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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Que dure

El proyecto de nuevo Estatuto de Cataluña fue aprobado ayer por mayoría absoluta (54% de los diputados) en el pleno del Congreso. Aunque falta el trámite del Senado, el texto votado ayer es básicamente el que será sometido a referéndum en Cataluña. Se trata de una reforma en profundidad, que amplía el articulado, aumenta las competencias e introduce mecanismos de garantía frente a eventuales recortes por la vía de la legislación estatal. Supone, por tanto, una importante ampliación, cuantitativa y cualitativa, del autogobierno, aunque suprima o corrija bastantes artículos del anteproyecto salido del Parlamento catalán.

El PP ha mantenido hasta el final su discurso de rechazo frontal, y ha votado en contra con el argumento de que es una reforma encubierta de la Constitución que liquida el modelo autonómico. Para ello ha ignorado las enmiendas de gran calado que se han introducido durante la tramitación en el Congreso. Rajoy reprochó ayer a Zapatero haberse desentendido de la interpretación que los nacionalistas están haciendo de aspectos esenciales del Estatuto; sin embargo, el PP está avalando esa interpretación interesada cuando afirma, para cargar las tintas, que el texto reconoce a Cataluña como nación: algo que resulta muy forzado predicar del texto en su redacción actual. La credibilidad de las críticas del PP se ve muy menguada por su sesgo demagógico, que incluye la iniciativa populista de recoger firmas en favor de un referéndum en toda España: algo que rompe la lógica constitucional de que los Estatutos son acuerdos pactados entre los Parlamentos autónomos y las Cortes Generales.

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Por la razón inversa han votado en contra los diputados de Esquerra Republicana (ERC). Un exceso de ideologismo les llevó a proclamar que Madrid debía limitarse a convalidar lo que Cataluña había aprobado, ignorando la otra cara del autonomismo (y del federalismo): el papel de las instituciones comunes, incluso como garantía del autogobierno. Es posible que ERC invoque criterios soberanistas para intentar el salto mortal de votar no en Madrid y propugnar el sí en el referéndum; por la muy pragmática razón de intentar seguir en el Govern, algo impensable si mantuviera hasta el final su rechazo al Estatuto.

La idea de que era necesario exigir lo máximo para garantizar lo mínimo necesario, defendida en su momento incluso por sectores del PSC, se ha revelado negativa. Somete la política autonómica a tensiones peligrosas y porque el Estatuto será más fuerte cuanto mayor sea el consenso en el conjunto de España (y de sus autonomías). También es discutible la teoría de que la distancia entre el texto llegado de Cataluña y el finalmente aprobado favorece el cuestionamiento del nuevo Estatuto desde su nacimiento. Por una parte, ello habría ocurrido de todas formas en el caso de las formaciones independentistas, como ERC; por otra, Duran Lleida rechazó ayer la posibilidad de someter a la autonomía a tensiones reformistas "cada dos por tres". Más sentido tiene la crítica de que las numerosas ambigüedades del texto, agravadas por una prosa torturada, auguran una fuerte litigiosidad. Pero eso forma parte del paisaje autonómico.

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