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Reportaje:GRANDES REPORTAJES

Valles de lágrimas

Cumbres orgullosas y valles de ensueño perdidos en una de las zonas más altas del mundo forman la llamada 'espalda del dragón' en Pakistán. Nada es ya igual. El terremoto que se cobró en octubre 70.000 vidas y dejó sin hogar a tres millones de personas se cebó con una de las zonas más bellas del planeta.

Cumbres orgullosas y valles de ensueño perdidos en una de las zonas más altas del mundo forman la llamada 'espalda del dragón' en Pakistán. Nada es ya igual. El terremoto que se cobró en octubre 70.000 vidas y dejó sin hogar a tres millones de personas se cebó con una de las zonas más bellas del planeta.

Hacía unos minutos que se había apagado la señal luminosa de abróchense los cinturones cuando por el avión comenzó a extenderse un murmullo de asombro que se escapaba de pasajeros y tripulantes con las caras pegadas a las ventanillas. El espectáculo no era para menos. Sobrevolábamos las cumbres nevadas del Hindu Kush, que se alzaban majestuosas contra el radiante azul metalizado del cielo, mientras la sombra negra del Airbus flotaba sobre la blancura de decenas de penachos que se apretujaban en una de las cadenas montañosas más impresionantes de la Tierra.

Fue el colofón, el último guiño burlesco del teatro de armonía con que la naturaleza conquista y embelesa a los más débiles para luego acabar con ellos en tan sólo un instante de furia inconmensurable. No hay mayor representación estética que el baile de faldas verdes y corpiños blancos con que se visten las montañas para ocultar su atracción fatal y la ira que generan sus entrañas, cuya explosión el ser humano sigue lejos de poder advertir y controlar, como puso de manifiesto el terremoto del pasado 8 de octubre en el extremo occidental de la cordillera del Himalaya, en las estribaciones de la cara sur del Karakorum y en las puertas orientales del Hindu Kush.

Paraíso de escaladores y senderistas, la región paquistaní denominada Áreas del Norte tiene el honor de albergar la conjunción de las tres cadenas montañosas más legendarias del mundo. A lo largo de los siglos, desde que Alejandro Magno se aventurara a emprender la conquista de algunos de sus más indómitos pueblos, pintores, escritores y poetas han loado esta espalda del dragón coronada de una columna vertebral erizada de picos; monolitos de piedra desnuda y aspecto electrizante. Sus escamas verdes invitan placenteras al paseo mientras la fiera duerme, pero cuando el dragón se despierta, avivado por los espíritus que descienden de los hielos eternos, los valles se inundan de dolor y muerte.

¿Cómo entender el horror en la belleza? En medio de un escenario idílico es doblemente doloroso contemplar la destrucción más absoluta. La vista se nubla al romperse la imagen bucólica de las terrazas cultivadas de los valles con los desheredados que transportan en brazos a sus hijos heridos. Hasta en las montañas se ven los desgarros causados por los zarpazos del seísmo que descienden, como llagas abiertas, supurando piedras y tierra. El olfato se resiste a cambiar el perfume de los pinos y de la cosecha de maíz a medio recoger por la peste nauseabunda de los cuerpos descompuestos bajo los escombros, que las manos de familiares, vecinos y amigos, atrofiadas de tanto escarbar, no lograron sacar en aquellas tres primeras semanas de la catástrofe en las que permanecí en Pakistán. El oído, sin embargo, se agudiza por el silencio con que lloran las víctimas y el crujir de los árboles arrancados por avalanchas inmisericordes.

La espalda del dragón, en cuyos pliegues florecen valles de ensueño, fue el telón de fondo del seísmo que se cobró 70.000 vidas y dejó sin hogar a tres millones de personas. La mayoría de quienes lo han perdido todo, desde sus seres queridos hasta sus humildes viviendas, son campesinos desperdigados en caseríos por los bancales que moldean las faldas de las montañas, mientras éstas se transforman en colinas que abren los valles hasta inundarlos de luz.

El epicentro se situó a poco más de una decena de kilómetros de Muzaffarabad, capital de la Cachemira paquistaní. Su onda expansiva asoló toda esa región, cruzó por el Este la Línea de Control que divide con India el disputado Estado de Yamu y Cachemira y causó al otro lado de la frontera 1.300 muertos. Al Oeste, su orgía destructora se adentró, a través de montañas y valles, por el noreste de la Provincia Fronteriza del Noroeste paquistaní (NWFP).

Buena parte del llamado techo del mundo, porque incluye sus cimas más elevadas, se concentra en Pakistán. Desde el K2, que con sus 8.611 metros es el segundo pico más alto -apenas 200 menos que su vecino chino-nepalí, el Everest-, hasta casi medio centenar de cumbres que rebasan los 7.000 metros e incluso los 8.000, como el Nanga Parbat, que, con sus 8.125 metros, no es la montaña más alta, pero sí la más grande de la Tierra.

Lo que muchos de los habitantes de la región no sabían hasta hace muy poco es que bajo ese techo de cimas altivas se dan cita tres placas tectónicas. Se trata de la placa india, la iraní y la euroasiática. La placa india, también denominada indo-australiana, avanza hacia el norte a un ritmo de cinco centímetros al año, lo que genera en el subsuelo una brutal presión, que pugna por crear en el Himalaya -una cordillera joven aún en formación- nuevos pliegues montañosos.

Según Roger Bilham, de la Universidad de Colorado (EE UU), el terremoto de octubre, de magnitud 7,6, liberó una ínfima parte de la energía acumulada por el continuo roce de esas placas. Como otros muchos científicos, él está convencido de que antes o después se producirá en la zona un seísmo superior al que en 1960 sacudió Chile, que, con una magnitud de 9,5, ha sido el mayor registrado desde que en 1935 el geofísico norteamericano Charles Richter (1900-1985) inventara la escala de medición sismológica que lleva su nombre.

Se estima que al año se producen en el mundo unos 800 temblores con magnitudes entre 5 y 7; unos 50.000 entre 3 y 5, y uno que sobrepasa 7,1. Pero Bilham sostiene que en la región comprendida entre el área central del Himalaya, el sur del Karakorum y el este del Hindu Kush existe potencial para generar varios terremotos que rebasen la magnitud 8, y que, de todas las zonas en movimiento de la corteza del planeta, ésa es la más vulnerable en cuanto a pérdida de vidas humanas. Científicos indios y paquistaníes han anunciado que morirán más de un millón de personas en una de esas brutales sacudidas sísmicas, pero, pese a ello, cada día son más los que pueblan el área de conjunción de las tres placas tectónicas.

¿Qué suerte de embrujo ejercen esas ciclópeas montañas separadas por el zigzagueo caprichoso de ríos que a lo largo de su curso siembran de fértiles valles la tierra por la que se han abierto camino? ¿Qué fatalismo maldito ata a los hombres a las parcelas de las que se alimentan, pero cuya producción no les saca de la pobreza? ¿Coraje, insensatez, ignorancia o tal vez simplemente sumisión al destino?

Arrogantes y feroces, las montañas de Pakistán se han convertido en el principal foco de interés turístico de este país del subcontinente asiático, con 160 millones de habitantes. Aquella mañana de sábado, el terremoto, pese a que su epicentro estaba a 500 kilómetros de distancia, se dejó sentir con claridad en Gilgit, una ciudad establecida hace más de 2.000 años por los mercaderes de la Ruta de la Seda en el cruce de caminos de Asia central y hoy día urbe principal de las Áreas del Norte de Pakistán.

Tras el susto inicial, los tres españoles que acababan de llegar a Gilgit, después de practicar el senderismo en las montañas chinas, no se dejaron intimidar por las circunstancias que les obligaban a permanecer en el techo del mundo. Los Fokker, que vuelan entre Islamabad y esa ciudad situada a 1.500 metros sobre el nivel del mar, estaban saturados con paquistaníes ansiosos por socorrer a sus familias. Por tierra no se podía acceder a la capital paquistaní porque las avalanchas habían bloqueado varios segmentos de la carretera del Karakorum, conocida por sus siglas en inglés KKH (Karakorum Highway), una vía de 1.200 kilómetros de longitud que une la ciudad de Hasan Abdal -40 kilómetros al oeste de Islamabad- con la ciudad china de Kashgar.

Garbiñe López de Luzuriaga, de 30 años; Enrique Torrecilla, de 50, y Óscar García, de 45, optaron entonces por seguir con la pasión senderista que les había llevado a Pakistán. Afortunadamente para ellos, la KKH estaba abierta hasta el Nanga Parbat (Montaña Desnuda), la impresionante mole que, según los paquistaníes, simboliza a una mujer tumbada, cuyo voluptuoso aspecto de tranquilidad se vuelve con frecuencia traicionero para vengarse de quienes pretenden conquistarla. Esto le ha valido el apodo de la montaña asesina.

La cima del Nanga Parbat fue conquistada en 1953 por el alpinista austriaco Hermann Buhl. Más de 50 personas, entre escaladores y porteadores, habían perdido la vida en varias expediciones anteriores de los alpinistas más afamados de su época. Sucumbieron a la impiedad de esta montaña, que sorprende con desprendimientos de enormes planchas de sus paredes de hielo, con inesperados cambios climáticos, avalanchas y ventiscas. El Nanga Parbat ofrece a los senderistas, sin embargo, una experiencia inolvidable por su amplia base de naturaleza salvaje.

En estos lugares recónditos del planeta, el azar disfruta jugando sus bazas siempre inesperadas y desconocidas. Lo que los tres bilbaínos jamás pudieron imaginarse fue que, mientras ellos hacían trekking, estallaba en Gilgit (250.000 habitantes) una sangrienta revuelta comunal entre la mayoría musulmana suní y los chiíes. El autobús en el que volvían a la ciudad les abandonó sin una explicación a las puertas de ésta. Efectivos del Ejército los recogieron y les trasladaron por calles recorridas por blindados y desiertas por el toque de queda. Encerrados en un hotel, junto a otros montañeros occidentales, el tableteo seco de ametralladoras invisibles y el ronco avance de los tanques por el asfalto fueron, sobre todo para López de Luzuriaga, bastante más insoportables que las réplicas del terremoto que de vez en cuando se percibían.

Según cuenta Óscar García, gracias a la insistencia de la Embajada de España, el Ejército paquistaní evacuó en un convoy militar a la cuarentena de turistas atrapados en Gilgit más por la brutalidad del hombre que de la naturaleza. La aventura, sin embargo, no terminó ahí. Diez días después del terremoto, y apenas uno desde que las excavadoras habían desbloqueado la KKH, una nueva avalancha había cortado la carretera. Guiados por militares, los extranjeros atravesaron a pie el tramo cubierto de enormes piedras y tierra hasta subirse al autobús que les aguardaba al otro lado.

La KKH, que discurre atrevida hasta casi lo imposible por el filo de la cadena de montañas, tardó en construirse dos décadas y dicen que por cada uno de sus kilómetros se cobró la vida de un obrero. Se inauguró en 1982, como símbolo de la buena cooperación existente entre China y Pakistán.

Desde Mansera, 200 kilómetros al norte de Islamabad y capital del distrito del mismo nombre de la NWFP, parte la carretera que atraviesa Balakot y el esplendido valle de Kagan, uno de los más bellos del planeta. Ésta era la antigua ruta que, al llegar a la ciudad de Chilas, enlazaba con la carretera del norte. Hoy en día todo este trazado, que enfila el paso fronterizo de Junyerab, a 4.934 metros de altitud, después de atravesar glaciares como los de Batura, Gulmit o Gulkin, forma parte de la KKH, que también une Chilas con Mansera por una vía -menos tortuosa que el valle de Kagan- que sigue en buena parte el curso del río Indo.

Balakot, en la bocana del valle, un delicioso pueblo de 35.000 habitantes, lleno de pequeños hoteles colgados de las orillas de la garganta del Kunhar, fue el que sufrió con mayor virulencia la sacudida sísmica. El 90% de sus edificios quedaron totalmente destrozados, aplastados o simplemente desaparecidos: se habían precipitado sin dejar rastro al lecho del río. En el hospital móvil del Comité Internacional de la Cruz Roja, montado junto a las ruinas de Balakot por 14 cooperantes españoles, dos semanas después de la catástrofe se seguía recibiendo a heridos que aún no habían sido atendidos por un médico. Descendían de las montañas por su propio pie durante uno o dos días o eran transportados en una cama por familiares y vecinos. Uno de los mayores problemas causados por el terremoto fue la destrucción de las precarias carreteras de la zona, lo que dejó aislados durante semanas a cientos de miles de supervivientes, muchos de ellos con huesos rotos y traumas severos, que habían perdido, además de a sus seres queridos, sus casas y sus escasas pertenencias. No tenían alimentos, ni medicinas, ni medios para defenderse de la lluvia o el frío mientras las primeras nieves del otoño cubrían las cumbres cercanas. Kagan, Nelum y Yelum se convirtieron en valles de lágrimas, mientras la tierra seguía temblando y el pánico se pegaba a las tripas de las víctimas hasta hacerles castañetear los dientes. En los primeros 10 días se produjeron alrededor de 800 seísmos, una decena de los cuales superó la magnitud 5 en la escala de Richter. Por entonces, la carretera de Balakot a Mansera era la viva imagen del éxodo del miedo. Avanzaban con lentitud coches, camiones y autobuses abarrotados de gentes con la esperanza de encontrar refugio entre los familiares residentes en las grandes urbes de Karachi, Lahore, Rawalpindi, Peshawar o Islamabad. También huían a pie muchos de los dedicados al pastoreo, que habían recogido a sus familias y atado a lomos de cabras, bueyes o burros sus paupérrimos bienes para escapar hacia una tierra que tiemble menos. La mayoría, sin embargo, sin saber adónde ir, se quedó en la zona siniestrada.

Hoy le llaman 'el valle de la muerte', pero Kagan, alentado por la bonanza económica de los últimos años, se había constituido en el principal destino turístico de la minoría adinerada paquistaní y trataba de establecerse como punto de referencia del senderismo internacional. Lo tendrá difícil: sus pintorescos pueblos, aldeas y caseríos quedaron reducidos a escombros, la carretera fue borrada del mapa y, durante casi un mes, sólo los helicópteros penetraron en su maltrecho dominio.

De inigualable belleza, el valle, de 155 kilómetros de largo, se extiende por el curso del Kunhar, que se nutre de torrentes, arroyos y lagos de aguas cristalinas. La mayoría de los visitantes accede a Kagan por su puerta sur, Balakot, que apenas alcanza los 900 metros sobre el nivel del mar y ofrece un clima benigno. En verano, sin embargo, son legión los que lo exploran desde el pintoresco pueblo de Naran, situado a un tercio de su confín, el paso de Babusar, que a 4.145 metros de altitud conecta la NWFP con las Áreas del Norte.

A las dos semanas del terremoto, las palas mecánicas del Ejército habían logrado hacer un camino de la carretera que serpenteaba montaña arriba desde Balakot hacia el interior de Kagan. La ascensión era difícil, y, a la tercera revuelta, Mir Alan, de 70 años, se había sentado a descansar sobre una piedra. Su mujer y su hijo habían muerto, y él, con lo poco que pudo recuperar escarbando entre los escombros de su casa, iba a reunirse en Kawai, una treintena de kilómetros valle adentro, con su hija y su nieto, que, aunque heridos, habían sobrevivido.

Hacía sólo seis meses que Mir Alan, carpintero en la populosa urbe de Karachi, se había jubilado para volver a su pueblo, Mangli, en la otra orilla del río Kunhar. "Afortunadamente, el puente no se derrumbó y he podido cruzarlo para irme con mi hija", decía con resignación.

En el vértice de la zona bañada por los monzones, la vegetación de Kagan, como la de Cachemira, es frondosa y variada, pero el valle destaca sobre todo por la riqueza de su paisaje. Conforme se asciende a la meseta de Shogran, enmarcada en un circo de montañas, las vistas son espectaculares. Aún más arriba, los pescadores se ufanan de que "las truchas del lago Saif ul Muluk son las más sabrosas de la Tierra". Dicen que el lago, situado a más de 3.000 metros de altura, y su entorno conformaban las posesiones del príncipe Saif ul Muluk tras su boda con la princesa Badiul Yamal, quien, según cuenta una antigua leyenda persa, se casó con el valiente que la libró de los seis demonios que la atormentaban.

El Kunhar nace casi en los confines de Kagan. Sus fuentes, a 4.000 metros de altura, dan primero origen al lago Lulusar. Este río, cuyas aguas en aquellas primeras semanas de la tragedia bajaban rojas debido a las avalanchas producidas por las continuas sacudidas sísmicas, tiene múltiples afluentes que horadan las montañas para propiciar sus correrías. Uno de ellos abrió, un poco más al norte de Saif ul Muluk, un estrecho valle, casi un desfiladero, entre Cachemira y Kagan.

La única carretera de la zona que no resultó bloqueada por el seísmo es la que parte de la machacada capital cachemir, Muzaffarabad, hacia Balakot. En realidad, son más intereses políticos que diferencias geográficas los que separan la Cachemira paquistaní del extremo noreste de NWFP. India incluso denomina "Cachemira ocupada" a las Áreas del Norte de Pakistán. Conforme el coche enfilaba, montaña arriba, la empinada vía, la espectacularidad del paisaje desdibujaba el horror. Los bancales de arroz, verduras y frutales parecían paletas de colores en las que resaltaban los tejados de los caseríos, en su mayoría formados por dos grandes planchas de uralita. Lo que no se veía desde la distancia es que habían dejado de ser tejados para convertirse en siniestras tapaderas. Bajo ellos se había derrumbado todo.

Como Kagan, el espléndido valle del Yelum, que penetra en la Cachemira india, quedó arrasado, al igual que el del Nelum y el de Arja, donde se han establecido los más de 300 militares españoles de la Fuerza de Reacción Rápida de la OTAN que colaboran en el establecimiento de campamentos semipermanentes, dotados de la infraestructura necesaria para facilitar la vida a las víctimas de la tragedia.

Arja, cerca de la frontera con India, es uno de esos valles en que, cuando se quedaron aislados, ni los helicópteros se aventuraban a socorrer a sus habitantes, porque son tan estrechos y pendientes que los pilotos temen aterrizar. Los primeros en llegar allí fueron los cooperantes y socorristas de distintas ONG y servicios de urgencia españoles que acudieron en ayuda de Pakistán a través de la Agencia Española de Cooperación Internacional.

"¿Qué más da dónde esté, adónde vaya o de dónde venga? Todo está destruido", aseguraba con rabia Bahadar, un anciano de barba teñida de rojo por la hena, práctica tradicional entre las tribus del norte, y también de muchos pastunes, la etnia dominante en NWFP. El anciano, que dijo tener "unos 70 años" y había recorrido a pie los 11 kilómetros que separan Balakot de Kolian, una aldea de la que no quedaba más que un montón de escombros, se sentó solo en mitad de las ruinas y dejó vagar su mirada por las imponentes cumbres nevadas, testigos impasibles de la miseria de los hombres.

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