sentir un insufrible menoscabo de nuestra situación y, con ello, el pavor del fin. Pavor a la reiteración mortal, miedo a la inmovilidad, rechazo a seguir en la misma vida mientras afuera esperan otras que probar.

La revolución sexual buscó extender la libertad por todos los cuerpos y en su extremo la orgía global. Ahora lo extraordinario no se halla en lo sexual, demasiado común, ni tampoco en ninguna otra meta a la que acceder mediante la subversión. En el antiguo lugar de la alegría libertaria ha crecido la compulsión, en el sitio del amor eterno ha crecido el amor fenomenal y en el acotado recinto de la pareja el paraje sin cercas ni marca de propiedad.

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