Huida
Cuando cruzaba los Pirineos en el invierno de 1939, Carmen Antón se encontró un ovillo de lana sobre la nieve. No era una imagen surrealista, sino el azar sobrecargado de un dolor en el que se mezclaban miles de pérdidas y miles de destinos. La República había sido derrotada, el ejército rebelde conquistaba los últimos territorios nacionales y los vencidos huían, intentaban pasar al otro lado de la frontera, cargando con su miedo y con sus maletas. Las maletas de la gente que huye se parecen mucho a los bolsillos de los soldados muertos. Son una caja de sorpresas para los extraños. ¿Qué se lleva uno cuando debe escapar de su ciudad? Una cuchara, unas fotografías, algo de ropa, unos libros tal vez, la documentación, las joyas familiares. En la urgencia de la fuga, mientras caen las bombas o se acercan los motores enemigos, pesa mucho todo lo que se abandona. César Vallejo escribió un poema sobre los malagueños que huían de la guerra, un poema escrito con la espesura del torbellino y la prisa, con la confusión de los que tienen que dejar su casa y procuran llevarse su casa a cuestas: "¡Málaga huyendo / de padre a padre, familiar, de tu hijo a tu hijo, / a lo largo del mar que huye del mar,/ a través del metal que huye del plomo". Primero pesa lo que se abandona, pero después pesan mucho más los kilómetros a pie, los días de fuga, las maletas. Todo se va quedando por el camino, y puede aparecer un ovillo de lana sobre la nieve de los Pirineos. El puerto de Alicante se llenó en 1939 de maletas que querían huir, equipajes hechos con una ilusión imposible. El puerto de Beirut se llena en el verano de 2006 de maletas y de angustias, mientras los misiles se agitan en el viento azul del Líbano como los pañuelos de una despedida. De ciudad en ciudad, los vencidos arrastran la carga de su hambre, de su oscuridad, de su miedo, un equipaje de necesidades y de secretos, de manías personales, que acaba con frecuencia en manos de un extraño, como las cartas de amor o las documentaciones de los soldados muertos. Las estadísticas y las esperas se componen de silencios individuales, de nombres y de recuerdos propios, de ojos únicos que miran hacia el mar o hacia la cumbre de una montaña con las pupilas veladas por el humo de los escombros.
Las historias no pueden contarse con un argumento de buenos y malos, pero en todas las historias crueles hay verdugos y víctimas, manos que hacen sufrir y espaldas que sufren. Las víctimas padecen una crueldad doble, porque mueren primero en la realidad y después en las cifras de las estadísticas. Los números totales suelen olvidarse de que cada fugitivo y cada muerto tienen su maleta o su bolsillo. Las bombas caen sobre una abstracción, sobre una idea, sobre un presentimiento, pero llenan de cadáveres concretos las ruinas de una casa. Nada es más rotundo que el zapato particular que sobresale de la manta que cubre al cadáver, nada es más tenebroso que una fotografía en la cartera de un soldado muerto. La muerte y las fugas nos sorprenden con una historia familiar, unos zapatos, unas fotografías, y la esperanza frágil de que alguien pregunte por nosotros. "Málaga en virtud / del camino, en atención al lobo que te sigue / y en razón del lobezno que te espera!". En este año de la memoria histórica, el recuerdo del golpe de Estado de 1936, las imágenes en blanco y negro del éxodo español de 1939, se mezclan con las noticias de una guerra actual en el Líbano. La muerte resume de nuevo el curso de unas vidas y define los pasos de la historia. El cinismo abre otra vez su negociado en los despachos de la diplomacia internacional. Y el miedo vuelve a hacer sus maletas, con prisa, arrastrando y perdiendo unos cuantos objetos perseguidos. Carmen Antón, la actriz de La Barraca que había representado Mariana Pineda de García Lorca en la Valencia bombardeada de 1937, encontró un ovillo de lana sobre la nieve de los Pirineos. Con esa lana tejió un jersey para la hija que esperaba en aquel invierno. No sé si en este verano tenemos nosotros derecho a la esperanza.
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