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MANERAS DE VIVIR
Columna
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La mortífera soledad de Joyce Vincent

Rosa Montero

En 1980 viví durante seis meses en Tavistock, un pueblecito del suroeste de Inglaterra. En aquellos días, los británicos estaban haciendo una campaña en televisión para concienciar a los ciudadanos de la necesidad de cuidar a sus vecinos. Si a tu lado vive un anciano que está solo, explicaban los anuncios, comprueba que no se acumulan en su puerta las botellas de leche ni el correo y pasa de vez en cuando a ver si está bien. Eran unos consejos muy juiciosos, aunque la soledad social que evidenciaban me resultó chocante. Si necesitan hacer semejante campaña, me dije, es que aquí los viejos deben de morirse solos a mansalva. Es curioso, porque, por entonces, esa realidad atomizada me parecía relativamente rara en nuestro país. Ahora, tan sólo 26 años después, también los ancianos españoles aparecen muertos en sus casas con lastimosa frecuencia. Se diría que la desestructuración social y el individualismo han aumentado vertiginosamente en todas partes.

"Joyce Vincent permaneció muerta en su piso dos años sin que nadie la extrañara"

Vivimos en un mundo extraño y paradójico. Las nuevas tecnologías han facilitado la comunicación y han achicado el planeta de manera asombrosa. Hoy podemos conectarnos instantáneamente con un neozelandés, por ejemplo, y hacernos amigos íntimos de él a través de Internet aunque no nos hayamos visto jamás en persona. Pero, al mismo tiempo, es muy posible que no sepamos quién vive en el piso de encima del nuestro. O, a lo peor, quién muere allí, sobre nuestras cabezas, tras haberse pasado dos días tirado, octogenario e inerme, sobre las frías baldosas de su cuarto de baño.

Esta vorágine de soledad urbana, esta bárbara costumbre del desentendimiento crece cada día y devora más víctimas. El mes pasado leí en EL PAÍS una noticia escalofriante: una mujer permaneció muerta en su piso durante más de dos años sin que nadie la echara en falta. Sucedió en Londres y ni siquiera se trataba de una persona anciana, a quien es más fácil imaginar aislada. Pero no, nada de eso: la muerta sólo tenía cuarenta años. También tenía familia, en concreto hermanas, pero evidentemente no debían de hacerle mucho caso. Al parecer falleció por causas naturales: el cuerpo se encontraba vestido, a su lado había una bolsa de plástico con la compra, la televisión estaba encendida. Todo indica que murió a finales de 2003, y lo más desolador es que en la bolsa del supermercado también había unos cuantos regalos navideños. Que nunca llegaron a sus destinatarios y que nadie echó de menos. ¿Serían para sus hermanas? ¿O para la asociación de mujeres a la que acudió poco antes de morir, como víctima de la violencia doméstica? Lourdes Gómez, la autora del reportaje en EL PAÍS, cuenta que la asociación le facilitó un pequeño apartamento de protección oficial, pero se ve que después de eso se desentendieron de ella.

Tampoco se interesaron los vecinos, a los que ni siquiera preocupó el mal olor que se pudo percibir durante algunos meses. Ni que la televisión de la finada estuviera todo el rato puesta y atronando el vecindario, tanto de día como de madrugada. Todo esto, esta indiferencia ante las propias incomodidades, habla mucho de la poca calidad de vida de esa gente. Se trata de un bloque de viviendas económicas con doscientos inquilinos. Doscientas historias de marginación y soledad, probablemente. En cualquier caso, el cadáver sólo fue descubierto cuando el propietario del piso tiró la puerta, harto de no cobrar la renta desde el año 2003. Lo que quiere decir que la muerta sólo fue reclamada y recordada por el dinero, por el mercado. Sólo existía para alguien en tanto en cuanto debía algo.

Para ella, en cambio, sí que debían de existir otras personas. Regreso a la bolsa de la compra, al ambiente navideño y los obsequios festivos. Esos modestos regalos de Navidad, tan inútiles y desdeñados dentro de sus alegres envoltorios de colores, son de un patetismo casi insoportable. ¿De verdad que no hubo nadie que la echara de menos durante esos dos años? La mujer muerta se llamaba Joyce Vincent. La nombro para honrarla, para recordarla, para quererla un poco, para rescatarla siquiera por un momento de ese anonimato feroz y mortífero.

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