Una Julieta frágil y fuerte
El nuevo teatro Auditorio de El Escorial pasa con éxito y notas de excelencia su segunda prueba importante. Tras el debú sinfónico de hace unos días, ahora le ha tocado el turno a el gran ballet, y hay que decir que este escenario resulta ideal para la danza, casi como si estuviera pensado para ella. La colocación y cercanía de las butacas a la boca de la escena permite que el espectador viva los detalles y la respiración del ballet, elementos que en una obra como esta que se vio anoche resultan imprescindibles para entrar en el terreno de las grandes emociones bailadas.
Tamara Rojo entra gallardamente en la madurez. Tiene portes de diva y de reina del gran ballet clásico, y su aclimatación a ese cierto engolamiento en pastel que tiene la escuela británica, dice mucho de su inteligencia y capacidades, desde lo técnico a lo puramente artístico. La Julieta de Tamara es un ser sensible y trágico, frágil y aéreo, y a la vez poseído de un temblor que preconiza el dramma que está por venir.
The Royal Ballet
Romeo y Julieta. Coreografía: Kenneth MacMillan. Música: Sergei Prokofiev. Decorados y vestuarios: Nicholas Georgiadis. Luces: John B. Read. Puesta en escena de Monica Mason. Orquesta Sinfónica de Extremadura. Director: Graham Bond.Teatro Auditorio de San Lorenzo de El Escorial. 7 de julio.
Le da la réplica en escena el cubano Carlos Acosta como Romeo, un bailarín muy completo de técnica fulgurante y dotado para la acción bailada. La evidente compenetración que consigue como partenaire de Rojo añaden veracidad y empaque a los dúos que interpretan; la otra réplica la da con creces el bailarín brasileño Thiago Suárez, en el papel de Tibaldo, elegante y con una planta que corta la respiración. Dominador de la escena y su entorno, este artista borda un complejo personaje que anida soberbia y pretenciosidad.
La producción que hemos visto en El Escorial puede resultar un tanto chocante en el mundo escénico actual. Su gusto no es el de hoy, y se trata del vocabulario plástico que en los años cincuenta usaba el escenógrafo, justamente para parecer moderno. El caso es que en cierto sentido escolástico vale la pena que estas producciones se mantengan generación tras generación, pues en el fondo lo que verdaderamente la sostiene es la calidad intrínseca de la coreografía y la voluntad de los intérpretes por exaltarla.
Volviendo a Tamara Rojo, es palpable cómo ha manejado con suprema inteligencia el desarrollo de su carrera, y hasta qué punto hace gala a su nombre y exhíbe un arrojo a pruebas de tormentas. Tamara no tiene un físico perfecto, pero ella se supera a sí misma cada vez, endulza sus líneas, adelanta al primer plano la visión de sus poderosos pies y recrea en la gentileza de sus facciones toda una gama de gestos que son parte esencial de los estilos; el de Romeo y Julieta es justamente uno muy difícil, pues se trata del ballet narrativo concebido desde la óptica moderna, donde la bailarina tiene que establecer ciertas distancias y mantenerse en un cánon musical, casi siempre de gran exigencia. Ella lo consigue y convence a través de su danza.
La más importante compañía británica de ballet no visitaba Madrid desde las funciones inaugurales del Teatro Real, hace ya unos años, cuando trajeron su poderosa producción de La bella durmiente, y el caso es que el conjunto ha cambiado bastante. Hoy día resulta más cosmopolita y menos significado en lo estrictamente inglés, pero ese es uno de los males que aquejan al ballet en casi todas partes. Otros intérpretes que no convencieron tanto fueron José Martín, en su Mercucho, que resultaba desvalido y sin el poder istriónico que marca su pauta expresiva. Demasiada exagerada acaso la pantomima de Elisabeth McGorian, demasiado frío y de trámite el fray Lorenzo de Alistair Marriott y sencillamente fuera de tono la señora Montesco, que Vanesa Palmer lleva casi al ridículo.
Tamara al final agradeció con una profunda reverencia y sonrisa los muchos aplausos que llovieron sobre ella.
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