Matar acaba matando el alma
Eric Bana cuenta cómo Spielberg quiso que su filme 'Múnich' reflejara la ansiedad y la presión de los autores de la matanza de 1972
El pasado nos atrapa. Steven Spielberg ha querido contar algo que sucedió hace más de tres décadas y el resultado es una mirada inquietante sobre el presente. Su película Múnich -que se estrena en España el próximo día 27- relata en clave de ficción la operación de venganza, bautizada con el nombre clave de La ira de Dios, que el Gobierno de Israel, presidido entonces por la mítica Golda Meier, puso en marcha tras la matanza de los atletas israelíes por miembros de un comando palestino de Septiembre Negro en los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972.
Incluso antes de estrenarse (en Estados Unidos lo hizo a finales de diciembre), el filme ha provocado la nada disimulada irritación de parte de la comunidad judía norteamericana que le recrimina la equivalencia moral que, en último término, el filme establece entre víctimas y verdugos, en tanto que unos y otros encarnan ambos papeles, ahogados en el charco de su propia sangre.
La película se acoge a la tesis de que fue un solo 'comando' el encargado de llevar a cabo la venganza
"Quería que fuera alguien muy humano, complejo, creíble", dice el actor, que encarna al jefe del 'comando'
Spielberg, él mismo judío, no ha concedido las entrevistas de rigor antes del estreno. Tan sólo una a la revista Time, donde asegura que lo que dice su película es: "No tengo la respuesta". "Dos derechos están, en esencia, compitiendo", explica, "y no se puede tratar el tema con argumentos simples, la película pide al espectador que abandone la simplicidad en ambas direcciones y vuelva a mirar". Y el paisaje que nos muestra en este angustioso e impecable thriller es el de uno de los capítulos determinantes de un largo baño de sangre, de una espiral de venganza que nos lleva hasta el presente. Un proceso que si bien no se inició con aquel episodio, sí que tomó entonces una deriva de la que aún parece imposible salir.
"La película empieza con un hecho duro e histórico para demostrar que no es nada simple y que todas las certezas que lo rodean pueden ser cuestionadas", explica Spielberg en la citada entrevista. "Me gusta la simplicidad del título", añade, "Múnich tiene muchas resonancias, no sólo es Múnich 1972, también es el lugar de nacimiento del nazismo y tiene un sonido metálico que parece encajar con el tema principal de la historia".
Aquel verano de 1972, el mundo bipolar de la guerra fría, suavizado por la coexistencia pacífica, vive sus años de esplendor. Richard Nixon y Leonid Bréznev reinan en sus respectivas mitades del mundo. Europa vive el momento álgido de la gran expansión económica de la posguerra. Los Juegos Olímpicos, bautizados como los de la paz y la alegría, vuelven a Alemania en un intento de borrar el bochorno de 1936. Tras la Guerra de los Seis Días, Israel ocupa ya Cisjordania, la franja de Gaza, los altos del Golán y también la península del Sinaí.
Eran poco más de las cuatro de la madrugada del 5 de septiembre de 1972 cuando los ocho miembros de un comando de la organización palestina Septiembre Negro, de la que nadie hasta aquel día había oído hablar, saltan la valla que da acceso a la villa olímpica de Múnich. Entran en el edificio donde se encuentra la delegación israelí, fuerzan la puerta, matan al entrenador del equipo de lucha, Moshe Weinberg, y al levantador de pesas Joseph Roamno y toman a nueve atletas como rehenes. Piden la liberación de 200 presos de las cárceles israelíes y también de terroristas notorios como Andreas Baader y Ulrike Meinhoff.
El Gobierno laborista de Golda Meier se niega en redondo a negociar. Los organizadores de los Juegos quieren que aquello acabe pronto y se pueda seguir tranquilamente la competición, pero en la capital bávara reina el más absoluto desconcierto. Hay miles de policías y soldados, pero las autoridades alemanas, con el peso todavía fresco de su pasado y la patente sensación de país ocupado, no toman la iniciativa. Todo el mundo contempla por televisión las imágenes de los secuestradores en uno de los balcones de la villa olímpica. El canciller Willy Brandt intenta convencer al rais egipcio Anuar el Sadat de que les acoja, pero nadie quiere saber nada. Finalmente, dos helicópteros recogen a secuestradores y secuestrados en el jardín de la villa olímpica. En el aeropuerto esperan tiradores de élite. Pero todo sale mal. Se produce una auténtica batalla que acaba en una matanza. Uno de los helicópteros estalla, probablemente por una granada palestina. Todos los rehenes mueren y sólo tres palestinos salen con vida. Unas semanas más tarde, tras el secuestro de un avión de Lufthansa, Alemania pone en libertad a los tres terroristas.
En Tel Aviv, el Gobierno israelí decide tomar venganza. Hasta un total de 11 altos responsables palestinos forman la lista de quienes deben ser asesinados. Y es justo en este punto en el que arranca la película de Spielberg. Se han escrito muchos libros sobre la operación. La película se basa en el libro de George Jonas, Venganza (que acaba de ser reeditado en España por RBA) aunque el guión, de Tony Kushner y Eric Roth, beba en muchas otras fuentes y esté muy lejos de pretender ser fiel a la realidad, ya que hay numerosas dudas sobre su autenticidad y, de hecho, no ha sido reeditado, pero Múnich, por obvias razones de eficacia narrativa, se acoge a la tesis de Jonas de que fue un solo comando el encargado de llevar a cabo la venganza. Otros libros sobre el tema, como Striking Back, de Aaron J. Klein, sugieren que se trató de una operación mucho más compleja.
Es poco probable que el Mossad, los servicios secretos judíos, encargara la operación en exclusiva a los cinco tipos que protagonizan Múnich, como también son poco creíbles algunas de las líneas argumentales, especialmente la curiosa organización que les proporciona información sobre sus objetivos, pero no es la intención del director de Salvar al soldado Ryan ser fiel a los detalles de la historia, sino la de realizar una metáfora sobre cómo la venganza funciona en círculos y crece como una espiral, y sobre cómo el hecho de matar acaba matando el alma.
Aun así, el filme recoge innumerables detalles que parecen sacados de documentales de la época y acoge a muchos de los protagonistas, desde Golda Meier (encarnada por Lynn Cohen) o a un sorprendente Ehud Barak travestido, en una operación militar en Beirut. Guri Weinberg, el hijo de Moshe Weinberg, uno de los asesinados en Múnich cuando Guri sólo tenía un mes, encarna precisamente a su padre.
El principal protagonista, el actor australiano Eric Bana, que encarna con una sorprendente intensidad emocional al jefe del comando, sólo tenía cuatro años y vivía en Melbourne en 1972, pero cree tener "una imagen subliminal" del tipo encapuchado que se asoma a la terraza de un apartamento de la villa olímpica de Múnich. "A mí me han dado una versión de los hechos", asegura Bana, aunque reconoce que nadie tiene una relación exacta de cómo pasó todo. Pero él, cuando preparaba el rodaje, tuvo la oportunidad de conocer al hombre en el que está basado su personaje. "Fue muy interesante, me dio su versión de los hechos y me fue de bastante ayuda, aunque a veces conocer al personaje real que se está representando lo hace todo más difícil porque un actor tiene que tomar sus propias decisiones, pero básicamente es cierto que nunca se tiene demasiada información, y que fue beneficioso hablar con él".
"Quería que fuera alguien muy humano, para nada unidimensional, sino complejo, alguien que fuera creíble en sus acciones", explica Bana. Y por eso, añade, en el primer asesinato duda, le tiemblan las manos y casi se le cae la pistola. "Es lo que sucede en la vida real; creemos que matar es algo muy fácil, eficiente, clínico, frío, inhumano, y no es así". Precisamente, para describir cómo en el proceso de matar una y otra vez se desintegra el alma, se aniquila el espíritu, Spielberg quiso que cada asesinato fuera diferente, "para reflejar que el equipo cambia de opinión, de dinámica, de opinión según va matando, según aumenta el estrés, la ansiedad y la presión".
Spielberg, cuenta Bana, tenía muy claro lo que quería en cada momento. "En la última escena me dijo que quería que el espectador pensara que, en cualquier momento, mi personaje podía darse la vuelta y vomitar, que se encontraba en un estado de dolor y angustia total". La escena muestra una vista panorámica de la isla de Manhattan, con las dos Torres Gemelas todavía en pie. El presente acecha.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.