Decir feamente nada
No sé si han hecho la prueba, yo la hago a menudo. No a mala idea, sino porque son muchas las veces en que estoy ocupado o fuera a la hora de las noticias en la televisión. Si ha ocurrido algo de especial interés, las grabo en vídeo y les echo luego un vistazo. Eso me permite volver a oír lo que, de haberlas visto en su momento, habría escuchado como una salmodia, distraídamente, sin fijarme mucho en lo que la gente dice ni en cómo lo dice, igual que la mayoría de los espectadores. Desde tiempo inmemorial se sabe que las palabras se las lleva el viento, y sin duda con ello cuentan quienes hacen declaraciones públicas frecuentes, en particular los políticos. Se los oye casi siempre como quien oye un sonsonete, un difuso y permanente ruido de fondo, carente de sentido las más de las veces, o cuyo sentido resulta indiferente. Quienes hablan dan por descontado que es así, y sólo así, como van a ser escuchados, no ya por los perezosos espectadores y oyentes, sino también por los periodistas que los interrogan. Hace dos años y medio escribí aquí sobre la contestación de Eduardo Zaplana, entonces portavoz del Gobierno de Aznar, en medio de una rueda de prensa -nada menos-, al preguntársele por la postura de España ante la orden dada por Sharon de desahuciar a Arafat. Tenía grabado el telediario en cuestión, por lo que pude atrapar sus palabras una a una y reproducirlas, lo cual vuelvo a hacer ahora, a modo de recordatorio: "Bien, el Gobierno, lo que piensa en ejtos momentos, ej que la situación requiere, medidas que contribuyan a disminuir la tensión, ¿no?, y no a incrementarla. Y con eso yo creo, puej que le digo, de forma más o menos clara, cuál ej la posición del Gobierno en ejtos momentos, ¿no?" Ante semejante vacuidad, con las improcedentes pausas que indican mis comas, ni los reporteros presentes en la sala, ni luego los de las redacciones, hicieron el menor comentario ni señalaron que Zaplana no había contestado, ni de forma más o menos clara ni más o menos oscura, a lo que se le había solicitado. Por eso titulé aquel artículo "El oficio de oír llover": porque así se oye casi siempre el castellano en nuestros tiempos, en España.
"La lengua se parece cada vez más a un magma informe"
A pocos parece preocuparles eso, pero a mí sí, y en el caso de los políticos todavía más. La manera de hablar, pese a los esfuerzos de muchos por que todo el mundo hable igual (no otro es el propósito de la corrección política), es uno de los mayores indicios de que disponemos todos para saber: a) si alguien dice la verdad o miente; b) si sabe algo del asunto sobre el que está disertando; c) si es un farsante (no les quepa duda, por ejemplo, de que lo son cuantos sueltan la hueca cantilena de "los vascos y las vascas", "todos y todas" y demás redundancias supuestamente lisonjeras para una parte de la población; pero habría muchos más elementos para detectarlos); d) si esquiva la cuestión sobre la que se le inquiere; e) el grado de educación y de respeto del hablante hacia sus oyentes; f) si nos está tomando por personas normales o por idiotas; g) si tiene opinión sobre algo o ni puta idea de qué decir al respecto.
Hace unos meses me molesté en transcribir -había grabado las noticias- las primeras palabras de Begoña Lasagabaster, dirigente de Eusko Alkartasuna, sobre la declaración de alto el fuego permanente de ETA, y les juro que fueron estas: "Lo acogemos con alegría, con prudencia y con la responsabilidad que nos obliga a todos, esta puerta que al parecer se abre para proceder a realizar los pasos oportunos para que no se pueda volver a reproducir nunca más que los conflictos deriven en la utilización por parte de algunos en elementos o en estrategias violentas". Y se quedó tan ancha tras este huero trabalenguas, y ahí sigue en su puesto, y lo más probable es que en las próximas elecciones vuelva a salir elegida esta persona incapaz de decir nada con sentido, corrección ni coherencia tras una de las noticias más anheladas de los últimos decenios.
¿Qué nos ocurre con la lengua? Por una parte, ante el éxito de las ediciones de la Real Academia y otras, y en particular del Diccionario Panhispánico de Dudas (que en modo alguno ha arrumbado, sin embargo, el más antiguo y magnífico de Manuel Seco), uno diría que hay una preocupación creciente por hablar y escribir bien y saber qué puede y conviene decirse. Por otra, en cambio, resulta evidente que la lengua se va pareciendo cada vez más a un magma informe del cual se puede extraer cualquier combinación, que la mayoría encontrará aceptable -o indiferente- por disparatada, vacía o carente de sentido que sea. Hace unos días, en un artículo de este diario debido a un catedrático universitario (!), me topé con el tremendo palabro "multidisciplinariedad". No se molesten en contarlas, que ya lo he hecho yo: son veintiuna letras, nada menos, exactamente para decir nada, y además de manera fea. En el mencionado ejemplo de la dirigente Lasagabaster, fueron cincuenta y seis palabras impunes -un horrendo galimatías- para decir exactamente lo mismo: nada.
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