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Reportaje:ARQUITECTURA

La España extravagante

Son casas de 'artistas' con un punto de locura y fantasía construidas por gente corriente que ha convertido sus viviendas en lugares singulares, a medio camino entre la escultura y el reciclaje. Un grupo de profesores universitarios han reunido en un libro los mejores ejemplos

Francisco del Río Cuenca posee una mirada candorosa y una sonrisa de inefable dulzura. Le gusta hablar de su infancia campesina, en los alrededores de su pueblo cordobés, Montoro, y de cómo adornaba las cruces de las procesiones mostrando así una temprana inclinación por las actividades artísticas. Era, según parece, una criatura ensimismada, un soñador. Nos cuenta su deficiente escolarización en un convento de frailes, que lo utilizaban como criado, y también los desmanes de la Guerra Civil, con los soldados del bando nacional apostados al otro lado del Guadalquivir, enfrente mismo de donde hizo, muchos años después, su extraordinaria Casa de las Conchas. Aquella morada no parecía al principio una cosa muy notable, pero el azar intervino para que acabara convirtiéndose en una insólita obra en proceso, tan candorosa como extravagante: un camión cargado de mejillones volcó cerca del pueblo, y Francisco decidió recuperar aquel material, abandonado en la cuneta, y empezó a pegar con cemento las conchas en distintos lugares de su vivienda.

Muchas de estas creaciones se sitúan a mitad de camino entre la escultura, o el ensamblaje, y la arquitectura
Trabaja en esta catedral sin planos, pues este antiguo fraile metido a arquitecto dice tenerlo todo en la cabeza
Más que 'art brut', algunas de estas construcciones son arte brutal español, hondo, desabrido y sincero

Primero decoró la fachada de la calle y el zaguán-recibidor desde el que se accede directamente al patio. Cuando dio por concluida esta parte ya habían pasado algunos años, y su pasión artística, reconocida y aceptada por los vecinos y familiares, continuaba cultivándose empleando las donaciones de conchas que le hacían los habitantes de Montoro. Cuando ya no hubo más espacio para decorar en sus paredes y pavimentos, continuó la tarea con un segundo patio y luego hizo lo mismo con un tercero, hasta alcanzar el límite legal de la propiedad privada. En los últimos años, convertido en una celebridad local, ha obtenido el permiso del ayuntamiento para trabajar en un cuarto espacio de propiedad pública, al borde mismo del terraplén acusadísimo del Guadalquivir. Lo que vemos en todos estos lugares son candorosas inscripciones familiares, animales varios (con preferencia por los pájaros y las mariposas, aunque también abundan los reptiles), piedras encontradas y alusiones religiosas. Una pequeña y muy cuidada selva de cactus, jazmines y otras plantas aromáticas confiere al conjunto un aire de paraíso perdido, como si fuera una ensoñación, más que la obra concreta de un ser de carne y hueso situada en un pueblo de la Andalucía profunda.

El autor de esta Casa de las Conchas puede considerarse muy representativo de una clase especial de artistas que, pese a no estar reconocidos como tales por la crítica y galerías y museos, exhiben en estado puro las pulsiones antropológicas de la creación. Se trata de seres poco condicionados por la formación académica (no es raro que sean semianalfabetos), que se dedican a la ejecución gratuita de alguna obra extraordinaria que nadie les ha encargado, siguiendo un impulso creativo tan inexplicable como irrefrenable. Nos ha costado mucho reconocerlos, diferenciándolos de otros creadores marginales (o marginalizados, por razones varias), y analizar sus obras para presentarlas en un trabajo de conjunto con más de sesenta casos procedentes de todos los ámbitos territoriales del Estado español. Como no había una terminología para designarlos, hemos inventado dos palabras compuestas: escultectos margivagantes. Aludimos con esto a la naturaleza híbrida de muchas de estas creaciones, situadas a mitad de camino entre la escultura (o el ensamblaje) y la arquitectura; a su condición marginal (los autores suelen tener escasos contactos con el mundo oficial del arte), se añade su rareza o extravagancia. Porque es evidente que sorprenden casi siempre al visitante. Destacan mucho en el medio físico en el que se sitúan. Es comprensible que otros estudiosos hayan etiquetado como fantásticas las obras de sus equivalentes extranjeros, y muy en especial las del padre fundador de esta modalidad creativa, el mítico cartero Cheval, tan reverenciado por los surrealistas (André Breton, Roberto Matta o Salvador Dalí fueron entusiastas admiradores de su Palais Ideal, en el pueblecito francés de Hauterives). Catorce profesionales de la historia del arte y de la arquitectura procedentes de una docena de universidades españolas han identificado y analizado todas estas obras en España. Ha sido una investigación compleja y emocionante que ha requerido la combinación de los métodos típicos de la crítica y de la historia del arte con los de la antropología cultural. (Escultecturas margivagantes. La arquitectura fantástica en España. Ediciones Siruela-Fundación Duques de Soria. Madrid, 2006).

Hay en este libro, claro está, un ensayo sobre Justo Gallego y su inmensa catedral de Mejorada del Campo (Madrid), muy famoso ya por haber protagonizado el anuncio televisivo de una marca de refrescos. También fue incluido este personaje por el famoso comisario suizo Harald Szeeman en algunas de las exposiciones internacionales de las que fue comisario antes de morir (como The real royal trip, en el MOMA de Nueva York y en el Museo Patio Herreriano de Valladolid, o La belleza del fracaso, en la Fundación Miró de Barcelona). Justo Gallego es un antiguo fraile exclaustrado que ha consagrado su vida a la construcción, en un solar de su propiedad, de una obra insólita y desmesurada, en honor de la Virgen del Pilar. Trabaja sin planos, pues, como él declara, todo lo tiene en su cabeza. En la construcción emplea muchos materiales de desecho, y así es como nos ofrece, sin querer, el paradigma moral para un mundo que debería evitar el derroche y ser autosostenible.

Trabajos como éste nos plantean la difícil cuestión de las filiaciones estilísticas y de los préstamos formales. Porque vivir al margen del sistema del arte no significa que tales creaciones hayan surgido en un vacío cultural absoluto. No es raro, por otra parte, que artistas profesionales se hayan comportado como verdaderos escultectos margivagantes. Dalí fue uno de ellos. Sus intervenciones arquitectónicas (sobre todo en Port Lligat, Girona) obedecieron al capricho personal y satisfacían todos los requerimientos de lo fantástico. Se recogen en este libro varios ejemplos parecidos, como los de César Manrique o Wolf Vostell. El caso es que parece haber algunos modelos especialmente prestigiosos, como Antoni Gaudí, cuya presencia latente se detecta en numerosas obras ejecutadas en distintos momentos y lugares. El trencadís (trozos irregulares de cerámica partida adheridos a la superficie del muro) es muy abundante, pero también hay construcciones gaudirreoides completas, como las del Capricho de Cotrina (Badajoz) o el estudio que el enigmático pintor Joan Miró Cuart se construyó sobre un tejado en el centro urbano de Pollença (Mallorca). Se trata de un delirio orgánico, como si fuera la concretización arquitectónica de masas vegetales o de sueños infantiles. Esta obra contravenía la normativa municipal de edificación, pero la desaparición misteriosa del pintor ha impedido que pueda cumplirse la orden de demolición.

En la órbita de Gaudí está también el taller-museo de Carlos Salazar Gutiérrez (conocido como Salaguti) en Sasamón (Burgos), una extraordinaria construcción circular que este artista se construyó a fines de los años setenta. Tiene dos pisos en el interior, con una interesante iluminación cenital que recuerda, salvando muchas distancias, a la del Panteón de Roma. El exterior es una potente masa escultórica, con grandes bloques prismáticos de hormigón, y una gran cara, de unos cuatro metros de altura, que es el autorretrato del autor. A la cúpula principal, perforada hacia el exterior por una multitud de agujeros ovoides, se le adhieren otras protuberancias irregulares, todo lo cual crea un conjunto plástico de una indudable personalidad. Salaguti parece cultivar el mito del artista solitario en su páramo remoto. Aunque se muestra muy reticente a reconocer la influencia de otros creadores, es difícil no pensar, viendo su obra, en algunos ecos estilísticos: además de Gaudí, recuerda a la arquitectura blanda de Salvador Dalí, tal como se visualizó en algunos cuadros de 1929 (como El enigma del deseo). Nos encontramos, pues, ante un margivagante surrealizante, lo cual es muy obvio cuando contemplamos las pinturas y esculturas que tiene expuestas en esta casa-museo en Sasamón (Burgos).

Algo de eso hay también, aunque con muchas referencias a la cultura pop de los años sesenta, en el Monumento a los Ojos, situado en las afueras de Ambite (Madrid). Su promotor intelectual y económico fue un diletante llamado Federico Díaz Falcón, heredero de una estimable fortuna, que consagró su vida a viajar, escribir libros curiosos y a promover empresas inusuales como la que nos interesa comentar ahora. Se trata de tres construcciones, a modo de espadañas exentas, perforadas por vanos con arcos de medio punto, y decoradas con una multitud de azulejos con imágenes e inscripciones donde se glosa la importancia y el papel cultural de los ojos. El tono es jocoso, con abundantes moralejas, refranes y acertijos. Federico Díaz concibió en solitario todo el programa iconográfico, pero la ejecución de estos recuadros cerámicos corrió a cargo de varios artesanos, destacando el trabajo de Rafael García Bodas, pintor y ceramista de Talavera.

Y en las antípodas de este Federico Díaz Falcón, sofisticado, rico y culto, podríamos situar al albañil Julio Basanta, que se ha construido en Épila (Zaragoza) una casa "de fin de semana" que pone los pelos de punta a los visitantes poco avisados. El autor se refiere a ella como sus "castillicos", lo cual no es incorrecto, pues se trata de tres estructuras separadas y coronadas por unas almenas que remiten a la arquitectura militar medieval. Unos grandes mastines se mueven libremente entre estas construcciones y la valla que cierra el conjunto. Pero lo más sorprendente es la proliferación de esculturas, intensamente expresionistas, que pueblan la entrada y las alturas de la propiedad. Representan a seres enigmáticos y terroríficos: demonios y sayones, reptiles o seres simplemente monstruosos. Algunos llevan cruces, como uno cuyo cuerpo es un ataúd. Las caras están deformadas, y todo el conjunto, embadurnado con pintura industrial, es estridente y áspero. Más que art brut, en el sentido que tenía esta expresión para el artista francés Jean Dubuffet, esta cosa de Épila es "arte brutal" al modo español (o aragonés), hondo, desabrido y sincero. Es tentador ver en todo ello el reflejo de una vida muy dura, pues la familia de este albañil fue abandonada por su padre cuando Julio era muy pequeño, y tanto su hermano Vicente como su único hijo varón, Moisés, murieron a manos de la policía, sin que ambos fallecimientos se hayan esclarecido todavía.

Pero al margen de estas circunstancias no debemos menospreciar el valor intrínseco de un talento artístico primordial que se resiste a la domesticación crítica y la desactivación que supone siempre toda tentativa de recuperación cultural. La mejor lección, en fin, de los escultectos margivagantes es que el impulso creador sobrevive a la represión, y soporta bien las distintas formas de la adversidad.

'España fantástica. Escultecturas margivagantes', publicado por ediciones Siruela, se pone a la venta el próximo martes.

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