La memoria y las víctimas
Se trata de una obra escultórica que sólo puede contemplarse con respeto. El monumento a las víctimas del franquismo, obra de Néstor Basterretxea, se alza desde hace pocos días en un parque del centro de Bilbao. El acto inaugural quedó deslucido debido a la lluvia, pero hay que suponer que no por ello fue menos emotivo. Las cámaras dieron testimonio de la asistencia de muchos ancianos y ancianas, hombres y mujeres que mostraban rostros compungidos, emocionados. En sus ojos cansados asomaba algo muy hondo.
Acaso algo tan hondo que ni siquiera la condición de víctima del franquismo logrará nunca emular. Hay que decirlo con respeto (con todo el respeto que merecen como víctimas, con el mismo respeto que merecen otras víctimas, tantas víctimas, todas las víctimas, sin faltar ninguna de ellas), y sin ánimo de frivolizar, ni transgredir, ni provocar, pero ser ahora "víctima del franquismo" poco tiene que ver con el pasado y mucho (demasiado) con la aciaga actualidad. Más de treinta años han pasado desde la muerte del dictador (casi tantos como los que duró su dictadura) y parece que ser víctima del franquismo se ha convertido en algo sobrevenido. El mismo concepto "víctima del franquismo" tiene algo de efecto retardado, de reflujo, de contrarréplica. Como en otras categorías de víctimas, el concepto se enturbia con las lacras que contaminan nuestro presente, lleno de bandas, partidos y camarillas. Algo asoma en la reedición de aquellos años que casa mal con el silencio de los muertos, ese silencio que acaso ellos nos exigen desde lejos.
En nuestra sociedad hay verdadero pavor al silencio, como si la ética civil no supiera qué hacer con el recogimiento, con la coherencia de las gargantas anudadas, con el sigilo de los que sufren sin mediar convocatoria de prensa. Ahora, por ejemplo, se aplaude a los féretros. También en la definición causal de las víctimas (del franquismo, de cualquier otra entidad) aflora la toma de partido, el ánimo de trazar líneas divisorias, línea que alcanzan el más allá y llegan a encrespar los cementerios. De qué sirve encrespar a los muertos. Seguro que entre aquellos homenajeados hubo valerosos antifascistas, pero también seres inocentes, y seres viles, y seres vulgarmente neutrales, incluso adversarios caídos por la equivocación del fuego amigo.
Mi abuelo fue una víctima de aquello, una víctima menor. Padeció una denuncia ignominiosa y luego años de extrañamiento. El pueblo donde vivía estaba lleno de carlistas que sin duda se cobraron lo suyo cuando regresaron triunfantes. Pero antes, éstos y otros tuvieron sus bajas, sus detenciones nocturnas, sus asesinados, sus trágicas viudas de menos de treinta años. No son un secreto los asaltos populares a cárceles y barcos-prisión llenos de detenidos, que escribieron la página más indigna de la autonomía vasca de 1936. Eso por no hablar de una República que, más allá de Euskadi, asesinó con el mismo ímpetu a monjas y a trotskistas. Habría que pensar también en todas esas personas violentamente borradas de la tierra. ¿No merecen su monumento? ¿Quién supone que su dolor es menor al de los otros? ¿Cuál es el baldón que supone morir, a cuenta de los caprichos de la historia, en el bando equivocado? ¿Por qué convertir ahora a ciertas víctimas en víctimas sin nombre cuando el régimen, el nuevo régimen, no las bendice con su manto protector, su imaginería civil, su laico ritual?
En otro tiempo las plazas de este país estaban llenas de monolitos en memoria de los denominados "mártires de la cruzada". También entonces alguien decidió que aquellas eran las verdaderas víctimas, las mejores, quizás las únicas. Y por eso exuda algo de resquemor este nuevo monumento, erigido a la contra. Parece ser la maldición de este país: víctimas y verdugos, o verdugos y víctimas. Respeto sí, pero escasa emoción ante nuevos monumentos divisorios, ante nuevas equivocaciones perpetradas en piedra o en acero. Qué ganas de atormentar la memoria de los muertos. Y qué cruel modo de augurar que también ahora, entre adversarios más recientes, entre nuevos y feroces banderizos, la reconciliación volverá a ser imposible.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.