Vindicación del chisme
Ninguno de ustedes se acordará ya -ni falta que hace-, pero un par de semanas atrás les contaba yo en esta columna una anécdota de John Wayne que, en mi opinión, revelaba más acerca de John Wayne que cien biografías de John Wayne, y que revelaba más acerca de la historia del western que cien tratados sobre el western. Apenas terminé de escribir la columna leí que, en una biografía de Francesc Pujols (uno de esos desdichados escritores cuya leyenda supera con mucho a su obra, y con razón, pues suya es por ejemplo esta frase inmortal: "Algún día los catalanes iremos por el mundo y lo tendremos todo pagado"), Josep Pla afirmaba: "En el enorme misterio oscuro de la masa humana, la anécdota es la única grieta de la psicología real. Todo lo demás es cosa de laboratorio, de conejos y de ratas". La observación es exactísima, y la anécdota de Wayne -que demostraba que por lo menos al final de su vida John Wayne era un loco que se creía John Wayne- no hace sino confirmar su exactitud. Por eso es chocante que tantos graves doctores y espíritus virtuosos hayan proclamado desde siempre su desprecio o su recelo ante la anécdota. O quizá es ante el chisme. O quizá es ante el cotilleo. La Real Academia declara sinónimos la palabra chisme y la palabra cotilleo; no sé: puede que un cotilleo sea "una noticia verdadera o falsa con que se pretende indisponer a unas personas con otras o se murmura de alguna", pero ni el chisme ni la anécdota tienen por qué compartir ese ánimo difamatorio; más bien son, por el contrario, relatos breves de hechos en sí mismos extraordinarios o que atañen a personas extraordinarias y que, en el peor de los casos, divierten o entretienen, y en el mejor permiten comprender que ignorábamos lo que creíamos comprender. Su valor de penetración moral y psicológico es incalculable; nadie lo ha advertido mejor que Marcel Proust -no por nada uno de los maestros de Pla-: para él, el chisme (o la anécdota) "impide que la atención se adormezca sobre la visión falsa que tiene de lo que cree que son las cosas y que sólo es su apariencia, y, con la destreza de un filósofo idealista, da la vuelta a esa apariencia y nos presenta rápidamente un aspecto insospechado del revés de la trama". En suma: no hay espanto comparable a conversar con un cotilla, ni bendición comparable a conversar con un buen contador de anécdotas.
Los detractores del chisme son los mismos graves doctores y espíritus virtuosos que alardean de no contar chistes, de no leer novelas, de no ver películas; es natural: una película o una novela no son sino chismes (o chistes) prolongados y dignificados por la letra impresa o por el celuloide. Edgardo Cozarinsky, un novelista y cineasta y excelente contador de chismes y chistes cuya obra supera a su leyenda, acaba de publicar un libro que les irritará mucho. Se titula Museo del chisme, y en él define su naturaleza y argumenta con convicción que el chisme constituye el carburante de la mejor tradición novelística -de Cervantes a Balzac-; que James y Proust lo canonizan, convirtiéndolo en un método y reconociendo en su aparente trivialidad la clave de todo conocimiento, y que Borges lo transmuta en clave de esa renovación de la narrativa que se ha dado en llamar posmodernidad. Cozarinsky compila también una memorable antología de chismes. No es casualidad que varios de ellos se los debamos al talento incomparable de Chamfort -otro maestro de Pla-, quien reunió en sus Caracteres y anécdotas lo mejor de su ingenio, y quien, reaccionario para los revolucionarios y revolucionario para los reaccionarios, el 15 de noviembre de 1793, ante la amenaza de ser confinado de nuevo en prisión por el terror jacobino que asolaba Francia, después de tratar de suicidarse estuvo a punto de que su leyenda superara a su obra cuando alegó como causa de su dramática decisión ante el médico que lo atendía: "No quiero volver a un lugar donde debo hacer mis necesidades ante un público numeroso" (un colega de Chamfort, bibliotecario como él, consiguió en cambio pasar a la historia gracias a la siguiente queja susurrada junto al moribundo: "Mr. de Chamfort no debe de haber leído mi opúsculo contra el suicidio, donde demuestro "). También debemos a Chamfort dos anécdotas que valen por cien tratados sobre la naturaleza del Antiguo Régimen. La hija de Luis XV jugaba con una sirvienta; de pronto le tomó la mano y observó, incrédula: "¿Cómo? ¿Tienes cinco dedos, igual que yo?". Lord Hamilton, personaje brutal y distraído, mató de un golpe al chico que le servía en una posada. Iba a retirarse a sus habitaciones cuando el posadero, alarmado, lo detuvo: "Disculpe, milord, pero ha matado usted a un sirviente". Entre dos bostezos, antes de proseguir su camino, el noble masculló: "¡Póngalo en la cuenta!". El chisme no busca la difamación, pero la realidad casi nunca es compasiva con quienes la padecemos. Entre las muertes por gula que coronaron la vida de ilustres intelectuales, Cozarinsky recuerda la del gran poeta católico Paul Claudel, quien en el último momento estuvo a punto de arruinar una vida consagrada virtuosamente al trabajo y la oración y verosímilmente huérfana de chismes; parece que sus últimas y desdichadas palabras fueron: "¿Qué opina, doctor? ¿Habrá sido el salchichón?".
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