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Educar en una ciudadanía justa

Adela Cortina

Según el borrador de la LOE, la materia Educación para la Ciudadanía se va a poner en marcha bajo diversos rótulos a lo largo de distintos cursos de primaria y secundaria y, como era de esperar, con ello se ha avivado un debate hace tiempo abierto.

Entienden algunos sectores que la educación para la ciudadanía no debería articularse en asignaturas evaluables, sino recorrer las demás de forma transversal. Pero la experiencia ha enseñado que lo que es de todos no es de nadie, y las presuntas transversales, más que impregnar las demás asignaturas, se cuelan como el agua por la malla de la red escolar y desaparecen, en realidad, del mapa académico. Cuando un problema parece insoluble, la manera, no de resolverlo sino de disolverlo, es enviarlo a una comisión para que lo trate, o desterrarlo a una transversal.

Temen otros sectores, por su parte, que la nueva materia se convierta en un instrumento de indoctrinación. Y para evitar que así sea conviene, a mi juicio, hacer al menos tres cosas: asumir la diferencia entre indoctrinar y educar, formar en una ciudadanía justa y no transmitir nada sin dar razón, y buena razón.

Por lo que se me alcanza, intenta indoctrinar quien se propone transmitir unos contenidos morales con el objetivo de que el destinatario los asuma y ya no desee estar abierto a otros contenidos posibles; quien se esfuerza por evitar que su interlocutor siga pensando y se abra a otros horizontes. Es la forma de enseñar propia de una moral cerrada.

Educa, por el contrario, quien se afana por conseguir que el niño piense por sí mismo al hilo de su desarrollo, que se abra a contenidos nuevos y tenga criterio para elegir. Es la forma de enseñar propia de una moral abierta, consciente de que las personas han de hacer su vida junto con otras desde su autonomía. Pero entonces surge la pregunta: ¿es que no hay que educar en valores, no hay que ofrecer criterios porque eso es indoctrinar?

Resulta curioso comprobar cómo nadie se hace esa pregunta en relación con la lengua, las matemáticas, las ciencias naturales. ¿Cómo no vamos a transmitir a los jóvenes lo que hemos aprendido para que hagan con ello lo que bien les parezca en el futuro? ¿Cómo no van a dejar los padres a sus hijos lo mejor que creen tener, para que ellos después hagan su vida libremente?

Ha costado mucho aprender que la libertad es superior a la esclavitud, la igualdad a la desigualdad, la solidaridad a la exclusión, el respeto activo al desprecio, la responsabilidad por lo vulnerable al abandono. Ha costado mucho aprenderlo y, sobre todo, son éstos valores en los que resulta imposible indoctrinar, si se ofrecen bien, porque por su misma naturaleza educan para forjarse un universo abierto. Con criterios, con razones sentidas, con buen gusto. Éstos serían valores que pertenecen al universo de la justicia, que es el quicio de la ética ciudadana.

Suele distinguirse en filosofía práctica entre la justicia y la felicidad, entre los principios y valores que forman el bagaje del ciudadano justo y las apuestas personales de vida feliz, que por supuesto pueden comunicarse a aquellos a quienes se quiere y merecen confianza, pero pertenecen al mundo de la opción personal, que no privada. Estado y sociedad civil deben complementarse en la tarea de educar en lo justo y en lo bueno, cuidando con esmero de promover lo que se ha llamado una "ciudadanía compleja", que no prescinde de las diferencias de proyectos de vida feliz, sino que los integra siempre que merezcan un reconocimiento legítimo.

Sin duda es imposible introducir un bisturí y separar en cada uno de nosotros la persona del ciudadano, las exigencias de justicia y los ideales de vida buena. Pero también es verdad que una ética ciudadana debería pertrecharnos de aquellos valores y principios sin los que no podemos considerarnos justos. Habida cuenta de que a comienzos del siglo XXI algunos de esos valores y principios ya son públicamente reconocidos, y por eso deberían formar los contenidos de una educación en la ciudadanía, de una ética cívica.

Ahora bien, para alcanzar una meta semejante no basta con memorizar leyes, constituciones, estatutos, declaraciones, ni siquiera con ponerse el cinturón de seguridad y distribuir cívicamente en los contenedores el cristal, el papel, el resto. No basta con fumar sólo en las calles o asistir a cursillos de seguridad vial. Hay que saber priorizar, y eso se aprende yendo, no sólo al qué, sino sobre todo al porqué.

Según informes del Banco Mundial y del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), aproximadamente un cuarto de los seres humanos subsiste bajo la línea de la pobreza internacional, una tercera parte de las muertes que se produce al año (unos 18 millones de personas) está relacionada con la pobreza, 790 millones de personas no están adecuadamente nutridas, más de 880 millones no tienen asistencia sanitaria básica, el acceso al agua potable ni siquiera ha sido reconocido como un derecho humano, las desigualdades de calidad de vida entre las distintas regiones de la tierra han aumentado, la necesidad de inmigrar deja en nuestras playas cadáveres con nombre y apellido, crece el desempleo y el trabajo se precariza. ¿No debería tener un ciudadano justo la sensibilidad suficiente como para percatarse de que hacer frente a estos problemas es una rotunda prioridad?

La idea de ciudadanía siempre ha presentado, entre otros, el problema de generarse desde la dialéctica de inclusión y exclusión. Se incluyen en la comunidad política los miembros de la propia nación, de la realidad nacional, de la nacionalidad, de la unión transnacional, o de la entidad política que sea, y queda fuera el resto. Pero si la justicia tiene un sentido, y pocos valores tienen más sentido que ella, el horizonte del ciudadano no puede ser sino cosmopolita. Y entonces lo importante y lo urgente, lo prioritario, es acabar con el hambre, la sed, la enfermedad superable, la muerte evitable y la miseria. De cualquier persona, aunque no sea conciudadana. En cuidar de las personas con esmero, en su valor interno, está el porqué del que surgirán el qué y el cómo: las leyes, las declaraciones y todo lo demás.

Ocurre, sin embargo, que estas cosas no se aprenden sólo en la escuela, que la educación formal de los medios escolares queda muy corta si no viene arropada por la informal de la vida familiar, de la vida política y los medios de comunicación. Y si en los medios de comunicación y en la política las prioridades son siempre otras, día a día, semana a semana, mes a mes, año a año, los más esforzados maestros del mundo serán impotentes para educar en una ciudadanía justa.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y Directora de la Fundación ÉTNOR

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