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PRIMERA PARTE

Angola, pobreza y 'pelotazo'

Tras 40 años de guerra, Angola ha vuelto a sonreír. Aunque arrastra una herencia brutal -con la tasa más alta del mundo de mortalidad infantil y una esperanza de vida de 38 años-, sus enormes riquezas, petróleo incluido, y la paz han cargado de ilusión a su gente

"Lixo e luxo" (basura y lujo). Ésa es quizá la frase que mejor define la posguerra de Angola. El país trata de alcanzar la normalidad después de una feroz guerra colonial de 13 años, a la que siguió una guerra civil que duró casi tres décadas y que mató a 1,5 millones de personas. Mientras eso sucede, Angola suda sus contrastes salvajes bajo un sol abrasador y un caos total de demografía y tráfico. En Luanda, la capital, se mezclan sin pudor la basura y el lujo, el cólera y los millonarios, la miseria y el petróleo. En todo el país hay mutilados y diamantes, miles de chabolas y hoteles de cinco estrellas, hambre y fiestas, minas antipersonas (todavía quedan más de un millón sembradas en los campos) y riquísimas minas de minerales sin explotar (de oro, fosfatos, hierro, mármol…).

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Luanda está cambiando al ritmo infernal que imponen sus deseados y rentables pozos de petróleo, pero todavía ofrece al visitante un chocante panorama de injusticia. Ahí están, esperando a los ejecutivos extranjeros y a la pujante oligarquía local, los espectaculares edificios de los bancos y las empresas recién constituidas, la flamante Embajada-búnker de EE UU, el obsceno lujo escondido del palacio presidencial -de donde apenas sale el omnímodo presidente, José Eduardo dos Santos-, las tiendas de muebles caros, los anuncios de móviles y televisión por cable, el aire silencioso de las mansiones elegantes del barrio de Miramar, el complejo residencial de Mussulo o los suntuosos bares de la playa de La Ilha (Chill Out, Miami Beach, São Jorge…). Y junto a todo eso, sólo a algunos metros de distancia, la podredumbre, la miseria, la enfermedad, los vertederos, la insalubridad más espeluznante…

Mientras la economía del país crece al 18% anual, el cólera ha matado, entre febrero y junio, a más de 1.600 personas. Según Médicos Sin Fronteras, el número de nuevos casos desciende lentamente en todo el país, pero la epidemia se ha propagado a 14 de las 18 provincias, con más de 43.000 casos registrados. A principios de mayo, una muerte cada hora. Sólo en Luanda, más de 22.000 personas se han infectado y 287 han fallecido. La mayoría, niños.

No en vano, el país tiene aún la mayor mortalidad infantil del mundo: 185 niños de cada 1.000 nacimientos; una esperanza de vida de 38 años, y un índice de fertilidad de 6,35 nacimientos por mujer, el décimo mayor del planeta.

Belleza y barro, sonrisas y necesidad son otros de los binomios habituales de este país, que se hizo independiente de Portugal hace 31 años y en el que ahora mismo todo, hasta la misma vida, está en reconstrucción.

Según las estimaciones del Gobierno de EE UU, la producción de petróleo en 2005 fue de 1,6 millones de barriles al día, la 19º del ranking mundial, y las reservas de crudo alcanzan ya los 25.000 millones de barriles (14º del mundo). Un litro de gasóleo en Luanda cuesta 29 céntimos de euro, precio de risa para un europeo, pero no tanto para los ciudadanos locales: el salario mínimo es de 50 dólares al mes. El 70% de los 14 millones de angoleños vive por debajo de la línea de pobreza (con menos de 1,7 dólares al día), una cifra similar a las de Guatemala (75%), la franja de Gaza (81%) o Haití (80%). Un país donde el paro supera todavía las cifras de gente ocupada. Y donde los parados tienen que aguzar mucho el ingenio para buscarse la vida: miles de niños, mujeres con enormes palanganas llenas de fruta en la cabeza y jóvenes varones que venden todo lo imaginable (pilas, gorras, machetes, destornilladores, pegamento, planchas, etcétera) circulan por las calles de Luanda durante el día.

Aunque circular es un eufemismo: hay tanta gente, tantos coches y hace tanto calor que es casi imposible andar.

Dos imágenes resumen la situación del país: una adolescente tan guapa que ganaría sin despeinarse el certamen de Miss Mundo emerge de una chabola de paja en el barrio luandés de Boavista y se para en el zaguán lleno de lodo. Está embarazada. A pocos kilómetros, en la carretera sin asfaltar que va a Viana, dos niños con sonrisas de anuncio se bañan en un charco. No hay nadie más en kilómetros a la redonda.

Aunque Angola es todavía el país número 166 (de 177) en cuanto al nivel de desarrollo, según la OCDE, una cosa parece cierta: sólo cuatro años después de la firma de la paz, muchos de sus habitantes han recuperado la esperanza. "Estamos buscando la normalidad, en fase de mejorar", dicen a coro Seama y Amaura, dos veinteañeras alegres, dulces y de sonrisa zumbona.

Las dos estudian contabilidad en el Centro de Formación Profesional de Viana, que recibe ayuda de la cooperación portuguesa, y explican que cuando terminen su curso de seis meses tienen "garantía total" de encontrar trabajo. "Así podremos irnos de casa y olvidarnos de los padres", dice Amaura. "Son muy pesados, siempre diciendo que tenemos que volver pronto por la noche".

Rosa de Sousa es secretaria en ese mismo Centro de Formación Profesional de Viana. Hizo el curso de secretariado allí mismo y se quedó a trabajar. Tiene 25 años, es guapa, está muy delgada y le gusta la ropa bonita y cantar en la Iglesia de Pentecostés los domingos. Vive en una casa en Luanda, con ocho familiares. Sólo tienen trabajo ella y su hermana; aun así, dice que les llega para la comida y la reforma de la casa.

¿Tienen las mujeres más libertad ahora? "Algo más. Antes no había nada, ahora estamos un poco mejor. Pero sigue habiendo mucho machismo y malos tratos, he visto muchos casos", dice Rosa de Sousa. Según un informe de la ONG Human Rights Watch, las mujeres y niñas angoleñas viven sometidas a una discriminación estructural que se refleja en las leyes, la práctica y las costumbres. El Código Penal sólo prevé sanciones leves para crímenes de naturaleza sexual, y la violencia sexual y doméstica se comete ampliamente, aunque apenas algunos casos llegan a la policía. La Asociación de Mujeres Angoleñas es la encargada de atender los casos más graves. Pero la justicia se ve de momento incapaz de resolver esos problemas por la absoluta falta de medios, lo que según las ONG refleja el desinterés del poder político en mejorar el nivel democrático del país. La activista Lucía Silveira, que lucha por desarrollar algunas reformas legales, recuerda que el grueso del Código Penal no ha cambiado desde 1886.

A cambio, cada vez más mujeres se integran, poco a poco, en el mercado de trabajo. Teresa de Jesús es maestra zapatera en el Centro de Formación Profesional de Viana. Alta, delgada, de ojos vivísimos y sonrisa franca, se le nota orgullosa de su trabajo. Desde 1992, cuando abrió el centro y estaba especializado en discapacitados, Teresa ha formado a 3.000 muchachos en los secretos de la lezna y las suelas. "Les enseño de todo: a hacer suelas, tacones, encolados… Luego les ayudamos a crear sus propias empresas, les damos un kit con todo el material que necesitan y les buscamos un local. Unos tienen más suerte que otros, claro. Algunos murieron en la guerra, otros abandonaron el oficio y otros siguen todavía".

Muchos de los que vivieron o estuvieron aquí durante la guerra de la independencia (1961-1974) y la civil (1975-2002) dicen que la situación general ha mejorado y que poco a poco el país se va haciendo más estable, distribuyendo mejor sus recursos, ganando credibilidad internacional, poniendo orden en sus cuentas y superando la corrupción.

Algunos datos macroeconómicos confirman esos juicios: la inflación ha pasado del 350% en 2000 al 20% actual, y el PIB es en este momento de los que más crecen en el mundo. Gracias sobre todo al aumento en la producción y la exportación de petróleo, en 2004 subió un 12%; en 2005, un 19,1%, y en 2006 se espera que lo haga un 27%.

Américo Amorim, uno de los empresarios más ricos de Portugal, socio de la petrolera angoleña Sonangol y dueño del 25% del Banco Internacional de Crédito, empezó a invertir aquí hace dos años. Él lo ve claro: "Angola es un país magnífico para hacer negocios. Tiene problemas, como todos los países que han vivido 40 años de guerra. Pero en cinco años será una potencia".

Las escenas que el viajero ve en Luanda corresponden, en efecto, a un país en paz, que hierve de actividad y está en pleno pelotazo; pero no exactamente a un país normalizado. Hay calma, luz eléctrica en el centro, muchísimos coches. Pero el país tiene casi todo por hacer. La guerra acabó con la agricultura (sólo está en cultivo el 5% de las tierras agrícolas, según la FAO) y los oficios, paralizó la actividad industrial, destruyó la red de carreteras y la ferroviaria, asoló áreas enormes.

La bahía de Luanda, coqueta y armónica vista desde lejos, es desde dentro un completo desorden. Hay cientos de edificios en obras, decenas de grúas levantando cemento y ladrillos, y por las calles se agolpan coches de policía, latas viejas, brillantes 4×4 cuyo humo huele a corrupción, taxis Toyota colectivos blanquiazules y camiones enormes, algunos nuevos y otros con herrumbre de la época en que los cubanos ayudaron a ganar la guerra colonial.

La presencia de ejecutivos extranjeros es notoria: los ocho hoteles de la capital (con precios superiores a los 160 euros diarios) siempre están llenos; por la noche, sus bares son un continuo desfile de blancos en actitud colonial; los aviones a Lisboa se llenan con meses de antelación (y cuestan 1.500 euros). Y si uno se pregunta cómo la gente resiste esas barbaridades viviendo en un país tan rico, cualquier angoleño responde lo mismo: "A la gente no le faltan ganas de rebelarse contra el Gobierno. Pero a la vez tiene miedo. La policía mató a mucha gente en 1977, y eso se quedó en las cabezas".

En el centro hay largas colas en los bancos, casi todos ellos nuevos y relucientes. Cuatro bancos portugueses y cuatro angoleños (entre ellos el BIC, del que la hija del presidente Dos Santos posee un 25%) se reparten el mercado. Muchos angoleños acaban de conocer el dinero. "A mis paisanos les gusta presumir de que tienen pasta", cuenta Constantino, empleado en una agencia de alquiler de coches. "Muchos llegan a las tiendas de coches y pagan en cash. ¿5.000 dólares? Aquí están". ¿Y de dónde sale el dinero? "De los diamantes, del tráfico de cocaína…". ¿Pero hay tráfico? "Claro. Coca y también hielo, eso que los norteamericanos llaman crack".

La delincuencia, sobre todo nocturna, es otro de los problemas que produce la injusticia económica del país. Mientras algunos angoleños empiezan a tener móvil (en 1995 había 20.000 usuarios; en diciembre de 2005, 1,5 millones), la mayoría sólo tiene la posibilidad de afanarlos: "De noche, la gente mata por robar esos aparatos", cuenta un taxista.

Pero la gran mayoría no tiene, probablemente, ni ganas de hablar por teléfono. Angola es el 30º país del mundo en incidencia del sida (cuatro de cada 100 habitantes), y en 2001 tenía un 44% de analfabetos (el 55% de las mujeres). Aunque parece que ambas cosas están mejorando. Los fines de semana, las ONG reparten preservativos a la entrada de La Ilha, donde están los bares de moda y las playas más populosas de Luanda.

Al atardecer, bajo la luz más bonita del mundo, enjambres de niñas y niños vuelven de los colegios luandeses con sus batas blancas. Y el señor Constantino, de 43 años, presume de que sus tres hijas, de 13, 12 y 8 años, van muy bien en la escuela: "En el colegio público todo es gratis, incluso los libros; es lo mejor que ha hecho el Gobierno".

Otro de los grandes problemas es la sanidad. En pleno centro, un olor nauseabundo sale de los bajos de los edificios. No hay saneamiento básico. Aunque los camiones recogen las basuras de madrugada y durante el día se ven cuadrillas de limpieza, por toda Luanda hay montañas de residuos grasientos. La ciudad sólo está preparada para acoger a un millón de personas, las refinerías están dentro de la ciudad, y como la guerra civil fue especialmente feroz en el interior, empujó a la capital a millones de personas que aprendieron a sobrevivir en la jungla de asfalto.

El Gobierno sigue construyendo viviendas sociales en tierras baldías de Viana y Cacuaco, cerca de Luanda, para realojar a los habitantes de la periferia. El trayecto hasta allí, de 25 kilómetros, dura hora y media. El coche avanza a paso de burra en medio de las barracas de paja y chapa, y a la altura de la cárcel de Luanda, donde se hacinan 2.000 presos en un local con capacidad para 500, surgen como setas los vendedores ambulantes y el atasco es aún más infernal. Hace calor como para una buena deshidratación, 31 grados. Aunque los ruinosos edificios de la capital muestran todavía algunas muescas de las escasas batallas que se libraron en ella, sus habitantes van olvidando poco a poco los feroces 27 años de lucha entre las tropas del Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA), liderado por Dos Santos, y la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA), que lideró Jonas Savimbi, cuya muerte en combate en 2002 precipitó la práctica rendición sin condiciones de los rebeldes de la etnia mayoritaria, la ovimbundu.

El conflicto angoleño -que empezó en plena guerra fría, que la atravesó y se nutrió de ella ampliamente (EE UU apoyó a Unita; Rusia y Cuba, al MPLA; Portugal se mostró tibia; Francia cambió de bando a mitad de camino)- terminó cuando los ojos del mundo viraron hacia la guerra de Irak y agigantó la figura y el poder de Dos Santos.

La guerra pareció cerca del fin en septiembre de 1992, cuando Dos Santos abrió la mano, guardó la pistola y convocó elecciones. Bien asesorado por técnicos electorales brasileños, se impuso en la primera vuelta a Savimbi, pero éste prefirió volver a las armas antes que a las urnas. Hoy, con UNITA nominalmente en el Gobierno, pero por completo fuera del poder (tiene 70 diputados, frente a los 130 del MPLA), un dicho local dice que ningún negocio se hace en Angola sin la bendición de Dos Santos.

Aunque hay denuncias de torturas y desaparecidos, de realojamientos forzosos y de represión en el enclave independentista de Cabinda, la imagen del presidente está lejos del modelo típico del dictador sanguinario africano. Hombre astuto, de sofisticada inteligencia y palabras muy medidas, Dos Santos ha mantenido su estatus a base de habilidad, discreción y miedo, sin dejarse ver apenas y repartiendo entre las diferentes tribus y etnias, para tenerlas contentas, algunas parcelas de poder y migajas de los inmensos negocios.

Muchos no niegan que la paz sea fantástica, pero a la vez recuerdan que no hay peor desgracia para un país con grave déficit democrático que tener grandes riquezas naturales, como ha escrito el director de Publico, José Manuel Fernándes: "Las migajas siempre acaban alcanzando a una parte importante de la población, y las oligarquías cleptócratas pueden así seguir robando impunemente durante años".

Además de petróleo, Angola exporta diamantes, gas, café, pesca (el único sector donde España tiene una presencia activa, con cuatro empresas a la busca de gambas) y algodón. Pero en la recámara tiene de todo, y en grandes cantidades. Ahora, Dos Santos, que se formó como ingeniero de petróleo en la Unión Soviética, está empeñado en reducir a la mínima expresión las importaciones. Y sus esfuerzos se dirigen a la creación de empresas mixtas, angoleñas y extranjeras al 50%. Además, China, que en 2005 concedió a Angola una línea de crédito de 2.300 millones de dólares a cambio de petróleo y se comprometió a desarrollar la construcción civil, la energía, la infraestructura ferroviaria y las telecomunicaciones, se ha volcado en este país y se ha convertido en la fuerza base de la reconstrucción.

El caos de tráfico y vendedores ambulantes pintan la vida cotidiana de Luanda
El caos de tráfico y vendedores ambulantes pintan la vida cotidiana de LuandaRUI COUTINHO

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