La literatura 'polaroid'
La figura y la escritura de Paul Auster pertenecen a los años finales del siglo XX y se adentran en el XXI con la intención de representar a un nuevo tipo de narrador. Hay que echar una mirada atrás para entender su aparición y su lugar en las letras norteamericanas. En términos muy generales, dos bandas de escritores se disputaban el territorio narrativo en los años sesenta y setenta. En los sesenta, un grupo de novelistas cargados de conciencia histórica y contemporáneos de John Fitzgerald Kennedy empezaron a narrar la relación entre vida privada y pública en Estados Unidos; es el lanzamiento de Philip Roth, Saul Bellow, Norman Mailer, Bernard Malamud o Jerzy Kosinski, todos ellos deudores de un modo u otro del Henry Roth de Llámalo sueño. Pero al mismo tiempo, una mezcla de absurdo, ciencia-ficción y experimentalismo sacó a la luz a otro grupo de escritores que serían llamados posmodernos; los encabezaba Thomas Pynchon junto a John Barth. Kurt Vonnegut, el Joseph Heller de Trampa 22, John Hawkes... Y se abrió una tercera vía, que mezclaba realidad y ficción, encabezada por el Truman Capote de A sangre fría; el Mailer de La canción del verdugo; el género llamado nuevo periodismo inaugurado por Tom Wolfe. Además, la experimentación se hizo a su vez más enérgica y difícil, con los libros de Robert Coover, Donald Barthelme o Don DeLillo... y al término de toda esta febril convivencia, cuyas derivaciones son muchas y abarcan toda clase de formas literarias, aparecieron en los años ochenta un grupo de jóvenes (Easton Ellis, Foster Wallace, McInnerney, etcétera) caracterizados por una simpleza disfrazada de modernidad de última generación y, en solitario, un tipo que se destacó inmediatamente: Paul Auster.
Lo primero que uno pensaría de Auster es que es lo que aquí conocemos como "un vivales". En principio, parecía adscribirse al género policiaco, pero el género policiaco lo utilizaron autores diversos para trascenderlo hacia nuevas posiciones literarias; lo hicieron Pynchon y Brautigan y Jerome Charyn, por ejemplo. Pero Auster se ciñó al guión y empezó a tratarlo desde adentro. Utilizaba tres elementos fundamentales: la anécdota, lo fantástico y la atmósfera. En cuanto a la anécdota, sus lectores lo convirtieron pronto en un defensor de la vuelta a relatar historias, es decir, argumentos dotados de intriga que se manifiestan como columna vertebral de la narración, que la dirigen y la organizan. El toque fantástico modulaba la acción; venía probablemente de un cierto tratamiento de lo grotesco al que no eran ajenos los posmodernos pero tampoco el gran descubrimiento que sostiene la mejor literatura de Philip Roth: la irrealidad de la vida real norteamericana. Ese punto de magia, de interés por extraer la fantasía de la realidad para hablar de ella como en espejo, es decir, de falta de miedo para forzar la expresividad de lo real sin apartarse de la realidad (que también hunde sus raíces en un cierto look cinematográfico), concede a Auster un margen de libertad en el tratamiento de sus historias que le singulariza inmediatamente. Y en cuanto a la atmósfera, es la suma de ese juego entre realidad y fantasía lo que crea una sensualidad, una emoción y un colorido marca de la casa que, curiosamente, es tan auténtica y tiene tal poder de convicción que incluso cuando la traslada a un lenguaje tan distinto como es el del cine funciona tan bien como lo demuestra su filme Lulu on the bridge. En realidad, Auster plantea un extraño equilibrio entre tradición y modernidad que, con una intriga convenientemente cultivada, lo convierte en lo que me atrevería a denominar un policiaco refinado.
"La ficción en Estados Unidos", dice el crítico Marc Chénetier, "no intenta ya formular el sueño, ni siquiera el sueño americano; pone al desnudo las formas mismas con las que esta ficción da forma y ordena el desorden informe". Pues bien, la de Paul Auster es una ficción con los pies en el género novela, que se apoya específicamente en el policiaco, que lo trasciende, que utiliza formas cinematográficas aplicadas a la escritura y que prima la composición sobre el personaje. No hay grandes personajes en sus novelas -grandes en el sentido clásico-, sino grandes composiciones, un conjunto final que resulta irresistible en sus mejores creaciones y que es el que le ha dado una gran cantidad de lectores en todo el mundo. Entre todas destacan la Trilogía de Nueva York, acertadamente rescatada y retraducida por Jorge Herralde en Anagrama (su editor habitual), que es mi favorita, y la no menos atractiva El palacio de la luna, que quizá sea la que mejor manifiesta y recoge la sustancia de su literatura.
Una literatura polaroid cuidada con un mimo exquisito, así es como yo la definiría, porque en su aire desenfadado, de apariencia urgente, casi improvisada, se reúnen con enorme habilidad numerosos hilos pescados al vuelo, desde esa real irrealidad de la vida americana que señalaba en Philip Roth hasta el juego imaginativo -que no la escritura- de un Coover. Auster es irregular, pero en sus mejores momentos es único. El poder del azar, la identidad, la figura del padre y la presencia de la ciudad son sus temas recurrentes.
Babelia
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