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Reportaje:

Árbitros: dioses y diablos

Siempre en el punto de mira. Y este año aún más, por su decisión de sancionar con más rigor. Las expulsiones han crecido un tercio respecto a la temporada pasada. ¿De qué están hechos para aguantar tanta tensión? Doce árbitros se confiesan: lo que más les duele, lo que más les motiva.

Un sábado de invierno al anochecer. El lugar es Sant Cugat Sesgarrigues, un pueblo de la provincia de Barcelona de 800 almas, pero la escena se repite a lo largo y ancho de España a esta hora en esta época del año. Calles desiertas, silencio sepulcral…, salvo en la periferia del pueblo, donde un baño fantasmal de luz invade la oscuridad y se oyen gritos aislados de hombres. Un partido de fútbol en un campo de tierra. El equipo local contra el Club de Fútbol Masquefa, el sexto contra el segundo en la tabla en un partido de la Liga Penedesca, Grupo XI, Tercera División Territorial. De no ser porque hay apenas 60 espectadores y que el presupuesto no alcanza para un juez de línea, la indumentaria de ambos equipos, el porte de los jugadores -su intensa rivalidad, su infranqueable seriedad- y el ambiente no se distinguen de los de un partido de Liga de Campeones.

"Estás solo contra el mundo. Cuando fallas en un Madrid-Barcelona
Para algunos, el autoritarismo no siempre es bueno. "Hay que ganarse a los jugadores. Son personas también"
"El mejor árbitro es el inglés. Ahí vemos diálogo, psicología. Nos gustaría ser así, pero aquí no se puede"

Nadie más solemne -de porte más profesional, de vestimenta más impecable- que el árbitro. Los jugadores parecen respetarle. Cuando pita el descanso, dos o tres se le acercan y charlan con él. Pero en las gradas, en la primera de las dos filas de asientos que hay en un lado del campo, no todos están tan satisfechos. Cinco jóvenes de unos 18 años clavan la mirada en el árbitro. "¡Eres malísimo!", grita uno de ellos. "¡Una mierda!", agrega otro. "¡Hijo de puta!", remata un tercero. Y todos se ríen.

El árbitro se llama Julián Haro. Tiene 37 años, ojos azules. Lleva un pequeño pendiente en la oreja izquierda. Su expresión es franca y animada. "Sí, oí lo que me decían", dice en el austero camerino donde se cambia después del partido. "Siempre les oigo. Pero no me puedo dar el lujo de hacerles caso, porque si lo hiciera no podría seguir en esto". Haro lleva 20 años de árbitro. Calcula que dirige unos 80 partidos por año. ¿No le mata el injusto trato de la gente? "Lo más injusto y lo que me cuesta más soportar es cuando te insultan antes de que haya pitado el comienzo del encuentro". ¿Y eso con qué frecuencia ocurre? "En 15 de cada 20 partidos".

Con la posible excepción de un soldado en un ejército de ocupación, no hay ninguna profesión en la que uno tenga que soportar tanta hostilidad de manera tan constante de gente que uno no conoce. Lo único que -siempre y en cualquier lugar- une a los aficionados de dos equipos rivales es el odio común hacia el árbitro. Con el árbitro, el aficionado tiene licencia para insultar. Durante los 90 minutos del partido se suspenden las reglas de la vida civilizada y uno se comporta con el árbitro de una manera que en la vida real sería considerada inadmisible, o que se aceptaría sólo en un manicomio. Y hoy, en España, donde polemizar con los árbitros es un deporte que genera casi tanto interés como el mismo fútbol, parecen odiarlos más que nunca.

¿Por qué hay 10.000 españoles que han tomado la decisión voluntaria, y aparentemente en posesión de sus facultades mentales, de dedicarse al arbitraje? ¿Qué tipo de gente es? ¿Qué les distingue de los demás mortales? ¿Qué les motiva? ¿Cómo es posible que sean capaces de sobrevivir en el océano de insultos y calumnias que define el hábitat arbitral?

Lo más curioso es que les encanta. Entrevisté a una docena de árbitros, desde los más curtidos de Primera División hasta el adolescente que dirige partidos de infantiles, y, lejos de ser unos futbolistas frustrados, son todos unos fanáticos del oficio. Y les encanta hablar de él. Pero mientras, por un lado, derrochan pasión por lo que hacen, por otro, su tema favorito de conversación, de lo que hablan sin cesar, es de las penurias que padecen:

- De la terrible soledad del árbitro. "Si eres jugador y te ha ido mal, el equipo te anima", dice Antonio Llonch Andreu, que se retiró en Primera División tras una carrera arbitral que duró 24 años. "Si eres árbitro y has tenido un mal partido, estás solo. Y te lo comes solo".

- De lo inevitable de errar en cada partido, sin excepción. "Sabemos que vamos a fallar", dice Eduardo Iturralde, que dirigió el último Real Madrid-Barcelona en el Bernabéu y lleva 11 años en Primera División. "Le digo a mis jueces de línea antes de los partidos: 'Vamos a fallar, pero hagámoslo lo menos posible".

- De la incapacidad de la gente de entender la presión que sufren. "Nosotros tenemos que tomar decisiones a la carrera, al instante, bajo la tremenda presión de saber que mucha gente está pendiente de lo que hacemos", dice Ignacio Fernández Hinojosa, un árbitro muy admirado en el entorno futbolístico que se retiró la temporada pasada en Segunda División. "Por otro lado, la gente ve las jugadas polémicas repetidas en televisión una y otra vez, de todas las tomas, y aunque están tranquilos, relajados, en el bar o en su casa, aun así no se ponen de acuerdo. Lo normal sería, entonces, que la gente nos apoyara más. Que reconozca el hecho de que el 90% de las decisiones que tomamos son acertadas. Pero no. La gente se fija en el 10%…".

- Del atroz dilema de saber que el aficionado convive con la idea de que el árbitro es Dios y Satanás al mismo tiempo, como juez y criminal. Estas dos nociones coexisten en la mente de gente que fuera del estadio puede ser perfectamente cuerda y coherente. De ahí la sorpresa, la indignación volcánica, cada vez que el árbitro se equivoca, o uno cree -o quiere creer- que se equivoca. "La gente debería ver que somos humanos", se lamenta Iturralde. "Debería ser más comprensiva".

- De la permanente sospecha de que favorece a un equipo por encima de otro, o que le han comprado. "Ningún árbitro sale mentalizado al campo para favorecer a nadie", dice Hinojosa tajante. "Críticas al árbitro hay que aceptarlas; pero críticas suponiendo que hay favoritismo, eso es terrible", dice Llonch Andreu. "La crítica deportiva es aceptable; la crítica moral, no".

- De aceptar que el papel del árbitro es, por definición, el de malo de la película. "Con los deportistas de élite, las alegrías siempre se recuerdan y las cosas malas se olvidan; con los árbitros es al revés", dice Iturralde. Y eso es porque, en la mitología del fútbol, los jugadores son los héroes, y los árbitros, los antihéroes. Entonces, la gente busca las cualidades buenas de los jugadores y las malas de los árbitros para así poder, en cada caso, reforzar sus prejuicios. "Es triste", asiente Iturralde, "pero es así".

Pero la tristeza no puede con el árbitro; parece que, más bien, se nutre de ella. "Lo que a mí me ha dado el fútbol", dice Iturralde, que tiene 38 años y comenzó en el arbitraje a los 14, "nunca se lo podré devolver. Me ha formado como persona".

¿Qué les da el fútbol a los árbitros? ¿Qué tiene el oficio que compensa la tristeza, la soledad, la injusticia, la presión, la inclemencia inherente en él? La respuesta breve es el gusto por el sufrimiento, la respuesta más matizada es que los árbitros han encontrado en lo que hacen lo que todo el mundo busca: poder, dinero, amor. "El árbitro es una de las figuras del partido, es tan necesario como el balón, y, quiera o no reconocerlo, eso le gusta", dice García de Loza, que militó 14 años en Primera. Dani Capel, que tiene 19 y lleva dos dirigiendo en las ligas juveniles de Barcelona, comparte esa conciencia solemne de su cargo: "Saltas al campo con tu uniforme", dice, "y sabes que tienes una gran responsabilidad. Te sientes importante".

Los aficionados, y en algunos casos los jugadores, se encargan durante la siguiente hora y media de hacer todo lo posible para que se sientan menos importantes. Pero aquí es donde entra en juego otro tipo de vanidad. La vanidad del mártir. Del que se lanza a los leones en el coliseo sin parpadear, sabiendo que su causa es justa.

"El árbitro tiene que tener mucha fuerza, mucho carácter", dice García de Loza. "Yo conocí a gente que no aguantó esa presión, que entraba al campo en un estado de nervios total; que se achicaba, se arrugaba. Cómo se reacciona ante la presión es el factor determinante, es lo que diferencia al buen árbitro del gran árbitro". Jaime Reverté, del Colegio de Árbitros de Cataluña, calcula que un 20% lo deja en los primeros dos años. "En el fondo, el arbitraje es personalidad", dice Reverté, que fue árbitro 14 años y lleva nueve dando clases a jóvenes que aspiran a emularle. "Puedes ser un gran técnico del reglamento y no ser un buen árbitro; al contrario, puedes ser técnicamente no tan bueno, pero superior en el campo".

Los que aguantan décadas como árbitros sienten algo de eso: superioridad. Como afirma García de Loza, arbitrar un partido "te pone la personalidad a prueba como nada, en condiciones muy duras". "Estás solo contra el mundo", concurre Iturralde, que parece nutrirse de la dimensión épica del oprobio que provocan sus errores. "Cuando fallas en un Madrid-Barcelona te ven fallar mil millones de personas. No es como fallar en un trabajo normal. El oficinista se equivoca, y lo verá, si tiene mala suerte, su jefe. Pero tira el trabajo a la papelera y empieza de nuevo. A nosotros nos recrimina, literalmente, medio mundo".

Ayuda el hecho de que los árbitros de Primera División, aun cuando todos trabajan en otras cosas durante la semana, están muy bien pagados. Reciben 84.000 euros al año por pitar dos partidos al mes. Los de Segunda División reciben 36.000. E incluso al nivel de Julián Haro, lo que reciben no es una miseria: alrededor de 180 euros por encuentro, y muchas veces Haro arbitra dos en un fin de semana, lo que complementa de manera no irrisoria su sueldo mensual de camionero.

Pero según una investigación hecha hace dos años por la Universidad de Northumbria, en el Reino Unido, los árbitros se merecen todo lo que les pagan, y más. La investigación, basada en entrevistas con 42 árbitros británicos de alto nivel, corroboró la autocomplacencia de los árbitros españoles entrevistados para este reportaje. "Sólo individuos con las personalidades más fuertes pueden sobrevivir al inmenso estrés del arbitraje", sentenció Nick Neave, el autor de la investigación. "Es una gente muy entera y segura de sí misma, que ha desarrollado unos mecanismos de resistencia muy fuertes. En términos psicológicos, es gente muy potente". Esa potencia deriva en parte de una especie de locura. Padecen, según Neave, "superioridad ilusoria". Todo el mundo exhibe rasgos de esta condición, pero en el caso de los árbitros es lo que determina su forma de ser. Por eso, dice Neave, los árbitros tienen muchas características en común con los soldados, los políticos "con piel de elefante" y los policías.

En Barcelona, el 20% de los árbitros son policías, según dicen en el Colegio de Árbitros de Cataluña. Uno que quiere serlo es Ignasi Tous, un joven de 16 años que tiene fama de duro entre sus compañeros de clase, unos 30 chavales más o menos de la misma edad que se comportan en el aula, ante la pizarra y el profesor, igual que lo harían otros 30 sin el menor interés en ser árbitros. Chavales que no se distinguen de la media española en apariencia o carácter. Pero Ignasi Tous sí es diferente. Y no sólo por su porte y estatura, que le hacen parecer cinco años mayor. Es más bien por su reputación que los demás le miran con una mezcla de respeto y risa. Especialmente cuando comienza a contar la historia de lo que pasó en el último partido que arbitró, el sábado anterior, entre dos equipos de cadetes "casi de mi edad, de 14 y 15 años".

"Eché a dos jugadores del mismo equipo en el minuto cinco y el minuto ocho del segundo tiempo. Entonces entró en el terreno de juego un padre. Se me acercó, me miró a los ojos y me dijo: 'Te voy a abrir la cabeza, hijo de puta". Media docena de compañeros de clase escuchan a Ignasi con la boca abierta. "Lo que hice fue dirigirme al delegado y decirle que el partido se paraba hasta que viniera la fuerza pública. Al dirigirnos a los vestuarios se me acercó el portero del equipo de los dos expulsados. Resulta que el portero era el hijo del señor que me amenazó. Y él me amenazó también, con lo cual a él también le mostré la tarjeta roja". A los 15 minutos llegó la policía y el partido se reanudó. Los jugadores del equipo que ahora contaba con sólo ocho integrantes no pararon de insultar y empujar a Ignasi. Mostró dos tarjetas rojas más, con lo cual, en el minuto 16, tuvo que abandonar el partido porque el reglamento dice que si uno de los dos equipos se queda con menos de siete jugadores ya no se puede seguir. "Es la segunda vez que me pasa", dice Ignasi. "En general, este tipo de situaciones se deben al comportamiento de los padres, que dan un pésimo ejemplo".

No todos los chavales que oyen la historia de Ignasi, un chico anormalmente seguro de sí mismo, están convencidos de que su actuación en aquel partido ofreciera necesariamente un ejemplo que todos deberían seguir. Cristián Rubio, por ejemplo, un joven árbitro con dos años de experiencia, opina que el autoritarismo no siempre logra el resultado indicado: un juego limpio y fluido. "Hay que ganarse a los jugadores", dice, "son personas también".

He aquí una cuestión que no deja de animar los eternos debates sobre el tema arbitral. ¿Qué funciona mejor, el diálogo o el autoritarismo? Lo sorprendente es que, aunque los árbitros españoles tienen fama de autoritarios -tienden a mostrar tarjetas con más frecuencia que sus colegas en el resto del continente europeo-, cuando hablan del tema parece existir un consenso de que la persuasión es mejor que la amenaza.

Llonch Andreu, por ejemplo, analizaba un partido de Primera División esta temporada en el que el árbitro mostró la tarjeta amarilla a un jugador en el primer minuto. "La entrada era fea, pero no tan fea como para dejar al árbitro sin opciones. El problema es que, al mostrar la amarilla tan pronto, pones el listón muy alto. Te verás obligado a sacar muchas más, o si no las sacas, los jugadores empiezan a acusarte de injusto y te creas demasiados problemas. No te da margen de maniobra. El árbitro cree que está siendo valiente, pero es un concepto erróneo de la valentía". Y efectivamente, en aquel partido el árbitro acabó mostrando siete amarillas y dos rojas directas. Fue pitado al final por todo el estadio y una de sus tarjetas rojas fue revocada días después por el Comité de Apelación.

"¿La tarjeta amarilla en qué consiste?", pregunta García de Loza. "En indicarle al jugador que, ojo, hasta ahí llegó. De esa línea no se puede pasar, y si usted la pasa tengo que mostrarle la roja. Ahora, digo yo, un árbitro más seguro de sí mismo, antes de sacar la amarilla le hará al jugador una advertencia. Ahí te das más margen, y el jugador seguramente te hará caso, y te respetará más, porque verá que hay un árbitro en este partido que tiene personalidad". Entonces, ¿sacar la tarjeta a la primera es una muestra de debilidad? "Sí, sí, eso. El árbitro debe siempre demostrar al jugador que es el dueño de la situación. Pero si saca la amarilla por una chorrada, crea las condiciones para perder el control. Porque durante los 90 minutos tendrá 20 entradas como ésta, y si va a tomar las mismas decisiones que la primera vez se quedará solo".

Para Llonch Andreu, la diferencia entre el buen árbitro y el grande no está tanto en cómo soporta la presión, sino en "el feeling" que tiene por el fútbol, más allá de los reglamentos. "El bueno se guía por la pizarra. El grande entiende que lo maravilloso del reglamento es que es libre, que te da flexibilidad y no te ata. Te permite criterio. Y eso se consigue sabiendo leer el partido, su ritmo y su ambiente particular. Cuando encima sabes escuchar a los jugadores y dialogar con ellos, hay menos tensión, más respeto, más credibilidad. Los jugadores se convierten en aliados, y el juego fluye sin que tú seas protagonista. Esto lo fui aprendiendo con el tiempo, y en mis dos últimos años en Primera saqué muchas menos tarjetas que en los dos primeros. ¡Mejoré! Yo mismo sentí que tenía más control, veía cómo me ganaba más el respeto de los jugadores, e incluso de las aficiones. Al principio era de los que más tarjetas sacaban; al final, de los que menos. Fui adaptándome al estilo inglés del arbitraje, que es el mejor. Los ingleses entienden como nadie que se controla mejor el partido cuando la tarjeta es el último recurso".

Muchas de las críticas que se lanzan a los árbitros en España se basan en una comparación desfavorable con los árbitros ingleses. Iturralde lo entiende, pero no está de acuerdo: "Yo admiro el fútbol inglés. Tenemos que darles gracias a los británicos no sólo por haber inventado el deporte, sino también por mantener vivo el espíritu del juego. Ojalá pudiéramos arbitrar como ellos, pero no se puede, porque el espíritu es muy diferente aquí. Son dos culturas". ¿Dos culturas? "Los jugadores y los periodistas son diferentes. Los periodistas en Inglaterra no se pasan la vida antes de un partido recordando lo que el árbitro hizo en el anterior, o recordando que hace 10 años en este mismo encuentro no pitó un penalti. Yo pité el Real Madrid-Barcelona y sacaron la historia de mi abuelo. Antes de aquel partido recibí un montón de llamadas de la prensa, pero muy pocos dijeron después que me había salido muy bien. Y en cuanto a los jugadores, el inglés acepta el diálogo; el español, no. El jugador inglés no busca la trampa. Cuando está en el suelo es porque le duele. En España, como en Italia y Portugal, si están en el suelo no sabes si les ha caído un rayo".

Julián Haro opera en otra estratosfera que Iturralde, pero su opinión es sorprendentemente parecida a la del árbitro vasco. "Siempre dicen que el mejor árbitro es el inglés. Todos pensamos así. Lo diría el 90% de los árbitros que conozco. Cuando vemos partidos de la Liga inglesa, vemos el diálogo, la psicología. Nos gustaría ser así. Pero es que aquí no se puede. No somos como ellos. Por la actitud de los aficionados, por las diferencias entre los jugadores españoles e ingleses, por la cultura del fútbol inglés. En España, aunque un jugador haga una falta clarísima, siempre dirá que es injusto pitarla, siempre mentirá. Lo primero que hará es llevarse las manos a la cabeza y decir 'no fui yo', a diferencia de un jugador inglés, que lo reconocerá si es justo. El caso de Fowler, del Liverpool, al que le pitaron penalti a favor y dijo que no, que no fue así. Eso fue algo maravilloso, pero aquí nunca ocurriría. ¡Nunca! Aquí apareces en el campo y te ponen a parir antes de pitar el comienzo del partido. Aquí siempre hay ese clima de hostilidad, y siempre los jugadores intentando engañarte. Es muy difícil arbitrar en España".

Quienes no les engañan son los compañeros. Y aquí es donde entra el factor amor en juego. Todos los entrevistados hablaron con gran ilusión de su experiencia en el mundillo arbitral. Ignacio Fernández Hinojosa comentó que desde joven el árbitro crea lazos fuertes con sus compañeros. "Estamos muy aislados, tanto en el campo como en el mundo del fútbol. Los árbitros solamente nos tenemos a nosotros. Solamente nosotros nos entendemos. Se crean amistades muy arraigadas". ¿Como soldados en el frente de guerra? "Pues sí. Recibimos palos de todas partes y eso nos obliga a unirnos y a ser muy solidarios. Estoy convencido de que hay más compañerismo entre los árbitros que entre los jugadores".

La soledad del árbitro sólo se puede compensar con otros árbitros, dice Llonch Andreu: "El arbitraje es una forma de vida". "Tenemos cosas en común, tenemos una perspectiva que nadie que no es árbitro comparte", dice Dani. Es un fanático del arbitraje. Dicho de otra manera, da la impresión de que fuera del mundillo no podría vivir, le faltaría oxígeno. Durante el día trabaja de contable en una empresa; después, todos los días, de seis a diez de la noche, al Colegio de Árbitros: da clases, revisa actas, prepara partidos… Y los fines de semana va a ver tres o cuatro encuentros de ligas inferiores. Y todo voluntario. Gratis. Por amor al oficio.

Ahí se ve la diferencia entre los árbitros y los demás mortales. ¿A cuántos aficionados al fútbol se les pasaría por la cabeza la idea de que ser árbitro, ser el chivo expiatorio que todos detestan, es algo deseable, un sueño? A ninguno. Pero para los jóvenes que quieren dedicar su vida a eso, los árbitros de Primera División no son objetos de odio, sino, como dice Reverté, dioses. "Son nuestros ídolos. Los chavales de aquí, cuando los ven reaccionan como otros cuando ven a los jugadores. Les piden autógrafos. Les piden que les regalen tarjetas amarillas o rojas firmadas". Eso da la medida de por qué, como dice Reverté, "sólo un árbitro entiende a un árbitro". Sólo un árbitro puede entender la fascinación que ejerce la profesión. Haro, que la mañana después del partido en Sant Cugat Sesgarrigues iba a conducir dos horas para arbitrar otro partido en Perelada (Girona), reconoce que, tras 20 años y unos 1.600 partidos arbitrados en categorías de Tercera Territorial para abajo, lo que tiene es "un vicio".

¿Y cuál es el placer más grande que el vicio le proporciona? "Lo mejor", dice Haro, entusiasmado, "es cuando el 90% de los jugadores me da la mano al final". ¿Y eso cuántas veces ocurre? "Pocas, muy pocas", dice, con la autoridad que posee el que ha dirigido unos 1.600 partidos de fútbol. ¿Pero con qué frecuencia le conceden la satisfacción la mayoría de los jugadores de darle la mano? "Pues, como mucho, como mucho", contesta Haro, que si pudiera seguiría siendo árbitro hasta el día de su muerte, "uno de cada cinco partidos".

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