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BARCELONA MUSEO SECRETO
Columna
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El sombrero hace al hombre

La doble circunstancia favorable del frío intenso y las fechas navideñas, en las que se compra y se regala sin tasa, hace que estos días esté abarrotada Mil, que es probablemente la mejor sombrerería de Barcelona, en la calle de Fontanella desde el año 1917. La dueña, Nuria Arnau, y las dependientas no dan abasto, pero se mueven con calma y gastan una cortesía intemporal, como su negocio. Desde luego, los escaparates de las sombrererías como ésta (o como la otra centenaria tienda de sombreros barcelonesa, El Rey de la Gorra, en Creu Coberta, en el barrio de Sants, con el inconfundible rótulo modernista del enano cabezudo) tienen su hechizo. La variedad de sombreros de diferentes modelos y diseños, suspendidos tras el cristal como flotando en el vacío por arte de magia, da pie a especulaciones complejas, a impresiones que oscilan entre el narcisismo, el recelo y la honda preocupación. A una cabeza se le ocurre que quiere un sombrero; bien, pero elegirlo no es empresa fácil. Porque el sombrero simboliza la cabeza, y la cabeza, el hombre, como pone de manifiesto el collage de Max Ernst C'est le chapeau qui fait l'homme, de 1920, donde un montón de sombreros -fotos recortadas de un catálogo- están dispuestos a lo largo de unos cilindros transparentes, de vivos colores, que sugieren extraños híbridos de plantas y seres humanos: en aquella época todavía ir con la cabeza cubierta era lo común y corriente, y el sombrero podía ser símbolo de convencionalidad, o sea de adocenamiento, sobre todo para dadaístas como Ernst. Hoy es más bien lo contrario. Como es una prenda que ha caído en desuso, llama la atención, distingue para bien o para mal a la cabeza que lo porta.

¿Por cuál modelo decidirse, por qué color o estampado, entre cuantos ofrece Mil? Seguramente hay un modelo ideal que corresponde a la forma, tamaño y proporción de la cabeza de cada uno como anillo al dedo; la cabeza que yerre al elegir andará ofreciendo una estampa errónea, incluso monstruosa. Si las alas son muy cortas, como en el modelo alpinetto, parecido al tirolés, que tan bien sienta a los jóvenes desenvueltos, cool, que últimamente lo han puesto de moda, a lo peor la cabeza parecerá la de un espíritu ratonil, un pobre diablo. Si demasiado anchas, sugerirá vanidad, fatuidad, amaneramiento. ¿Qué hacer? El modelo traveller, de copa media y ala baja, mediana y rígida, lo lucía con mucho aplomo Sean Connery en la saga de Indiana Jones, pero ¿no se parece demasiado a esos deprimentes sombreros flácidos y arrugados que solía llevar Woody Allen hasta que en un rapto de lucidez los sustituyó por la gorra de pillete dickensiano que luce ahora? El cómico Buster Keaton solía llevar en sus películas un canotier de paja o un airoso porkpie, de copa chata, muy elegante y difícil, que daba un plus de excentricidad, una sugestión de frescura y dinamismo a su "cara de piedra" (tal era el apodo que se ganó en la profesión), y es probable que Samuel Beckett eligiese a Keaton para protagonizar su cortometraje sin palabras Film no sólo por su rostro trágico de expresión imperturbable, ni por su experiencia como genio del cine mudo, sino también por la intensa relación que mantenía con su porkpie, ya que el sombrero había de tener en Film enorme protagonismo. Y no sólo en Film.

El sombrerero Joan Prats sólo colocaba en los escaparates de su tienda de la Rambla de Catalunya dos piezas: en el de la derecha una gorra de piloto, gorra de cuero con orejeras y antiparras; y en el de la izquierda un bombín, de fieltro rígido, de copa redonda y ala abarquillada, y esos dos artículos, destacados como joyas en estuches de cristal, venían a representar la modernidad y la elegancia. Desde luego, a principios del siglo XX, antes de caer en completo desuso, el sombrero hongo o bombín era de rigor en todo hombre elegante. En los álbumes fotográficos de Marcel Proust le vemos, solo o en compañía de sus desocupados amigos del bulevar Montparnasse, todos con bombín. En la biografía que Painter escribió en los años cincuenta, que Alianza Editorial tradujo en 1971, y que por consejo de Rolando yo leí hace unos meses con mucho aprovechamiento, se cuentan numerosos episodios conmovedores; entre ellos me llamó la atención la tarde en que Proust, después de años enclaustrado en su dormitorio escribiendo la Recherche y acercándose a la muerte, se levanta, se echa sobre el camisón el abrigo de pieles, y se hace conducir al Bois de Boulogne para refrescar sus recuerdos de cuando allí celebraba fiestas con sus amigos. Quería tomar algunas notas del natural. Con sorpresa y desaliento observó que las mujeres llevaban ahora en los sombreros frutas y plantas absurdas, y, peor todavía: que los hombres iban a cabeza descubierta. En las tardes de sol ya no se llevaba sombrero. Cierto que Proust cultivaba en el vestir cierto anacronismo, pero aquella visión en el bosque le mostraba de manera bien explícita que ya pertenecía a otro mundo.

Un sombrero en el bosque, rodando entre los árboles, sobre las hojas secas, ¿a qué recuerda esta imagen? A la primera secuencia de Miller's Cross (Muerte entre las flores), la mejor película de los hermanos Coen. Es el sueño angustioso y recurrente de Tom Reagan (Gabriel Byrne): su negro sombrero vuela entre los árboles otoñales, pero él no puede correr a recogerlo y prefiere perderlo; del mismo modo preferirá perder al amigo y a la amante, porque, como le explica a ella, "no hay nada más ridículo que un hombre corriendo tras su sombrero".

museosecreto@hotmail.com

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