No falla
No falla. Hace unas semanas se detuvo en Tenerife el general croata Ante Gotovina, uno de los tres más buscados criminales de guerra -supuestos, pero más que probables- de los conflictos de los Balcanes, junto con los serbios Mladic y Karadzic, todavía huidos y sin duda bien protegidos y resguardados por muchos de sus compatriotas, como lo habrá estado Gotovina por los suyos. Nada más conocerse su detención, de hecho, numerosos croatas salieron a las calles de Zagreb y de otras ciudades para protestar por el abuso y la enorme injusticia, y un rápido sondeo arrojó como deprimente resultado que más o menos la mitad de su pueblo considera al general un héroe, un patriota y ahora un mártir. Eso es lo que nunca falla, y quizá no esté de más señalarlo en un día como hoy, que en el mundo occidental conmemora -vaga, rutinaria y pantagruélicamente- el nacimiento de alguien cuya aportación más novedosa fue la de recomendar a sus semejantes que evitaran por todos los medios hacer daño, e hicieran el bien (aún más difícil).
Se supone que la humanidad en su conjunto, y desde mucho antes de la fecha de hoy de hace 2005 años, está de acuerdo en que no se debe matar. Es una suposición tan incomprensible como infundada. No ha habido asesino en la historia que no haya suscitado adhesiones, tanto mayores cuanto mayores sus asesinatos. A menudo se ha barajado la irónica idea de que si uno mata a una sola persona, es un criminal y va a la cárcel o a la horca; pero si mata a unos centenares de miles, no digamos a unos millones, se convertirá muy pronto en un Padre de la Patria y se le erigirán estatuas como a un santo. Pero ni siquiera la primera parte de esta idea es del todo cierta: es bien sabida la fascinación que los asesinos modestos -los que tan sólo se han cargado a particulares que pasaron cerca de ellos- provocan en mucha gente aparentemente normal y aun bienintencionada. Recuerdo haber visto, años atrás, un documental sobre varios criminales confesos de estas características, norteamericanos. Ni uno solo vivía enteramente repudiado: todos recibían montones de cartas, de enamoradizas mujeres con gran frecuencia, y no pocos habían contraído matrimonio en prisión con alguna de estas admiradoras de sus fechorías (a distancia). La fama, tal vez, a la que con ardor contribuyen los medios de comunicación de todo el mundo. Desde que se cometieron los asesinatos de las llamadas "niñas de Alcàsser", he visto tantos perfiles del fugitivo Anglès en la prensa que no me cabe duda alguna de que, de haber sido apresado y estar encerrado en una penitenciaría, le saldrían aspirantes a novias y a novios de debajo de las piedras. No pese a sus repugnantes delitos, sino precisamente por ellos.
En cuanto a los genocidas, a los verdaderos (ahora se emplea el término para cualquiera, trivializándolo), todos gozaron de la mayor popularidad, y los que viven aún gozan de ella. No hay que remontarse a los idolatrados Hitler, Stalin y Mao. Franco, tan sólo aprendiz de éstos y de cuya muerte se acaban de cumplir treinta años, falleció adorado por buena parte de los españoles, y aún le quedan partidarios, descubiertos o encubiertos (claro que en algún caso conspicuo la cosa se explica sola, habiendo sido terrorista en su día el actual fan franquista). Para qué hablar de Pinochet, de Milosevic y de Castro, todos ellos defendidísimos mientras no caen en desgracia, y aun después, bastante. A Bush Jr, Blair y Aznar no puede tildárselos de genocidas ni de asesinos, pero sí de criminaloides desde que se reunieron en las Azores para iniciar la carnicería de Irak que no cesa, sin necesidad alguna; a los dos primeros se les ha renovado el contrato democráticamente y al tercero lo reverencian políticos, ciudadanos y hasta la Iglesia Católica, cuyo jefe máximo Wojtyla estuvo contra la carnicería. Los fervorosos de Bin Laden, lejos de menguar, aumentan con cada atrocidad cometida en su nombre, y a los pistoleros de ETA les ha sobrado siempre el apoyo: no son pocos los pueblos vascos que les rinden homenajes o, entregándose al travestismo, los proclaman "reinas" de sus festejos.
La explicación más tranquilizadora para tanto devoto de asesinos por ahí suelto es que el común de las gentes finge condenar el asesinato universalmente, pero en realidad lo condena sólo según quién lo cometa: si es de los míos, una de dos, o no lo ha hecho y lo acusan en falso, o sus motivos tendría, motivos rectos, imperiosos, santos. Sin duda esto se da muchas veces, pero el esquema no bastaría para explicar la atracción y la ternura hacia los asesinos modestos de que hablé antes, y que surgen sin apriorismos, es decir, el asesino cae simpático o es amado por haber cometido sus asesinatos, no por ser ya con anterioridad "de los nuestros". Quizá haya que concluir, en estos días de Navidad y de deseos de paz en la tierra y todo eso, que buena parte de quienes la celebran y de los que no, en la tierra entera, no quieren paz ni en pintura, sino que son verdaderos entusiastas del asesinato y del crimen y sólo esperan al próximo para también vitorearlo.
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