¿Nucleares? No, gracias
"Yo soy ecologista y ruego a mis amigos del movimiento que abandonen su equivocada objeción a la energía nuclear"(James Lovelock, EL PAÍS, 20 de junio 2004). El conocido creador de la hipótesis Gaia ha decidido apoyar la opción nuclear ante el grave problema que está suponiendo el cambio climático, problema que, en su opinión, amenaza los propios cimientos de nuestra civilización. La confluencia de dos poderosas tendencias ha reabierto el debate nuclear. Por un lado, el cambio climático es ya una realidad. Hemos afectado al clima de la Tierra. Por otro, se ha iniciado el fin del petróleo barato, ante las dificultades de la oferta para satisfacer las crecientes demandas de crudo.
Apostar por la energía nuclear supondría incrementar cualitativamente todos sus problemas asociados
Ese nuevo escenario va a enmarcar buena parte de los debates económicos, sociales y ambientales de las próximas décadas a nivel mundial. Ante el encarecimiento progresivo de los precios del barril de petróleo -los mercados se preparan para un precio de 80 dólares a corto plazo-, la energía nuclear vuelve a presentarse como opción coste-eficiente, tal y como lo hizo en la crisis del petróleo de los años setenta. Con el argumento añadido de que es una energía que no emite gases de efecto invernadero.
Sin embargo, las cosas son más complejas y hay que introducir otros elementos en la reflexión. El aprovechamiento comercial de la energía atómica surgió históricamente como subproducto del desarrollo de las armas nucleares. Tras las bombas de Hiroshima y Nagasaki que pusieron punto final a la guerra del Pacífico en la Segunda Guerra Mundial había un mensaje geoestratégico dirigido al bloque soviético por parte de los dirigentes de Estados Unidos: "Nosotros tenemos la Bomba, vosotros no. Ahora que hemos derrotado conjuntamente al Eje, ese hecho marca la diferencia en nuestro respectivo poder". Ese mensaje puso en marcha la carrera armamentística nuclear que ha continuado hasta nuestros días.
Con la fisión controlada del átomo nuestra civilización se aventuró en un territorio definitivamente perverso. Se trataba de crear el arma definitiva, capaz de exterminar en un solo acto a cientos de miles de semejantes. Un mundo repleto de ese tipo de armas es, en sí mismo, una afrenta a la razón, a nuestra inteligencia. Como síntoma, evidencia el triunfo de nuestras pulsiones más oscuras y autodestructivas.
En las seis décadas que han transcurrido desde la finalización de la última guerra mundial, nuestro mundo se ha llenado de armas nucleares; en la actualidad existen 40.000 bombas atómicas. Esa proliferación del arsenal nuclear ha sido posible por la existencia en paralelo de una industria comercial nuclear. Las centrales nucleares son imprescindibles en el procesamiento y enriquecimiento del uranio y el plutonio necesarios para la fabricación de las bombas. Es decir, la explotación comercial de la energía nuclear sienta las bases económicas y tecnológicas imprescindibles para el equipamiento nuclear militar. Y, sencillamente, no hay manera de separarlas dadas las relaciones tecnológicas, de conocimiento, gestión y equipamiento existentes entre ambas. En la actualidad, los programas nucleares comerciales de India e Irán son ejemplos evidentes de utilización de la energía atómica comercial como forma de abastecerse de la tecnología y los materiales imprescindibles para erigirse en potencias nucleares (The Economist, 22 de octubre, 2005). Por ello, el abandono de la energía nuclear contribuiría de manera notable al avance hacia un mundo sin armas atómicas.
El debate sobre la energía nuclear ni puede ni debe hacerse al margen de ese contexto, lo mismo que no puede ni debe hacerse al margen del cambio cualitativo que supusieron los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos. Los promotores de lo nuclear tienen interés en que el debate se limite a aspectos técnicos o tecnocráticos y que la sociedad y los responsables políticos se olviden de los aspectos más peligrosos y oscuros que existen en el trasfondo de este debate crucial.
La energía nuclear proporcionada por las 441 centrales atómicas existentes en la actualidad representa apenas el 5% de la energía primaria consumida a nivel mundial y el 16% de la energía eléctrica. Solamente el mantener la actual proporción en la generación de electricidad en las próximas décadas a nivel mundial requeriría la construcción de unas 1.500 nuevas centrales, la inmensa mayoría de ellas en países en transición y en vías de desarrollo. La proliferación de graves accidentes como el de Chernóbil, el incremento cualitativo del riesgo de ataques terroristas a las instalaciones, la generación de grandes cantidades de residuos radioactivos dando vueltas por el mundo hasta sus lugares de procesamiento y almacenamiento, junto con la necesidad de vigilar con extremo cuidado los residuos radioactivas durante siglos y siglos, son algunos de los aspectos más críticos de una nuclearización masiva del planeta.
Ante el enorme reto que supone el cambio climático, a la sociedad sólo le queda optar por una economía basada en el ahorro y la eficiencia energética que ponga fin al derroche energético de nuestro modelo económico, apostando al mismo tiempo por el uso masivo de renovables. Apostar por la energía nuclear supondría incrementar cualitativamente todos los problemas asociados a esa forma de energía, sin alterar de manera sustancial las bases mismas del problema de las emisiones de gases invernadero.
Yo también soy ecologista y ruego a mis amigos y amigas del movimiento que no perdamos de vista, ni por un momento, que las bombas atómicas y la energía nuclear han sido y son uno de los más graves errores en la historia de la humanidad. ¿Nucleares? No, gracias.
Antxon Olabe es economista ambiental.
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