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Vida interior

Son islas de recogimiento para rezar y trabajar. Entramos en monasterios sintoístas, budistas, ortodoxos o católicos, como el de Poblet, en Tarragona, o La Oliva, en Navarra, y nos dejamos llevar por su misterio. Islas de cultura e historia que ofrecen también alojamiento para quienes buscan paz

Es una magnífica ironía de la historia, otro de sus chistes de gracia incierta, que los monasterios, islotes de recogimiento religioso donde se encerraban quienes querían apartarse del mundo para luchar contra el propio cuerpo -al que consideraban un vehículo de la muerte, un precadáver- y entregarse a la vida espiritual, a conversar con Dios…, hoy, como parte destacada del patrimonio cultural y arquitectónico de las naciones, se hayan integrado en los circuitos turísticos. A determinadas horas y días, los autocares aparcan al pie de sus murallas y los claustros góticos reciben la visita de tropeles de niños con bocadillo y cantimplora, en "excursión cultural", o de grupos de adultos a los que les queda un huequecito antes del almuerzo para un poco de cultura, cuyas risas y juramentos retumban entre las piedras sillares, y que recuperan la seriedad y máxima concentración en la tienda de souvenirs, que en un monasterio como Dios manda no puede faltar, y donde se les ofrecen atractivos rosarios, estampas, folletos y manuales; especialidades de pastelería, vajilla y cubertería de frailuna terracota; en fin, el merchandising que corresponda. ¿Pero a quién le extraña? ¿Va a salir de su sepulcro la momia de un abad antiguo clamando "¡sacrilegio!", como en una leyenda de Bécquer?

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Los monasterios no pueden cerrarse a tales visitantes por varios motivos: algunos de ellos, en cuanto monumentos clasificados, reciben financiación de los poderes civiles, a los que la comunidad religiosa tiene que retribuir también de alguna forma; otros, a consecuencia de la general "crisis de vocaciones" religiosas, están desiertos, y el único sentido de su preservación es precisamente el de estación o etapa en los periplos turísticos, y, en fin, la hospitalidad es una de las obligaciones ineludibles de sus estatutos, libros de costumbres o reglas de la orden religiosa que los habita. Por eso cuentan con una hospedería, generalmente situada en un edificio apartado de los centros de oración y reunión de los frailes, con unas cuantas celdas pulcras y austeras, pero razonablemente pertrechadas con silla y mesa con lámpara, lecho y un armario para la ropa; y en el corredor, donde cuelgan los carteles recordando que el huésped se halla en un centro de oración, y pidiendo silencio y respeto, los aseos y duchas, y una salita en cuyas alacenas descansa una voluminosa historia del monasterio, la biografía del fundador y una edición comentada de la santa Biblia. En tales hospederías se alojan, por norma general, algunos estudiantes en época de exámenes, y en verdad que no hay sitio mejor para el trabajo intelectual: allí, ni televisores, ni música ligera. La única distracción posible es la ventana que da al huerto o al jardín, donde canta un mirlo. También los creyentes laicos pasan allí algunos días cuando su fe se ha visto sometida en la ciudad a pruebas demasiado fuertes, y se tambalea: se han visto asaltados y roídos por las dudas; la sospecha de que más allá de la muerte no hay nada les produce un vértigo angustioso, y siguiendo los oficios religiosos con los monjes encuentran conforte para volver renovados y animosos a la brega. O al contrario, regresan aún más desesperados, al considerar la inutilidad de tanto sacrificio dirigido a potestades que parecen sordas.

Es costumbre de los monjes no cobrar a los huéspedes un precio fijo por su estancia, sino aceptar su voluntad o sus posibilidades económicas; pero el viajero gorrón también corre el riesgo de que en el momento menos pensado un fraile entrado en años y abrumado de trabajo reclame su ayuda para tal o cual tarea, y entonces en verdad se hace difícil remolonear. Y hay aún otro riesgo, aunque raro: el de encontrarse, precisamente en tales islas de silencio, al religioso aún joven, hiperestésico, al que el aislamiento ha trastornado un poco y tiene unas ganas febriles de monologar sobre lo humano y lo divino y recibir noticias del exterior.

Estas hospederías son dependencias laterales. El centro de gravedad de los monasterios, al menos desde la época de Carlomagno, cuando se fijó el modelo sobre el que los siglos irían aportando sus variaciones, es el claustro: la galería alrededor del patio principal, presidido a menudo por un pozo o una fuente, y en torno al cual se distribuyen las dependencias esenciales: la sala capitular, donde se reúnen los miembros de la congregación con el abad para discutir los problemas que se vayan presentando; el templo, para las oraciones; el refectorio o comedor (del latín refectus, alimento); el calefactorio, o cuarto de gran chimenea donde entran en calor los miembros más ancianos de la comunidad en los días más crudos del invierno; las celdas o dormitorios, y el huerto.

Monasterios y cenobios hay en todo el mundo, y de todas las religiones; en la zona de influencia del catolicismo, su periodo de esplendor corresponde al siglo XI, cuando Europa se cubrió con centenares de abadías, y, nos recuerda Navascués en su amena historia del fenómeno, "los monjes se contaban por millares y las órdenes religiosas se multiplicaban". Sin duda en esa formidable recluta era decisivo el fervor religioso que caracteriza aquellos siglos, y también es evidente que los donativos de los que reyes y señores hacían gracia a los monasterios, herencias y cesiones de villas, de campos y bosques, de privilegios jurídicos y poderes señoriales sobre las poblaciones y granjas del entorno, los convertían en un destino atractivo para segundones de familia y mozos desheredados. Como por arte de birlibirloque se alzaron por doquier los monasterios, las abadías y los cenobios, de tal modo que el cuarto Concilio de Letrán (1215) intentó, en vano, poner coto a esa proliferación con un canon que dice: "A fin de que la excesiva diversidad de órdenes no cause grave confusión en la Iglesia, prohibimos que se instituyan nuevas, y el que desee entrar religioso [monje] abrace una de las reglas aprobadas".

Ese auge corresponde, al menos en el tiempo, con la aparición de los cistercienses, orden reformista que pregonaba, en respuesta a la decadencia y fastuosidad de la orden de Cluny, y a la violenta ruptura de los movimientos cátaros y valdenses, un regreso a la modestia, la austeridad y el seguimiento escrupuloso de la regla con la que san Benito había fijado, en el siglo VI, la correcta organización de los conventos, las normas de funcionamiento social, las condiciones para el ingreso de nuevos miembros, los castigos y faltas que debieran administrarse, las horas en que debían reunirse y rezar las comunidades, etcétera: 73 capítulos o normas que casi todas las órdenes siguen de una forma más estricta o más libre. Los monasterios del Císter empezaron cumpliéndolas de forma literal, pero fueron decayendo en una relajación que generó la aparición de nuevas órdenes reformistas y más estrictas…

Las peculiaridades de la Edad Media en nuestro país, caracterizada por el lento despliegue de los reinos cristianos hacia las tierras fértiles del sur de las que los reinos musulmanes se iban replegando, despoblando tierras fértiles que era preciso cultivar y repoblar, determinaron que la piel de toro fuera sembrada de monasterios espléndidos, entre los cuales destacaban San Juan de la Peña, en Huesca; Santa María la Real, en Palencia; Santo Domingo de Silos, Las Huelgas y Miraflores, en Burgos; San Esteban de Ribas de Sil, en Ourense; Poblet, en Tarragona; Huerta, en Soria; El Paular, en Madrid; San Juan de los Reyes, en Toledo; Santo Tomás, en Ávila; San Esteban, en Salamanca; Yuste o Guadalupe, en Cáceres, por mencionar sólo algunos de los más conocidos.

También es peculiaridad de nuestra historia que el siglo XIX decretase por dos veces la exclaustración de las órdenes de los monasterios, y que iglesias, abadías y monasterios fueran saqueados e incendiados por las poblaciones de sus alrededores, en venganza por los reales o supuestos abusos de las órdenes.

Un caso paradigmático de esa tradición es Santa María de Poblet, que empezó a edificarse en 1151 en tierras de la actual provincia de Tarragona recién arrebatadas por el conde Ramón Berenguer IV a los caudillos árabes y cedidas al monasterio de Fontfreda, o Fontfroide, en Occitania. Doce monjes llegaron de allí para construir sus primeras habitaciones. Luego su patrimonio se fue incrementando con otras donaciones del mismo conde y de otros nobles y señores, hasta constituirse, según algunas fuentes, en el mayor de todos los monasterios cistercienses europeos, con tierras que abarcaban desde el Prepirineo hasta el norte de las tierras valencianas.

Esa grandeza se impone y manifiesta a primera vista. Tras la amplia explanada o enlosada Plaza Mayor que se abre frente a él, bordeada de césped, y que ostenta fuentes, un cruceiro y unas ruinas coquetas por las que se encarama la hiedra, el monasterio se anuncia como una muralla de piedra imponente; hacia ella avanza el visitante a la sombra de unos tilos, que perfuman el aire con su aroma penetrante y dulce, y una hilera de álamos blancos: los Populus alba, que antaño formaron espesos bosques ricos en caza y en leña, le dan a Poblet su nombre (populetum, bosque de álamos).

Por encima de las almenas asoma el palacio del rey Martí, que lo mandó construir para pasar en él sus últimos años -como más tarde hizo el emperador Carlos I en Yuste-, y la graciosa linterna dieciochesca de la sacristía nueva, y el cimborrio de la basílica con sus ventanas llenas de filigranas, y un apretujamiento de torres, espadañas y tejados de las diferentes dependencias, como si la muralla apenas pudiese retener un fabuloso repertorio cubista. La mitad izquierda del muro exterior, en la que se abre la Puerta Real, está almenada y protegida por dos bastiones de planta octogonal. A la derecha, la puerta de la basílica está repujada con unos santos barrocos y coronada con una fornícula con la imagen de la Virgen María; a cada lado hay una ventana ovalada, muy decorada, con columnitas en espirales mesopotámicas. Pero los renovadores del barroco se fatigaron enseguida o se quedaron cortos de financiación, y esos elementos decorativos parecen ahogarse en la inmensidad de la piedra lisa.

Al otro lado de la muralla suaviza la severidad de la arquitectura una variedad de claustros laterales sombríos y húmedos, de escaleras, de ventanas góticas y de arcos de crucería y de medio punto, jardines con aljibe, parterres, grupos de altos cipreses, tiestos con rojos geranios…, y como único sonido el piar incesante de los jilgueros y golondrinas, el rumor de las fuentes y el crujir de unas sandalias sobre la grava.

Dentro de la basílica, en dos arcos atravesados sobre el crucero y al pie del retablo alabastrino, joya artesanal de monótona perfección, se alinean los sepulcros de piedra que contienen los restos mortales de los reyes de la corona de Aragón, representados en las estatuas yacentes, desde Alfonso el Casto (reinó de 1162 a 1196; no confundir con otro Alfonso, también casto y también rey, pero de Castilla), Jaime I -que conquistó Valencia y Mallorca- y otros reyes y príncipes, hasta Juan II, padre de Fernando el Católico, que casó con Isabel y reunió con ella los reinos de toda la Península.

Las figuras yacentes de los monarcas parecen magníficamente conservadas, pero una mirada atenta descubre una lisura anacrónica en las formas que no cuadra con la época. Y es que se trata de réplicas, simulacro mimético del estilo medieval que realizó el escultor Frederic Marés en 1952, con mucha competencia y decoro. Las tumbas originales habían sido salvajemente profanadas. Mediado el siglo XIX, los monjes tuvieron que abandonar Poblet a consecuencia de la desamortización de Mendizábal. Los vecinos de Vimbodí, L'Espluga, Rojals, Prades, Montblanc y otros pueblos de las inmediaciones, que habían nacido como granjas tributarias del monasterio y que desde tiempo atrás mantenían conflictos y litigios con él a cuenta de las rentas que habían de pagar a sus eclesiásticos señores y del monopolio sobre los bosques, irrumpieron en el recinto, buscaron frenéticamente los tesoros que los frailes, que se reputaban riquísimos, habían escondido allí antes de expatriarse, y se alzaron con vigas, tejas, rejas, puertas, ventanas, mobiliario, ropa…, todo lo que tuviera algún valor y no quisiera arder en los incendios.

Se escudriñaron los pasadizos subterráneos y los rincones secretos, y en la iglesia reventaron los sepulcros de los reyes de Aragón en busca de joyas. Los despojos regios se mezclaron en el suelo, y así permanecieron durante años, hasta que el rector de L'Espluga obtuvo permiso militar para recogerlos y los guardó en sacos de recoger aceitunas, donde las osamentas se mezclaron y confundieron, salvo la de Jaime I el Conquistador, cuyo esqueleto de casi dos metros de altura era inconfundible. El monasterio permaneció deshabitado y arruinándose durante un siglo, hasta que en 1940, justo después de la Guerra Civil, habiendo cambiado radicalmente la consideración de las órdenes religiosas, llegaron unos pocos cistercienses italianos y empezaron la reconstrucción. En 1952, los restos de los reyes se reintegraron a las tumbas.

Desde entonces, la restauración no ha cesado. Siempre hay una grúa y un andamio junto a un edificio u otro del conjunto. Habita el monasterio una comunidad de cerca de treinta monjes, entre ellos dos novicios… de más de cuarenta años cada uno, y tres hermanos de Cabo Verde que residen temporalmente allí, además de algún seglar que un día llamó a la puerta y pidió permiso para quedarse, que le fue concedido, como al Sebastián de Retorno a Brideshead.

Cuando suenan las 48 campanadas a las cinco de la madrugada, esa comunidad ya se ha despertado para cantar los maitines. Por el camino a la iglesia para el primer canto litúrgico del día se van encontrando las siluetas blancas de los frailes encapuchados que se recortan contra las sombras. A lo largo de todo el día, convocada por los toques de campana, la comunidad se reúne seis o siete veces en la iglesia, en la capilla de San Esteban y en la sala capitular -de planta cuadrada, junto al claustro, cuyo pavimento ostenta las tumbas labradas de abades antiguos, donde se celebran también las reuniones de orden interno- para impetrar la ayuda del Señor con salmos y con himnos. Seis veces al día, cada día del año, los monjes del Císter cantan esos himnos y salmos, y leen, cuatro veces al año, la regla de san Benito. Una y otra vez, con mil metáforas, con cien mil imágenes, los versos de los himnos y los salmos constatan la grandeza de Dios y su bondad infinita, y proclaman la posibilidad de abandonarse sin miedo en él. "En Dios tengo la salvación y la gloria, es mi roca inexpugnable, encuentro en Dios mi refugio; vosotros, pueblo reunido, confiad en él, explayad en él vuestro corazón". Otras canciones verbalizan la convicción de vencer a la muerte. "Esperamos", dicen, "que se cumpla felizmente nuestra esperanza, que se manifieste la gloria de nuestro Salvador". La calidad de la música es monótona, poco más que un recitativo, una salmodia, y la primera vez que se escucha parece aburrida; pero enseguida se sucumbe a sus cualidades hipnóticas y serenas, porque las voces de los monjes están bien educadas y son armoniosas, la resonancia del alto templo es magnífica, las melodías son fáciles de aprender, y sumar la voz propia a la del coro es un placer incomparable.

¿Será posible que una potestad divina haga oídos sordos a las suaves peticiones que tan dulcemente le viene cantando la comunidad de estos monjes seis veces al día, cada día, durante mil años?

¡Mil años de los mismos rezos, las mismas cogullas blancas, los mismos pasos! En el librito tardío que dedicó a este lugar, Josep Pla sugirió que en el claustro -donde el agua se ha filtrado y ha ido royendo y deformando hasta el tuétano la piedra calcárea, las columnas y los arcos de crucería-, si uno cierra los ojos y escucha el agua que brota de los 31 caños de la fuente y el goteo del musgo sobre la piedra, estará escuchando el mismo son que se escuchaba siglos atrás. Tal continuidad y perseverancia producía en el gran periodista una impresión fortísima, y le parecía una maravilla. Pero quizá sea eso lo que le da a la convivencia en este lugar colosal y silencioso un aire, un no sé qué de trágica fatiga. Me pareció percibirla, por ejemplo, en el aislamiento físico del padre abad entre sus hermanos, un hombre de rostro tallado en piedra por un escultor románico, presidiendo silenciosamente todas las reuniones, comiendo en mesa aparte, siendo el primero en entrar y salir de todas las estancias, en un círculo de silencio respetuoso, hasta los últimos ritos de la jornada, que se celebran en el coro de la iglesia. A estas horas la lectura, los rezos y los cánticos tienen una monotonía desfalleciente, un poco tétrica. Las voces de los monjes parecen agónicas, con implorante sonoridad de ultratumba del romanticismo.

La comunidad se dispone en dos hileras, de pie los unos frente a los otros, en los sillones de madera labrada del coro; van abrigados, envueltos con la cogulla blanca, con capucha, que retiran al entrar. Alternándose y acompañados por el órgano, cada uno de los dos coros musita plegarias y escande versículos que llevan las promesas más consoladoras, y las declaran en un tono uniforme, procedente de cavidades profundas, con una monotonía de la que está ausente todo pathos:

"No te sucederá ningún mal, / ninguna desgracia se abatirá sobre tu casa. / Pues Él ha enviado a sus ángeles a protegerte bajo sus alas".

Según el sol poniente se va retirando del rosetón que incendiaba con sus lenguas de fuego, y que daban a los hábitos blancos un fulgor de brasas postreras, el templo queda en penumbra, iluminada sólo por un candelero de tres velas, sobre el altar, frente al retablo de alabastro del Renacimiento, y entre las tumbas falsas de los reyes confundidos. Las voces son más que humanas, o menos que humanas.

Luego se hace el silencio, un monje se adelanta hacia el altar, apaga las velas, y a continuación todos van abandonando el coro para pasar ante el abad, e inclinados ante él recibir la bendición de un gesto, el gesto con que agita el hisopo con agua bendita. Van a dar las nueve, el día ha terminado.

Estas fotos se expondrán en el Festival de Arte Sacro 2007 de la Comunidad de Madrid.

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