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El tripartito, Zapatero y los empresarios

Cuando, tras las elecciones, aún no se había constituido el Gobierno tripartito en Cataluña, alguien defendió así el pacto de los partidos de izquierda: "Este pacto reafirmaría la autonomía del poder político ante los grandes grupos económicos y los círculos empresariales. Habida cuenta de que -con la inteligente y prudente excepción del Círculo de Economía- aquéllos no se han mostrado prudentes en la pública manifestación de sus preferencias, constituiría un buen precedente dejar asentada la independencia del poder político, sin perjuicio de su colaboración leal con todos los agentes sociales". Lo que me recuerda algo que le oí a Felipe González una noche de 1997 o 1998, durante una cena en casa de Pere Durán Farell: "Cuando la izquierda gana de forma avasalladora, goza de cierta independencia frente al poder económico; pero cuando su victoria es pírrica o gana la derecha, la relación de interdependencia es inevitable".

Lo cierto es que se alcanzó el pacto y el tripartito echó a andar, en medio de la esperanza de unos, la desconfianza de otros y el esfuerzo deslegitimador de algunos. Pero sería injusto atribuir a éstos los fracasos del Gobierno. Todos somos hijos de nuestros propios actos. También los gobiernos. Por eso hay que admitir que el actual Govern se ha ganado a pulso la falta de confianza que despierta en amplios sectores sociales, en especial los empresariales. Las causas de este deterioro son -a mi juicio- tres:

1. Un déficit de liderazgo efectivo, puesto de manifiesto desde la anécdota de Perpignan.

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2. El intervencionismo perturbador y desnortado de alguna conselleria, que ha incidido grave y negativamente en la actividad económica.

3. La forma errática en que se condujo el proceso estatutario hasta la última y fatídica semana de septiembre pasado, en la que el presidente Zapatero y el líder de la oposición -Artur Mas- desembarrancaron, mediante un pacto imprevisto, un proceso que estaba irremisiblemente condenado al fracaso.

Sobre esta base, la comedia de enredo en que desembocó el frustrado intento de cambio de gobierno dejó sumido a éste en el descrédito, y al president Maragall, en la inanidad. Es decir, en la antesala del fracaso. Ahora bien, dos hechos posteriores obligan a reconsiderar la situación.

El primero es el nuevo pacto perpetrado por el presidente Zapatero con Artur Mas, acordando las líneas generales de una reforma estatutaria aceptable por el Estado y subsumible en la Constitución. Un pacto cuya simple plástica -la fotografía del presidente del Gobierno de España con el jefe de la oposición catalana, puenteando al presidente de la Generalitat- resulta ofensiva para todo aquel que tenga el más mínimo sentido institucional.

El segundo es el almuerzo de Vilassar. Que el presidente del Gobierno de España llegue deliberadamente tarde a una sesión del Consejo Nacional del PSC, después de las intervenciones del presidente de la Generalitat y del secretario general del partido, para soltar su rollo y marcharse, ya constituye un acto de descortesía y prepotencia. Pero, además, que -pretextando una "comida de amigos"- se reúna acto seguido en un largo almuerzo con un significativo grupo de empresarios catalanes, dando de lado otra vez al presidente de la Generalitat, supera lo que es admisible. Porque todos podemos imaginar de lo que se habló. Y nada hay que objetar al comportamiento de los empresarios, que se limitaron a hacer lo que se les pedía y acudir donde se les invitaba: ellos van a lo suyo. El problema radica en el comportamiento del presidente del Gobierno de España, que actuó con desprecio de la primera de las instituciones catalanas y antepuso los intereses del PSOE a los del PSC. Todo ello en el seno de un conflicto que el profesor Antón Costas ha descrito con sutil precisión: "La guerra política que se ha jugado alrededor del Estatuto es en realidad una guerra por el poder. A eso es a lo que han jugado Zapatero y Mas. El primero, para mantenerse en el poder en España durante varias legislaturas, y el segundo, para volver al poder en Cataluña".

Una guerra -añado yo- que ha comportado una grave erosión de las instituciones políticas catalanas: Parlament y presidencia de la Generalitat. Debe por ello reaccionarse. Si de mí dependiera, tres serían las decisiones a adoptar: 1ª Agotar la legislatura hasta el último día, para que nunca pueda decirse que el Govern de Cataluña ha sido descabalgado por una torpe alianza. 2ª Introducir algún cambio en el Govern, como signo de voluntad de permanencia y trabajo. 3ª Fajarse con la realidad y trabajar, aunque quede ya poco tiempo y el resultado no pueda lucir. Bien es cierto que todo ello sólo será posible si Esquerra vota a favor del Estatuto, cualesquiera que sean las reservas y las salvedades que desee formular. Su responsabilidad histórica es enorme. Si yerra, el país lo pagará.

Y el president Maragall, por su parte, se halla en una situación parecida a la de aquel viejo torero que, con gloriosas jornadas a sus espaldas, lleva unos años malos y se encuentra con que, en la última faena de una temporada aciaga, el toro con que se enfrenta es de difícil lidia. No cabe esperar una faena profunda, no es posible torear bonito. Sólo queda clavar los pies en la arena y aguantar, sin perder la cara al morlaco, toreándolo por bajo con trabajados trincherazos hasta dejarlo ahormado. Y, una vez despachada la res con discreción y aseo, salir de la plaza pudiendo mirar al tendido sin bajar la mirada. Quizá aún puedan volver a contratarlo. Vete a saber.

Juan-José López Burniol es notario.

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