¿Tacaño o ahorrador?
Aunque no se le presta excesiva atención, existe una patología que induce a acumular dinero de forma compulsiva. Pero la frontera entre tomar la sana decisión de no gastar en exceso y lo maniático es difusa. Por eso, el diagnóstico no se basa tanto en cifras como en indicadores cualitativos del estilo de vida
Las manías que más han capturado la atención de economistas, sociólogos y psicólogos han sido las de los consumidores compulsivos o maniáticos del gasto: personas que precisan de asistencia externa (incluso de terapia) para no fundirse la nómina a los tres días de verla ingresada en su cuenta corriente. Sin embargo, no se ha prestado la misma atención a otra manía: la de ahorrar hasta convertirse en un tacaño redomado.
¿Por qué ha sido menos analizada? En primer lugar, porque gastar es más vistoso y llamativo que ahorrar. Lo primero se observa por acción, y lo segundo debe deducirse por omisión, lo cual es mucho más difícil. En segundo lugar, las manías por exceso de gasto son mucho más frecuentes que las de defecto. ¿Cómo vamos a encontrar muchos tacaños en España con lo difícil que es llegar a final de mes? En tercer lugar, se mira peor a uno que despilfarra que a un tacaño. Trabajar y ahorrar son valores bien vistos en la sociedad. Los economistas, a través de la tasa de ahorro de un país, realizan valoraciones acerca de la salud de una economía y sus posibilidades de acometer inversiones, motor fundamental de crecimiento.
Una vida sin gasto. Sin embargo, imaginemos a una persona en apariencia normal con empleo e ingresos recurrentes que jamás se va de vacaciones, si no es a casa de amigos y familiares; que apenas enciende la calefacción, incluso en los más crudos meses de invierno; que utiliza el móvil sólo para provocar llamadas perdidas y esperar a que sea el otro quien le llame; que puede dedicar media mañana a recuperar una injusta comisión bancaria de 50 céntimos (a pesar de que esa media mañana, trabajando, puede ingresar unas decenas de euros); que no sale a cenar ni al cine, si no es invitado; que en una hoja de cálculo (a la cual dedica casi una hora diaria) registra hasta los gastos más nimios y compara, mes a mes, si está logrando reducir su gasto mensual. ¿Estamos ante un tacaño o ante un ahorrador? ¿Cómo saber si la compulsión a no gastar es fruto de una sana decisión o se está rayando en lo maniático? ¿Dónde está la frontera?
Las diferencias. En principio, ahorrar debería ser una actividad con objeto. Es decir, cuando uno ahorra, lo hace con un objetivo concreto: para adquirir un coche o un piso, realizar un viaje En este caso, los comportamientos obsesivos hacia la restricción de gasto están plenamente justificados. Realizada la inversión o la adquisición, el sujeto ceja en su actividad ahorradora y pasa a comportarse como un individuo normal.
Se puede aducir que ahorrar también puede constituir un objeto en sí mismo. Se ahorra para la vejez, por si uno se queda sin empleo o por si sucede una catástrofe. ¿Puede en tales casos hablarse de tacañería? No, si la tasa de ahorro guarda una proporción acorde a los ingresos familiares. La siguiente pregunta es obligada: ¿qué significa acorde? ¿De cuánto estamos hablando?
El ahorro promedio de las familias españolas es próximo al 10% de la renta familiar disponible. Así que, ahorrando el 10% de lo que ingresa, no pueden acusarle de tacaño compulsivo.
Pero las medias son siempre engañosas. Un profesor de estadística decía que, si situamos a una persona estirada con su cabeza en un horno a 200 grados de temperatura y los pies en un congelador a 200 grados bajo cero y tomamos su temperatura en el medio de ambos extremos (por ejemplo, en la axila), puede que sea de 36,5 grados, pero el tipo está, sin duda, muerto. Y tenía razón: el 60% de las familias españolas (más de ocho millones) no ahorran nada o prácticamente nada al mes (la causa fundamental, la maldita hipoteca). Sólo el 34% de los hogares tienen posibilidad de ahorrar y sólo el 13% del total (1,9 millones de familias) ahorran más del 25% de lo que gastan. Sin duda, estos datos explican también el poco peso que se ha dado al estudio de los tacaños o ahorradores patológicos y, dicho sea de paso, deja como dudoso el criterio del 10% para considerarse un ahorrador normal.
De todos modos, los expertos no utilizan una cifra como medida de diagnóstico para distinguir al ahorrador del tacaño. Se fijan en una serie de indicadores cualitativos: el tacaño desconfía de los bancos y cajas de ahorro más allá de lo que se merecen. Son personas que esconden el dinero bajo una baldosa o en el interior de un tabique. Cada año aparece en las noticias de sociedad el hallazgo de una bolsa con varios millones de las antiguas pesetas escondidos en el piso de un jubilado que vivía solo en condiciones deplorables y a quien todos sus vecinos daban por arruinado. Otro de los síntomas del tacaño maniático es el estado de irritación en el cual se sume cuando su cuenta corriente baja más de lo debido y, por el contrario, la euforia que le causa comprobar que su cuenta sube unos míseros euros. Al ahorrador compulsivo le produce placer el propio hecho de ahorrar. No hay medida. Poco importa si esa persona podrá vivir de sus rentas todos los días que le queden de vida. La obsesión hace que el atesoramiento no sea nunca suficiente. El tacaño hallará explicaciones absolutamente justificables para seguir ahorrando (una noticia sobre un repunte de inflación puede ser suficiente para distorsionar por completo su percepción sobre la cantidad de dinero de que dispone).
Ahorro sano. Dicho esto y asumiendo que la mayoría no estamos en el grupo de los tacaños, debe decirse que ahorrar es, no sólo positivo para la economía de un país y las familias, sino fundamental. Lo que no se consume se ahorra, y lo que se ahorra, casi siempre, se invierte. La inversión es un tipo de aplicación de los recursos de un país que produce crecimiento en el medio y largo plazo. Una economía que invierte no sólo es menos dependiente del exterior y de la financiación, sino también mucho más capaz de generar crecimiento. Y en estos momentos, la tasa de ahorro de los españoles es preocupante, la más baja de los últimos cuarenta años. Vivimos por encima de nuestras posibilidades, gastando el dinero que no tenemos. Las tarjetas de crédito se han convertido en una especie de pelota financiera sin la cual muchas familias no podrían llegar a final de mes. Se estima que el 23% de los gastos de las familias españolas se financian con tarjetas. No hay más que ver el negocio redondo y creciente de las empresas privadas que, como setas, han aparecido recientemente en el formidable negocio de prestar dinero ahí donde el banco no llega por considerar excesivo el riesgo de morosidad. Por tanto, globalmente, nadie puede acusarnos de tacaños. Pero tampoco de ahorradores, vertiente sana de la avaricia.
Así pues, si llevó a su familia al cine esta semana o salió a cenar con su pareja, si no ordenó apagar las luces de las habitaciones encendidas más que lo justo, renovó sus camisas esta primavera, y aun así ahorró un buen dinerito, que nadie le acuse de tacaño, sino de contribuir a la salvación económica del país.
Agarrados desde la infancia
La tacañería como patología tiene su origen en nuestro pasado, tanto psicológico como económico. Según la Revista de Psiquiatría de Uruguay, "en la fase anal de la niñez, la sublimación de la tendencia a retener materias fecales produce la afición al dinero en forma de avaricia, tacañería o inclinación por los negocios". También se sabe que el pasado económico explica la afición al dinero. Cuando una persona ha sufrido una niñez de privaciones materiales se instalará en su ánimo una tendencia mucho mayor al ahorro y la previsión que en otra que vivió en un entorno de abundancia.
Fernando Trías de Bes es profesor de Esade, conferenciante y escritor.
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