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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ruidosa cohetería

Corea del Norte ha celebrado el día de la independencia estadounidense lanzando media docena de misiles balísticos en el transcurso de algunas horas, entre ellos, uno de alcance supuestamente intercontinental que se precipitó al mar antes de un minuto; los demás, scuds tradicionales, cayeron en el mar del Japón y probablemente estaban destinados sólo a hacer ruido de acompañamiento. A Washington, Japón y Corea del Sur -los dos últimos, blancos inmediatos de la cohetería norcoreana en caso de conflicto- les ha faltado tiempo para poner el grito en el cielo, en contraste con el laconismo de Pekín, que se ha limitado a pedir calma a todas las partes. El Consejo de Seguridad se ha reunido de urgencia para tratar, por primera vez en tres años, la crisis norcoreana.

Los fuegos artificiales de Kim Jong Il no violan ningún tratado ni han supuesto una amenaza directa a la seguridad de otros países, pero al régimen comunista se le había pedido en las últimas semanas desde las más diversas instancias que no llevase adelante sus pruebas balísticas. La decisión de Pyongyang, pues, viene a confirmar una vez más el carácter provocador e impredecible de un sistema dictatorial, apoyado exclusivamente en las fuerzas armadas, y cuya naturaleza y misma existencia requiere de la confrontación permanente con el mundo exterior. Una condición ésta, la de su anomalía y aislamiento internacional, exacerbada por el presidente Bush con la aplicación de su malhadado eslogan de los ejes del mal.

Pyongyang tiene celos de Teherán. Su desplante está destinado básicamente a llamar una vez más la atención de EE UU para conseguir un diálogo directo y bilateral con la superpotencia sobre las ambiciones nucleares norcoreanas y su necesidad de concesiones de seguridad por parte estadounidense. Pero el resultado de su lanzamiento múltiple no parece ajustarse al guión establecido. Primero, porque Washington se ha apresurado a asegurar que el contencioso con Corea del Norte no es cuestión de dos y que el único camino siguen siendo las conversaciones a seis auspiciadas por Pekín -con Rusia, Japón y Corea del Sur-, suspendidas desde noviembre. Segundo, y más importante, porque el lanzamiento de un cohete intercontinental, primero desde 1999, ha sido un absoluto fracaso y la constatación de que los norcoreanos necesitan quizá una década más para dominar una tecnología con la que poder amenazar a EE UU. Muy diferente habría sido la templada reacción de la Casa Blanca si Pyongyang hubiera sido capaz de hacer volar su Taepodong-2 hasta el otro lado del Pacífico.

No se otea a corto plazo solución a la crisis norcoreana, ni con la intervención del Consejo de Seguridad. La efectiva reanudación de las conversaciones multilaterales, pese a la doctrina oficial estadounidense, parece más lejana que nunca tras el alarde coheteril del martes. Mucho de lo que pueda suceder depende de China, el único aliado de Pyongyang y su sostén económico directo. Pero Pekín juega la baza norcoreana en función de sus planteamientos estratégicos a largo plazo, y por el momento no parece tener ningún interés en disciplinar a su estridente vecino.

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