El emperador que quiso ser inmortal
Qin Shihuang unificó China y emprendió la construcción de la Gran Muralla. El primer emperador chino fue un tirano malvado que persiguió a los intelectuales, dictó leyes injustas y en su megalomanía feroz quiso ser enterrado como un faraón con su ejército de guerreros de Xi'an. Siglos después, Mao revalorizó su figura.
Hay personajes a los que la historia parece haber jugado una mala pasada ya desde su descripción física, y Qin Shihuang es uno de ellos: "Como hombre, el rey de Qin es de napia ganchuda, ojos en exceso alargados, pechera de ave de rapiña y voz de chacal. Bondad tiene muy poca, y su corazón es como el de un tigre o el de un lobo. Cuando las cosas le van mal, le es fácil aparentar someterse a los otros; pero si se sale con la suya, le costará muy poco comerse a los hombres".
Ésta es la poco favorecedora imagen que nos ha quedado del artífice de la Gran Muralla y de los guerreros de Xi'an. Más conocido como "el primer emperador", Qin Shihuang es el impulsor de obras que el imaginario occidental asocia a la China más pujante y misteriosa. Sus realizaciones son considerables, entre ellas levantar una notable arquitectura política al unificar China en el siglo III antes de Cristo (tras 200 años de disgregación en varios reinos), así como dar un paso decisivo para la cultura de su país al estandarizar su escritura de caracteres. Una hoja de servicios intachable de efectos más duraderos que la del propio Alejandro Magno, de cuya existencia apenas le separó un siglo. Pero el pueblo chino y los historiadores condenaron a Qin Shihuang. Y lo cierto es que encontraron buenos motivos para hacerlo. Quienes le sobrevivieron abominaron de sus megalómanas obras y se deshicieron pronto de su sucesor; por su parte, los letrados encargados de escribir su biografía siglos después no perdonaron que purgara sin contemplaciones a los intelectuales y quemara multitud de obras clásicas, en un auténtico Fahrenheit 451 avant la lettre. El primer emperador fue, pues, doblemente malvado.
Quemó libros y enterró vivos a 460 intelectuales disidentes
"Sólo el gobernante debe poseer el poder, manejándolo como el rayo o el trueno". La vida y el gobierno del primer emperador pueden ser presididos por esta máxima de uno de sus filósofos preferidos, Han Fei, defensor de que el interés del Estado es el fin primordial de la política.
El poder lo consigue Qin Shihuang sobreponiéndose a una infancia poco alentadora que le marca a fuego. Nace en cautividad mientras su padre, el príncipe Yiren, uno de los muchos hijos del rey de Qin (país en el oeste del mundo chino), es rehén en el vecino reino de Zhao (en el norte) como parte de un intercambio de prisioneros nobles destinado a mantener la paz entre ambos. Su madre es la anterior concubina del comerciante más poderoso de la época, el traficante de mercaderías preciosas Lü Buwei. Éste se la cede a Yiren en un pacto de sangre político, en virtud del cual ambos maniobran en secreto para que el padre de Qin Shihuang acceda al trono al imponerse a la competencia de la pléyade de hermanos que le preceden, con el compromiso de que Lü Buwei se convierta en su mano derecha en el gobierno. La operación se salda con éxito, pero al pequeño Qin le costará el ser tachado de presunto hijo del mercader (una clase denostada socialmente en la China de la época).
Esta filiación dudosa desempeñará un importante papel político cuando su padre muera prematuramente. Con sólo 13 años sube al trono, aunque su minoría de edad le deja en manos de la tutela de su madre y de Lü Buwei, convertido en gran canciller y hombre fuerte del país. Estos dos personajes reemprenden sus relaciones amorosas procurando que el joven rey no se entere. Pero pronto Lü Buwei decide que es más prudente mantenerse en segundo plano y proporciona un nuevo amante a la reina, un cortesano al que las crónicas definen como "poseedor de un gran órgano sexual", y que pasará a la historia con el inequívoco nombre de Lao Ai (Lujurioso Delito). El nuevo favorito intenta ascender de la cama al trono.
En medio de un letal entorno palaciego destinado a devorar al aprendiz de rey, éste sobrevive disimulando sus sentimientos mientras espera con paciencia afilando las garras para no perecer. Ausente la pedagógica figura de su padre y ocupada su madre en otros menesteres, anidan en él el desapego hacia cualquier ser querido y la desconfianza.
En 238 antes de Cristo, un cometa recorre el cielo de China de parte a parte, y este augurio no pasa inadvertido al rey, que cumple 21 años y se ciñe la diadema y la espada que señalan oficialmente su mayoría de edad. La espada no va a tardar mucho en ser utilizada, para actuar contra Lao Ai. En la capital, Xianyang, el ejército del cortesano rebelde es derrotado y Qin Shihuang se muestra implacable: le decapita a él y a todos los líderes sediciosos, sus cabezas son clavadas en picas y sus cuerpos descuartizados por carros de batalla hasta separar las extremidades del cuerpo. Pero no acaba ahí el castigo: todos los parientes consanguíneos de los líderes rebeldes son ejecutados, lo que incluye a los dos niños que su madre ha concebido con su amante.
Tras asegurarse las riendas del poder, Qin Shihuang elige gobernar siguiendo los principios políticos de los pragmáticos filósofos legistas como Han Fei, de signo opuesto al humanismo confuciano. Es la ideología más útil para la conquista de sus vecinos. "Un momento como éste sólo se presenta una vez cada diez mil generaciones", le dice su principal consejero, otro taimado filósofo llamado Li Si. Los primeros ataques los lanza Qin Shihuang contra el Estado donde pasó su niñez, Zhao, y sorprenden a los otros territorios que conforman el mosaico de la China de la época, agotados todos ellos por las guerras fronterizas. El reino de Qin, por su parte, vive en un estado de movilización permanente. En este tiempo, Qin Shihuang combina la estrategia con el soborno, y aprende que, allá donde no alcanza la espada, casi siempre lo hace el oro. Lenta pero inexorablemente va haciéndose con los reinos enemigos, a veces derrotando a sus generales, a veces comprando a sus ministros. Su trayectoria es implacable, y no faltan los daños colaterales: mal aconsejado, deja morir a su filósofo favorito, Han Fei, caído en desgracia por las insidias del envidioso Li Si.
Su trayectoria invencible en los campos de batalla es también el heraldo de un nuevo tiempo, en el que la vieja aristocracia caballeresca, al servicio de los reyezuelos, ve llegado su fin ante ejércitos más modernos. Por eso, en 227 antes de Cristo, un caballero de uno de los últimos reinos sin conquistar (Yan, que comprendía la actual Pekín) emprende un arriesgado intento de acabar con la vida de Qin Shihuang. La historia del emperador y su asesino es una de las grandes épicas de la antigua China. Jing Ke, que así se llama el caballero, tan diestro con la espada como aficionado a la botella, emprende el camino acompañado de un joven guerrero y de un juglar errante. Los tres se plantan ante el rey de Qin con el pretexto de ser emisarios de Yan y ofrendarle un territorio como tributo. Al ser desplegado el mapa que le ha de mostrar su nueva posesión, oculta una daga. El chico, encargado de ejecutar el golpe, vacila impresionado ante la solemnidad de la corte y de su rey, y es el propio Jing Ke quien intenta acuchillarle. Pero éste, reflejos de tigre, retrocede a tiempo y evita la estocada mortal. El asesino vuelve a intentarlo, pero Qin, en un juego de gato y ratón no demasiado honorable ante todo el palacio, evita todos sus golpes. Al final, Jing Ke es rodeado por los cortesanos y linchado.
El intento de atentado acrecienta los deseos de venganza y conquista del rey, quien, seis años después, completa su victoriosa campaña. Embebecido de su propia gloria decide que sus méritos exceden a los de los monarcas de la época y merecen que se autoproclame emperador con un título dinástico nunca utilizado hasta entonces: se autocorona como primer soberano emperador de Qin (Qin Shihuang-di o, como se le ha conocido más sucintamente, Qin Shihuang).
Para el tigre llega el momento de esconder las garras. Es el primero en darse cuenta de que el tiempo de batallas toca a su fin y se concentra en la reforma política. Con ayuda de su consejero Li Si emprende un programa de actuaciones notables que da entidad a un país donde antes sólo había reinos a la greña. Al suprimir los feudos hereditarios despoja de poder efectivo a la aristocracia, acostumbrada a manejar como títeres a los reyes de anteriores dinastías. Sin embargo, ya entonces hay dos Qin Shihuang que conviven en un difícil equilibrio: uno es el político despierto, atento e innovador, capaz de mantener cohesionado el imperio mientras acomete su agresivo programa de reformas; el otro es el hombre temeroso del futuro que consulta magos y busca el elixir de la inmortalidad.
En efecto, el primer emperador es un ser atribulado ante la muerte, y la presencia de magos que le tranquilizan con una jerga seudotaoísta es habitual en su corte. La muestra principal de sus preocupaciones ultraterrenas es la dedicación a su tumba, iniciada, como los faraones, en el mismo momento de subir al trono. Los trabajos para completarla se prolongarán 40 años, hasta después de su fallecimiento. Un día, su gran canciller, que supervisa las obras, le envía un mensaje: "Yo, su servidor, Li Si, con 720.000 trabajadores alcanzamos tal profundidad que ya no se enciende el fuego. Las rocas se oyen huecas. Parece que llegamos hasta el final de la Tierra. Ya no podemos más". La contestación de Qin Shihuang es tan escueta como implacable: "Si habéis llegado hasta el final de la Tierra, entonces ¿por qué no ampliarla?".
Pero hay más trabajos mastodónticos que ocupan la mente del emperador y los brazos de su pueblo. Algunos tienen una justificación política, pero resultan tremendamente impopulares. Es el caso de la Gran Muralla, una "maravilla del mundo" admirada por los occidentales desde la llegada a China de los primeros misioneros jesuitas, pero odiada por los miles de soldados y de presos convictos obligados a levantarla (más de 300.000) y por sus familiares y descendientes. Más difíciles de entender resultan otros proyectos, como los complejos palaciegos que Qin Shihuang ordena levantar en torno a Xianyang, uniendo sus 277 palacios y torres al modo de una constelación. En su interior se refugia el Hijo del Cielo (como también se le llama) con la voluntad de ser cada vez más inaccesible, incluso para sus propios ministros. Quizá quisiera simplemente alejarse de los asuntos del día a día, pero su retiro es aprovechado por sus críticos para denunciar su deriva esotérica. Entre sus órdenes más sorprendentes está la de enviar un barco cargado de jóvenes hacia el Sol Naciente, donde le han dicho que habitan los inmortales, a la busca del deseado elixir.
En 212 antes de Cristo se ve obligado a volver a inmiscuirse en los asuntos más llanos del gobierno ante el intento de algunos ministros de restaurar el feudalismo. La rivalidad entre Li Si, artífice del reformismo, y los altos funcionarios provenientes de los reinos del este, más apegados a las enseñanzas confucianas y al modelo aristocrático, es resuelta por el emperador con la quema de los libros clásicos disidentes y la condena a muerte de 460 intelectuales, enterrados vivos: "Los he cubierto de honores y regalos sustanciosos y ahora maldicen de mí y me acusan de tener poca virtud", afirma enfadado. Hay protestas, entre ellas las de su heredero, pero el emperador está harto de críticas y le destierra a los confines del norte a supervisar los trabajos de la Gran Muralla.
Dos años más tarde, el primer emperador se encuentra en el este del país a la vuelta de uno de sus viajes destinados a asentar el nuevo orden político, en el que le acompaña su hijo pequeño, Ershi. Un periplo que también le ha servido para encontrarse con magos que le informan de los progresos en encontrar el elixir que le hará inmortal. Para entonces ya sabe que su barco de jóvenes buscadores de la droga mágica ha sido un fracaso. Nunca regresó. Los magos se excusan diciendo que un gran pez les impide el paso hacia el paraíso de los inmortales. El propio emperador decide embarcarse para avistarlo en persona. En alta mar enferma y emprende precipitadamente el camino de vuelta a Qin, durante el cual morirá (210 antes de Cristo). Ershi traicionará el testamento de su padre para alzarse él al trono -en lugar de su desterrado hermano mayor- con ayuda de los consejeros palaciegos más ambiciosos. La lucha interna por el poder facilitará la caída de la dinastía en tan sólo cuatro años. En el exterior, todo lo que ha construido Qin Shihuang se derrumba, pero el emperador no lo llega a ver: su fastuoso mundo de ultratumba, con los 7.000 guerreros de terracota protegiéndole, se mantendrá intacto durante dos mil años.
Podemos decir que en 1973, dos milenios después de morir, el primer emperador resucita con todas las de la ley. Ese año estalla el conflicto en el seno del Partido Comunista Chino. Las críticas a Mao arrecian, y uno de los argumentos que más molestan al Gran Timonel es el siguiente: "Mao es el mayor déspota feudal en la historia de China, que viste las ropas del marxismo-lenilismo, pero impone las leyes de Qin Shihuang". La comparación es poco menos que tratarlo de tirano. El primer emperador vuelve al centro de la escena.
La propaganda maoísta decide darle la vuelta a la situación y recupera entonces a Qin Shihuang como ejemplo de modernización en su época: se elogia su unificación de China bajo un solo imperio y la organización de un sistema fuertemente centralizado en detrimento de los "estados ducales". La quema de los clásicos y el enterramiento de centenares de intelectuales -dos medidas condenadas durante siglos por la historiografía y la memoria popular chinas- son reafirmadas por los voceros de Mao como decisiones progresistas. ¿Qué hay de censurable en la condena a unos cuantos pensadores conservadores desde el punto de vista de quienes acababan de realizar la Revolución Cultural, una de las más salvajes purgas políticas de la historia contemporánea?
Al año siguiente (1974), unos campesinos que buscan un pozo de agua desentierran los primeros guerreros de Xi'an. El mundo de la arqueología se conmociona ante la aparición de un complejo funerario comparable al de los faraones y se pregunta por el poder del emperador que lo hizo posible. La sombra de Qin Shihuang, desde entonces, ya no desaparecerá de la escena china, y hoy se puede rastrear la reivindicación de su figura por parte del nacionalismo más expansionista (y quizá amenazante). El emperador ha conseguido, al fin, la inmortalidad.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.