Ayuda al frágil
Con la aprobación del proyecto de Ley de Autonomía Personal y Dependencia, España consigue llenar un vacío asistencial y ampliar decisivamente un sistema de bienestar social que se apoya en tres grandes ejes: la educación, la sanidad y las pensiones. Con el reconocimiento del derecho subjetivo, y por tanto exigible ante los tribunales, a recibir ayuda en caso de dependencia, España se equipara a los países más avanzados en prestaciones sociales. Es sin duda una de las iniciativas legislativas más importantes de los últimos años, con la que el partido del Gobierno cumple uno de sus compromisos más señeros.
Con la prolongación de la esperanza de vida y la estabilización como crónicas de enfermedades hasta hace poco causa de muerte prematura, ha aumentado drásticamente el número de personas dependientes de ayuda ajena para sus necesidades más elementales. Se da la paradoja de que un enfermo de Alzheimer o de Parkinson tiene bien cubierta la asistencia sanitaria de la enfermedad, pero carece de cobertura social, cuando en la mayor parte de los procesos incapacitantes, enfermedad y dependencia van de la mano y es difícil distinguir dónde comienza una y termina la otra.
Se estima que las personas que ahora nacen vivirán al final de su vida entre seis y diez años con algún grado de dependencia. Ahora hay en España 1,1 millones de personas dependientes. Cuando el Sistema Nacional de Dependencia esté plenamente operativo, en 2015, se estima que habrá ya 250.000 más. El compromiso financiero de aportar 25.000 millones de euros a partes iguales entre la Administración central y las autonómicas para el desarrollo de esta ley supone una buena base de partida, aunque habrá que comprobar si es o no suficiente, especialmente cuando se implante la medida contemplada en la ley de compensar económicamente a los cuidadores familiares.
El proyecto aprobado por el Gobierno incorpora las principales recomendaciones del Consejo Económico y Social y ha sido sensible a las críticas del Consejo de Estado. Pero persisten todavía algunas inconcreciones, entre ellas una muy importante: definir con precisión una cartera de servicios básicos a la dependencia que permita una aplicación equitativa de la ley en todas las comunidades autónomas. Las reticencias que algunas autonomías han mostrado frente al proyecto son razonables: no sería la primera vez que el Gobierno central se explaya legislativamente aprobando normas cuyos compromisos de pago deben luego asumir las comunidades. La correcta aplicación de esta ley exigirá que la cartera de servicios sea extensa y variada, pues la situación de dependencia de una persona evoluciona con el tiempo. Los mecanismos de cooperación entre las diferentes administraciones deben estar por ello engrasados.
Desde algunos sectores de afectados se ha criticado que la ley consagre un derecho universal a la asistencia, pero no su gratuidad. La lectura de la memoria económica permite calibrar la enorme dimensión de esta empresa. Se prevé que el erario público cubra dos terceras partes del coste. Los usuarios deberán aportar el otro tercio, pero eso no significa que todos los que reciban ayuda hayan de pagar ese tercio. Cada beneficiario pagará en función de su renta, de modo que si no tiene recursos, no pagará nada. Es un planteamiento equitativo que garantiza mayor extensión de las prestaciones y viabilidad a largo plazo.
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