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COLUMNISTAS
Columna
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Aquí, al aparato

Ese pequeño objeto frágil y saltarín, acerca del cual hemos vertido aluviones de tinta (o lo que sea que hoy se utiliza en la confección de palabras que aparecen en los diferentes soportes dando forma a opiniones, informaciones y publicidad); ese robot de bolsillo, el teléfono móvil, conocido en otras áreas del castellano como celular, aunque también podría aludirse al mismo como portátil o manejable. Ese enano omnipresente.

Bien, soy incapaz de usarlo para jugar y estoy demasiado cegata para, en la diminuta pantalla (pues son los teléfonos chicos aquellos que prefiero; de lo contrario, ya me vale el ordenador portátil), apreciar con detalle las únicas imágenes que por el momento recibo, que son las del servicio de Hola!, al que estoy suscrita, como al de El País, mediante pago a través de mi cuenta corriente y hasta que la muerte nos separe, porque de estos abonos nunca te puedes divorciar; es como vender tu alma al diablo, que por mucho que se la reclames él nunca te la devuelve.

Tampoco se la voy a pedir: adoro recibir informaciones súbitas, cualquiera que sea el precio y siempre que la fuente sea fiable. Y aunque me resulte imposible leer en el cristalillo de mi móvil la frase que Angelina Jolie lleva tatuada en la tripa, me encanta recibir noticias suyas cuando me encuentro (¡coherencia poética!) en la peluquería. Me apunté al Hola!, precisamente, para compensar con cierta ligereza no exenta de fantasía la brutal irrupción de las noticias malas, que me llegan del servicio de mensajes de este diario que también es el suyo. Voy por la calle disfrutando del sol invernal que, por fin, asoma tras tantas tempestades cuando, de pronto, un temblor en mi bolsillo y una música de lo más marchosa hace que me detenga, hurgue, ponga el pulgar derecho en actitud de oprimir (se me está convirtiendo en una porra de desayuno, o de poli uniformado) y, ay madre, se hunde en el Canal de la Mancha un barco cargado con 10.000 toneladas de ácido fosfórico.

Dicen que el futuro de la información está en estos artefactos que nos conectan a Internet, nos permiten comprar entradas para un espectáculo, nos sirven el espectáculo mismo y, desde luego, nos dictan lo que tenemos que hacer e incluso pensar. Seguramente, y líbrenme los cielos de quejarme. El medio no es el mensaje, aunque podamos creerlo. Y sólo es el gregarismo de las opiniones y las preferencias, y su reflejo en los mensajes (convertidos así en instrucciones) lo que puede profanar el medio. Y otra cosa es leer, elegir leer.

¡¡¡¡¡¡¡¡¡Ring, muu, chup!!!!!!!!! Una alteza está soplando su pastel de cumpleaños (la vendedora de verduras de mi calle se emociona). Pues sí. ¡¡¡¡¡¡¡¡Tirarí, tirará!!!!!!!! Menganito vence a Fulanito en el Open de tal sitio (en la tocinería no dan crédito). "¿Y a usted, eso le importa?", me preguntan. Pues verdaderamente no, pero hay que estar a las duras y a las maduras, si una quiere ser soluble e instantáneamente informada.

¿Y lo que lleva bajo el brazo?", se interesa una clienta. ¿No es un libro? ¿Para qué lo quiere, con la de formas de enterarse que tiene una hoy día, y con lo aburridos que son los libros, que cómo debe de ser ése tan gordo suyo?". Acaricio mi ejemplar de Una historia de la lectura, de Alberto Manguel, casi 600 páginas, edición de lujo, un sinfín de ilustraciones relacionadas con la conquista de leer. Una dependienta se ofrece a pesarlo. Se lo agradezco, pero no. Su peso en oro no sería bastante para valorar lo que representa. Para que ustedes lo aprecien, reproduciré un párrafo del capítulo titulado La lectura prohibida: "La nonagenaria (esclava) Belle Myers Carothers recordaba que había aprendido las letras mientras cuidaba al bebé del dueño de la plantación, que jugaba con un rompecabezas alfabético. El dueño, al ver lo que su esclava hacía, la pateó con sus botas, Myers perseveró, estudiando en secreto las letras del rompecabezas, así como unas pocas palabras en un abecedario que había encontrado".

Si sabemos leer, también podemos ser dueños de nuestras lecturas.

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