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COLUMNISTAS

¿De qué viven éstos?

Yo tuve una historia con Víctor Manuel de Saboya hace un porrón de años, más bien de décadas. En realidad, la tuve con todos los suyos, y se trató de un asunto profesional. Por la época en que yo estaba más o menos empezando a abrirme paso en el páramo o sabana del periodismo, las familias reinantes todavía podían presumir de ocupar más espacio en la prensa del corazón (a la sazón de una ingenuidad desarmante: incluso su perversidad resultaba candorosa, pueden creerme) que otro tipo de aderezos verbeneros y chulos de importación que hoy inundan sus páginas, dejando menos sitio a lo monárquico.

Había familias reinantes-reinantes, como la británica o las nórdicas (las primeras en versión gótica, las otras más sencillas, de bouquet de flores y paseos en bicicleta), o como la de Mónaco, que reinaba en miniatura y sólo eclosionó, mediáticamente hablando, cuando fundió su sangre con la de los Kelly de Filadelfia-Hollywood; estaba la de Holanda, muy reinante, a la que había que echar de comer aparte (y se lo comía, por Júpiter). Luego venían las familias ex reinantes (pero nunca para las revistas: siempre su majestad por aquí, su majestad por allá) y exiliadas.

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Las familias reales exiliadas -igual que las esposas repudiadas, como Soraya la de Persia- daban mucho de sí, porque también le producían mucha pena al personal. Solían tener cantidad de vástagos -eran prolíficas, dentro de su desgracia-, y se enfrentaban a situaciones problemáticas, tales como casar a las hijas o situar a los hijos en un buen cargo. Vivían, la mayor parte, arrimados a parientes más afortunados. Algunos trabajaban, dicen. Yo no estoy muy segura. Pues ¿a qué clase de empleo puede acceder, en el capitalismo pre o ya salvaje, alguien refinado, de buenas maneras, alguien acostumbrado a hacer el paripé en los bailes o a esquiar sin hacer el ridículo con el gorrito, pero absolutamente incapaz de comprender cómo funciona el mundo por debajo de las estatuas?

Por entonces, yo ya era republicana, les juro que mi trato por revista interpuesta con estas delicadas y sufridas personas no influyó en lo más mínimo en mis convicciones. Pero si alguna vez estuve a punto de convertirme en monárquica fue cuando el susodicho Víctor Manuel de Saboya, a quien los italianos no permitían poner los pies en la patria (ahora se ha visto que con muy buen criterio), tenía que vivir en el agua, es decir, en su yate, o en su mansión de Suiza (un poco más pequeña que el monumento erigido a su abuelo en Roma, ya saben, el pastelazo o máquina de escribir que remata Piazza Venecia), y hasta tuvo que pegarle un tiro, llevándoselo por delante sin más castigo que el sobreseimiento, a un señor que le molestaba, ahora no recuerdo si cerca de su yate o cerca de su mansión.

Volviendo a los Saboya en general, por entonces todavía vivía el ex rey (o nunca rey) Humberto, con su esposa, y de las hijas que yo recuerdo, la sensata era María Gabriela, y la alocada, Beatriz, alias Titi (o algo así), que tuvo una juventud tipo Maria Schneider en El último tango en París, y me quedo corta, y que después desapareció del mapa. Se llegó a decir que le habían practicado una lobotomía en una clínica psiquiátrica de Madrid: espero que sólo fuera un rumor, porque, puesta yo en su lugar, no habría querido olvidar habérmelo hecho con Mauricio Arena (ver enciclopedia del cine, años 50, sección comedias italianas ligeras).

Eran una familia apasionante, como ven, y pusieron seriamente a prueba mi, por otra parte, sensato y acendrado republicanismo. Mas siempre permanecía latente, cual algas hediondas bajo la tranquilizadora superficie del lago Como (o cual fango ensuciando las pistas nevadas de Saint Moritz, por seguir con los símiles cursis propios del caso), la eterna cuestión: "¿De qué viven éstos?".

La sórdida aventura de Víctor Manuel (supuestamente) y ve a saber de quién más (presuntamente) sólo es la punta de un iceberg en el que permanecen bien escondidos, congelados, los secretos de la buena vida que se dan muchos veraneantes de alta cuna y, quizá, de baja cama.

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