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Columna
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¿Multinacionales en Euskadi?

Uno transita por la prensa y recoge numerosos elogios a la enérgica energética política del presidente boliviano, Evo Morales, que nacionaliza los recursos naturales y promete una nueva era (bueno, la primera era) de prosperidad para Bolivia. Hay que respetar tanto entusiasmo (siquiera porque al presidente lo han elegido en las urnas), a pesar de que con él reviva una de las peores pesadillas de cierto pensamiento político: el odio a la empresa, un odio que se agranda a medida que la empresa también sea mayor.

La presencia en cualquier lugar del Tercer Mundo de un banco o de una petrolera parece un insultante ejemplo de explotación occidental. Es como si las empresas fueran organizaciones de bandoleros que esquilman territorios. Como contraste, se rememora la existencia de antiguos paraísos terrenales, donde florecían admirables modelos de propiedad colectiva y agricultura sostenible, que los europeos destruimos con nuestra codicia. Claro que esta imaginería tiene sus contradicciones. ¿Son tan odiosas las multinacionales? La respuesta es complicada, por lo menos a la vista del terror que despierta la mera posibilidad de que Mercedes o Volkswagen liquiden sus plantas de Vitoria o de Pamplona. Un escalofrío recorre las tierras alavesas y navarras cada vez que alguien menta esa posible evacuación. Del mismo modo, dudo que nadie se sienta muy irritado si IBM, Microsoft, Nokia o Renault deciden invertir por estos lares. El más mínimo indicio en ese sentido desencadenaría un impetuoso orgasmo político, que gracias a los medios alcanzaría los más recónditos puntos G del cuerpo empresarial y sindical.

A las multinacionales que operan en Bolivia les espera el atraco o la huida, y a nosotros, mentes avanzadas, esto nos hace mucha gracia. Otra cosa es esperar (prácticamente exigir) que a las multinacionales que invierten en Euskadi ni se les ocurra moverse hacia otro sitio. Nuestro universo moral es el siguiente: que se vayan las empresas de Bolivia, pero que ninguna se vaya hasta Eslovaquia. Vivan en Bolivia, con orgullo, los semblantes afilados de quechuas y aymarás (y los criollos radicales, como el vicepresidente García Linera, que a lo peor sigue gobernando más por criollo que por radical), y siéntanse al fin a salvo de las multinacionales, pero asumamos nosotros hasta las heces los dañinos efectos del atroz capitalismo: las facilidades crediticias, las vacaciones pagadas, el aire acondicionado, los supermercados, los gimnasios, la televisión por cable, el pollo a menos de tres euros, los cines y los teatros, los vuelos chárter, los contratos de seguros, las máquinas de refrescos, los aparcamientos subterráneos... ¡Capitalismo puro y duro! ¿Quién quiere vivir así? Asombrosamente, todo el mundo quiere vivir así. Basta comprobar la dirección en que se mueven los cayucos y las pateras. Y ello confirma cuál es la verdadera desigualdad que azota el mundo: la desigualdad con que se reparte la inversión de capital.

Dos grandes nacionalizaciones realizó Bolivia en el siglo XX. Ninguna de ellas la sacó del atraso. A mediados de siglo encaró una reforma agraria. Hoy más de la mitad de su agricultura aún es de autoconsumo. Pero los profetas no permiten que la realidad rebata sus adivinaciones. Se habla de la inversión de capital y de la economía de mercado como si fueran una maldición para los pueblos, pero los pueblos sometidos al sistema no parecemos del todo descontentos. Jaleamos el aplastamiento de las multinacionales en países atrasados pero, por si acaso, no nos aplicamos el cuento. Aquí cualquier ciudad de tamaño medio palidece ante la posible desaparición de su particular factoría alemana.

El presidente de Bolivia asfixia a las multinacionales pero los bolivianos, para pasmo de descreídos, emigran a aquellos países donde las multinacionales crecen como los hongos. Y deberíamos preguntarnos qué siniestra hipocresía nos lleva a pedir para los demás sistemas de gestión extravagantes, sin la más mínima intención de experimentar en propia carne sus presuntos beneficios.

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