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El gozo de mirar

Cartier-Bresson (Francia, 1908-2004), el hombre que atrapó con su objetivo la personalidad de un siglo, experimentaba un placer infinito al mirar por el visor de su cámara. Ése era el secreto de su obra. Un libro recoge un centenar de los rostros de la cultura que el genio captó

Ángel S. Harguindey

Me gustan los rostros, lo que significan, pues todo está escrito en ellos… Ante todo soy reportero, sí, pero también hay algo más íntimo. Mis fotos son como mi diario; reflejan el carácter universal de la naturaleza humana". Una de las grandes ventajas del talento y la experiencia es la de alcanzar la sencillez, esa sabiduría que se aleja de la pedantería para llegar a lo esencial. En esas frases se explican una vida y una obra largas, prolíficas y geniales de las que la exposición y el libro-catálogo Retratos de Henri Cartier-Bresson. Un silencio interior, primera que realiza su fundación con fotografías de sus archivos, son una extraordinaria demostración de la sensibilidad y la belleza que encierran.

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"… Los rostros, … todo está escrito en ellos…". 1944. Francia acaba de salir de una pesadilla de cuatro años de ocupación alemana y colaboracionismo. Irène y Frédéric Joliot-Curie habían recibido el Premio Nobel de Química en 1935 por el descubrimiento de la radiactividad artificial. Cartier-Bresson llama a su puerta y dispara su Leica en el instante en que la abren. Después les explica su decisión, la aceptan y desde entonces el resto de los mortales podemos disfrutar de su inquietante seducción. "La fotografía es como una cuchilla que secciona para la eternidad el instante que la ha deslumbrado", dejó escrito el maestro.

'Un silencio interior' recoge 97 retratos realizados entre 1931 y 1999. Personajes famosos, seres anónimos, intelectuales, artistas, instalados o emergentes, clásicos y modernos, Cartier les fotografía a lo largo de 68 años con una coherencia sorprendente: entre el viejo judío de Varsovia, en 1931, y su hija Melanie, fotografiada en 1999, hay un largo viaje en torno al "carácter universal de la naturaleza humana". Guerras, revoluciones, campos de concentración, momentos de felicidad, miserias y grandezas del individuo, todo pasa ante su cámara. Cartier escribe su diario con la tenacidad del que hace tiempo asumió que su destino era dejar constancia de esos "instantes decisivos" en los que se condensa la vida. "Cuando hago un retrato busco el silencio interior del personaje", explicó. Sus obras lo demuestran: ahí están Samuel Beckett, José Bergamín, Susan Sontag, William Faulkner, Albert Camus, Edith Piaf o Alfred Stieglitz, por citar unos pocos de los 97 deslumbrantes silencios.

Cartier cuenta detalles de algunos de sus retratos. Este pintor vocacional que en 1932 se compró una cámara Leica fascinado por el formato de 35 milímetros, y que en el último tramo de su vida volvió a su pasión inicial del dibujo y la pintura, contaba de sus frecuentes visitas a Matisse. "Me sentaba a observarle en una esquina de su estudio. No nos hablábamos, como si no existiéramos". Y así se refleja en ese retrato de 1944, en su villa de Saint Paul de Vence. El genial pintor mira fijamente algo que no vemos. No importa. Le vemos a él sentado delante de un tapiz oriental, con un insólito y espléndido abrigo y unos pantalones impecables para la Costa Azul. El fotógrafo no existe.

El joven Capote, en cambio, mira sin pudor a Cartier en 1947, en su Nueva Orleans natal. La flora tropical parece que le va a devorar de un momento a otro. Capote no se inmuta. Está pensando una frase brillante y mordaz: "Cartier-Bresson no paraba con su cámara. Era como una polilla frenética". Misión cumplida.

"Intento transmitir la personalidad y no una expresión", explicaba Cartier. El retrato que le hizo en 1971 a Ezra Pound no deja lugar a dudas. "Estuve ante él en silencio un rato muy largo que pareció durar horas", comentó el fotógrafo. Ahí está el poeta y ensayista maldito, el hombre que ayudó a Eliot, Joyce, D. H. Lawrence, Dos Passos o Hemingway en sus comienzos; el irresponsable que trató de convencer a Roosevelt de que cambiara su política económica con la misma pasión que había reivindicado la poesía clásica en su juventud, quien trató de convencer a sus conciudadanos estadounidenses desde la radio fascista romana que abandonaran sus planes de invadir Italia; el mismo que, derrumbado el fascismo, se entregó al Ejército norteamericano en Pisa, fue encerrado durante un mes en una jaula al aire libre, trasladado a Washington, juzgado por traicionar a su patria y recluido durante 12 años en un sanatorio para enfermos mentales. Ahí está frente a Cartier, frente a todos nosotros, las manos crispadas, el poderoso pelo demostrando su rebeldía. Un anciano de 85 años que observa al observador con una fuerza vital inexplicable con la colaboración de una luz vermeeriana en su casa de Venecia.

Si algo rechazaba Cartier-Bresson era el artificio, la estudiada simulación. Probablemente eso explica su evidente desinterés por los actores y actrices, pues estaba convencido de que eran unos profesionales de la pose, del disfraz. "Prefiero las tiras de los fotomatones pegadas en el escaparate de una tienda de fotografías de pasaportes que los retratos posados". Así de claro lo tenía el maestro.

En estos retratos hay muy pocos intérpretes cinematográficos o teatrales, y las escasas excepciones remiten más a la autenticidad que a la ilusión trucada. Isabelle Huppert exhibe su relajada indolencia en un anodino sofá en 1994. "Debió de ver algo en mí que ni yo misma reconocía. En un instante capturó lo que buscaba. Ahora entiendo por qué hace sus fotos de una forma tan rápida". Marilyn Monroe, por su parte, es observada por dos mujeres y un hombre desde unas máquinas tragaperras en una cafetería durante el rodaje de The Misfist, de John Huston, en 1960. Por algún lado debía de estar Arthur Miller rematando su matrimonio. La estrella mira con fatigada melancolía a la cámara cinematográfica. Sus manos acarician a un perro, probablemente el único ser vivo que merecía su ternura.

Jean-Nöel Jeanneney, presidente de la Biblioteca Nacional de Francia, escribió: "Puestas una al lado de otra, las imágenes de Cartier-Bresson componen el álbum de su siglo XX. Éste, a menudo, se convierte en el nuestro, porque ponemos nuestros ojos dentro de los suyos". Y así es. Si en los retratos buscaba el silencio interior de los personajes, su vertiente de reportero gráfico, de testigo de los grandes acontecimientos, surgía, como él mismo explicó, "del aventurero que llevaba en mí. Me sentía obligado a testificar, con un instrumento más rápido que el pincel, las cicatrices del mundo". La Guerra Civil española, los últimos momentos de la India británica, la China de Mao, la vida cotidiana de la Rusia de Stalin, Cuba, México…, allí estaba siempre el maestro con su Leica trabajando para la agencia Magnum, fundada por Capa, Seymour y el propio Cartier. "Es bastante excepcional que, tan a menudo, hubiera estado en el lugar en el momento adecuado", comentó Peter Galassi, conservador jefe de fotografía del MOMA, "pero más excepcional todavía es cómo aprovechó esa circunstancia. Fotografiar el acontecimiento, estar allí, constituye las nueve décimas partes de la hazaña. Fotografiar la historia tal como se vive en la calle es, una vez más, otra cosa".

La sencillez de Cartier, su decidida apuesta por la sobria naturalidad, la lleva hasta el límite. Sus negativos se positivaban completos, sin recortar nada que pudiera modificar la fotografía original, pese a que en ocasiones el encuadre no era perfecto. "Somos observadores de un mundo en permanente movimiento", decía. "Nuestro único momento de creación es ese 1/125 segundos que tarda el obturador en dispararse". Y si alguien puede representar físicamente esa fascinación por lo austero, probablemente nadie mejor que José Bergamín.

Quien pretende reflejar el carácter universal de la naturaleza humana sabe que ésta no es lineal, que no discurre en una única dirección. La sabiduría de Cartier-Bresson le permite pasar de lo frugal a lo voluptuoso. De Bergamín a Colette con su fiel ama de llaves al fondo. Si el español aspiraba a la perfección espiritual, la francesa reivindicaba el derecho de la carne. Alguien dijo lúcidamente que "un teólogo astuto podría utilizar las imágenes de Cartier-Bresson para demostrar que existe el alma". En todo caso, lo que sí demuestran sus obras es la diversidad del ser humano y, desde luego, su forma de entender su oficio: "El goce de mirar, la sensibilidad, la sensualidad, la imaginación, todo lo que llega al corazón se junta en el visor de mi cámara. Ese goce existirá siempre para mí".

El libro-catálogo, que se edita ahora en España, tiene en la portada el retrato de Samuel Beckett. ¿Quién otro mejor que el irlandés podría representar esa atracción por el despojarse de lo superfluo, de lo artificioso?, ¿quién sino Beckett luchó con más constancia y talento por reducir el lenguaje a su esqueleto? El silencio interior, el silencio, es una de sus mayores aspiraciones. No resulta extraño, pues, de su amistad con Cioran (también retratado por Cartier). De ellos se cuenta que cuando decidían ir al cine procuraban ver algún documental submarino de Cousteau, cualquier cinta en la que los protagonistas no hablaran.

Los casi 100 retratos que exhibe la Fundación Cartier-Bresson en París son en realidad el gran perfil de su autor. Si consideraba que sus fotos equivalían a su diario, esta selección es, básicamente, la autobiografía de uno de los grandes talentos del siglo pasado. Susan Sontag escribió que "en el conocimiento moderno debe de haber imágenes para que algo se convierta en real. Sin éstas, los detalles pasarían inadvertidos". Si así fuera, el libro y la exposición deberían ser considerados como uno de los grandes compendios de la sabiduría contemporánea, el espléndido resultado de la fusión del talento, la sensibilidad y la precisión, o, recurriendo una vez más al maestro Cartier, una de las cimas de un arte en el que la cabeza, el corazón y los ojos se sitúan en la misma línea visual.

'Un silencio interior. Los retratos de Henri Cartier-Bresson' lo publica en España la editorial Electa.

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