La alergia al diecisiete
El proyecto de Estatuto de Cataluña activa de nuevo el debate sobre la configuración estatal que mejor le corresponde a la sociedad española. Uno de los ejes de este debate es el formato de las relaciones entre el Estado y las Comunidades Autónomas. ¿Cabe basarlas en la bilateralidad, dados los antecedentes históricos y sus demandas actuales? O, por el contrario, ¿es necesario sujetar tales relaciones a un patrón único y común que ha de vincularlas con el Estado?
Aquí se condensa en gran medida el quid de la cuestión territorial española. Cuando las preguntas se han formulado desde Cataluña, la respuesta recibida constituye una verdadera aporía. Por parte de no pocos interlocutores, se admite privadamente que tanto la historia como el presente abonan la idea de cierto trato singular para Cataluña. Pero inmediatamente se añade que ello obligaría a extenderlo a las demás comunidades. Cuando se aduce entonces desde Cataluña que -si ésta es la condición-, no hay objeción a la extensión del trato a las demás comunidades, se replica inmediatamente que tal extensión es inviable. De modo que el argumento se cierra sin salida: ni trato singular, ni trato general. Del "quizá para Cataluña, pero no para las diecisiete", se pasa al "ni para Cataluña, ni para las diecisiete".
En esta aporía aflora lo que me permito llamar "alergia al diecisiete". Es crónica entre adversarios contumaces del Estado de las autonomías. Pero también entre bastantes de los que afirman defenderlo. Es una dolencia expresada en alusiones peyorativas a la peligrosa amenaza que derivaría de "diecisiete sistemas educativos", "diecisiete sistemas sanitarios", "diecisiete sistemas fiscales", "diecisiete sistemas judiciales" o incluso "diecisiete conferencias episcopales". Esta referencia negativa se acompaña con advertencias solemnes sobre el caos que la cifra fatal significaría para la estabilidad de la sociedad, la unidad de mercado y la integridad de la patria.
(Adviértase entre paréntesis que en realidad se trata de quince casos. Porque País Vasco y Navarra cuentan ya con un régimen de bilateralidad fiscal y financiera consolidado por la Constitución. Es un hecho que suelen pasar por alto los defensores intransigentes de un régimen rigurosamente homogéneo para todos los demás).
Dicha alergia se manifiesta entre quienes se aferran al viejo principio nacional-estatista: "A cada estado, una nación; a cada nación, un estado". Infecta a quienes se han incrustado en la dirección de algunas burocracias que sólo ven al Estado desde la perspectiva irreductible de los "cuerpos nacionales". Se extiende a algunos sectores económicos, acampados en los aledaños ministeriales para proteger mejor sus negocios regulados. Se infiltra en grupos mediáticos y en sus voceros, ansiosos por conservar la hegemonía intelectual y mercantil sobre un espacio comunicativo. Contamina también a sectores universitarios, cuya pretendida universalidad parece menoscabada por la nostalgia por una "Universidad Central" como sede última de carreras personales. Invade las cúpulas partidarias que basan su poder orgánico en la reproducción de un esquema centralizado y lo justifican presentándose como vertebradores o cancerberos del unitarismo estatal. Para tales actores, la coexistencia de políticas sectoriales diferentes -sanitaria, educativa, medioambiental, agrícola, etcétera- es siempre percibida como grave riesgo. Y, especialmente, para las posiciones que ellos ocupan en el sistema. Dicen creer en la competencia, pero no admiten que modelos diversos y la emulación entre los mismos puedan ser también acicate para la innovación y factor de progreso, como sucede en los Estados federales.
Estamos de nuevo ante la dificultad de algunos para abandonar definitivamente la idea de una estructura estatal unitaria. Es incapacidad para distinguir entre igualdad de derechos ciudadanos y uniformidad forzosa para situaciones desiguales. No se desprenden de un esquema mental en el que la convivencia entre pueblos se concibe de forma piramidal, con una cúspide eminente y una base subordinada. Un esquema en el que las adhesiones emocionales a identidades de grupo obligaría también a un orden jerárquico. Y en el que las grandes decisiones de interés común -que son decisiones de redistribución de recursos- se remiten a un "centro" que prevalece sobre las partes.
Paradójicamente, esta resistencia a tratar con realismo la pluralidad española es un factor que potencia la reclamación de la bilateralidad. En términos formales, el temor a progresar -de veras y no de boquilla- por la senda del federalismo refuerza la tentación a exigir relaciones de carácter confederal. Si el "centro" no se convierte en el espacio donde todas las partes intervienen para decidir en materias de interés común, la apuesta alternativa es pactar bilateralmente con el "centro", desvinculándose de la suerte de las demás partes y debilitando el sentimiento de solidaridad entre ellas.
Dentro de poco, el resultado de la negociación sobre el proyecto de Estatuto de Cataluña permitirá saber si las fuerzas políticas de la izquierda española -que invocan esporádicamente una tradición federal- consiguen vencer sus propias inercias y la coacción de sus feroces adversarios. Si aciertan a debilitar las derivas bilaterales, no mediante un paso más por el camino trillado de descentralización del Estado, sino mediante una incursión decidida hacia un modelo progresivamente federal y solidario. Si no es así, negarse de hecho a reconocer la pluralidad de la sociedad española continuará alimentando tensiones bilaterales y, con ellas, la inestabilidad ineficiente del sistema. Pronto sabremos si la alergia al diecisiete disminuye el número de sus afectados. O si, por el contrario, se mantiene como un mal endémico e incurable que limitará cada vez más las posibilidades de la sociedad española.
Josep M. Vallès es miembro de Ciutadans pel Canvi y consejero de Justicia de la Generalitat de Cataluña.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.