Un mundo sin rumbo
Cómo conseguir que las armas nucleares, al igual que la esclavitud o el genocidio, se conviertan en un tabú y en una anomalía histórica?". Mohamed el Baradei, ciudadano egipcio y director del Organismo Internacional de la Energía Atómica, fue quien se hizo esta pregunta en Oslo, el 10 de diciembre, en el discurso de recepción del Premio Nobel de la Paz. Hace 60 años, el 6 de agosto de 1945, Estados Unidos lanzó la primera bomba nuclear de la historia, sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, y tres días después, una segunda bomba sobre Nagasaki. Murieron 230.000 personas y varios miles más fallecieron en los años siguientes por las secuelas y enfermedades inducidas por la radiación nuclear. Los hibakusha, o supervivientes, de aquel holocausto atómico son todavía 267.000 y su promedio de edad es de ya 73 años. Eran todos niños o adolescentes en aquel agosto trágico que marcó sus vidas. Ahora son la memoria viva de una época que se va, pero cuyas sombras siguen proyectándose con intensidad sobre la nuestra.
El peligro nuclear inaugurado entonces es hoy la mayor amenaza a la seguridad según la mayoría de los expertos, muy superior al terrorismo, porque las propias armas nucleares pueden caer en un momento u otro en manos de grupos extremistas o de Estados dispuestos a apoyarles. Japón es ahora una potencia pacífica, aunque sus vecinos, Corea del Sur y China, siguen viendo en ella el militarismo y el expansionismo que la caracterizó hasta hace 60 años. China se codea entre los grandes y desea acrecentar su respetabilidad internacional, pero su contencioso con la isla de Taiwan constituye una amenaza permanente a la paz en esta zona de Asia. India y Pakistán, los dos con el arma nuclear, cuentan con un potencial conflictivo afortunadamente amortiguado, principalmente por la evolución del país musulmán, cada vez más pegado a la política norteamericana; aunque ambos han hallado un motivo para desactivar viejos contenciosos en la solidaridad mutua con las víctimas del enorme terremoto de Cachemira, la región fronteriza disputada, donde las víctimas mortales sobrepasan las 85.000. El auténtico peligro nuclear está en la monarquía comunista de Corea del Norte y en la deriva extremista de Irán, después de la elección del jomeinista Mahmud Ahmadinejad como presidente del país persa.
Para que el arma nuclear sea considerada como un tabú y una anomalía, como quiere El Baradei, debiera estar lejos del alcance de personajes como este Ahmadinejad que desea borrar a Israel de la faz de la Tierra, pone en duda la propia realidad de los campos de exterminio nazis y propone a Austria y Alemania que acojan a los ciudadanos de Israel en su territorio. Hay un problema de control e inspección del combustible atómico, para evitar que sus usos pacíficos encubran los proyectos de proliferación. Pero hay otro combustible, éste ideológico, que puede servir para acelerar cualquier programa nuclear, por supuesto, pero también para cargar las mentes de los fanáticos terroristas en todo el mundo. Las ideas del presidente de Irán son este combustible terrorista, que ha llevado la muerte en masa a los transportes públicos de Londres, con medio centenar de víctimas mortales y 700 heridos; a la estación balnearia de Sharm el Sheij (Egipto), con 88 muertos y 200 heridos; además de a los ya habituales escenarios de atentados contra civiles que son Israel e Irak y a los que, por desgracia, estamos ya tan acostumbrados.
Los 60 años transcurridos desde la derrota de Alemania y Japón revelan que el antisemitismo hitleriano ha pasado a la historia y ha sido sustituido por un antisemitismo de raíz islamista, apoyado en la lectura literalista del Corán y predicado por los imanes fundamentalistas y los ideólogos de Al Qaeda. El gran público ha podido saber del suicidio de Hitler hace seis décadas, gracias a la escenificación cinematográfica de Olivier Hirschbiegel, basada en el libro de Joachim Fest El hundimiento. La sombra fílmica del Führer acerca su inhumana humanidad a los hombres y mujeres de hoy. Es de carne y hueso como nosotros. Como el ex alcalde de Teherán y ahora presidente iraní, en cuyas declaraciones cabe intuir una admiración secreta por su empeño en eliminar a los judíos de Europa.
Las sombras de 1945 se han proyectado a lo largo de todo el año, desde la conmemoración de la liberación de Auschwitz, que equivale al descubrimiento del Holocausto, hasta la de los juicios de Núremberg, pasando por la caída de Berlín y la división de Europa en áreas de influencia. Alguien temió en su día que Europa perdiera la memoria del siglo XX, pero no ha sido así; al contrario. Todo ha sido conmemorado y cada uno lo ha hecho a su manera, con su valor contemporáneo, como bien queda explicitado en el funcionamiento del Tribunal de Crímenes de Guerra de La Haya, donde se enjuicia a Milosevic y a Ante Gotovina; en el procesamiento de Pinochet y de Fujimori, o en el juicio a Sadam Husein, todos ellos hijos históricos de los juicios de Núremberg que pidieron responsabilidades a los mandatarios htilerianos. Sin lo uno no hubiera habido lo otro.
Pero hay otros casos sin relación de causa y efecto, en los que juega la comparación o la metáfora. Para Bush es evidente el paralelismo entre el nazismo y el terrorismo yihadista por un lado, y el papel liberador frente a ambos de la fuerza del bien que es Estados Unidos. Para los israelíes, acosados por los atentados suicidas de la Yihad islámica o anteriormente de Hamás, se trata de una comparación perfectamente encaminada. Incluso para muchos londinenses a los que los atentados en sus transportes públicos les recordaron el Blitz, los bombas alemanas que cayeron sobre Londres durante la Segunda Guerra Mundial. Los enemigos de Bush, en cambio, son capaces de invertir los términos de la comparación e incluso de evocar Núremberg a propósito de la guerra preventiva lanzada contra Irak. Es el caso del Nobel de Literatura, Harold Pinter, que ha denunciado "los crímenes de EE UU", los ha calificado de "sistemáticos, constantes, atroces y despiadados", y dignos de suscitar una denuncia de sus responsables ante los tribunales internacionales.
Para Putin, en cambio, la conmemoración ha servido para legitimar a Rusia como potencia europea a través de la recuperación de la Unión Soviética de Stalin como protagonista de la victoria sobre Hitler, haciendo abstracción de la hermandad de fondo entre los dos dictadores, y de los numerosos males que acarreó para quienes han sufrido las dictaduras comunistas hasta 1989. Esto es lo que se le reprochó desde los países bálticos, entonces ocupados, y desde todos los antiguos satélites, acogidos ahora a la protección americana y siempre temerosos de un regreso de la Rusia expansionista.
Se conmemora, en cualquier caso, el inicio de un nuevo orden mundial bipolar, dominado por Estados Unidos y la Unión Soviética, que duró 44 años, hasta la caída del muro de Berlín, y dividió Europa en dos mitades enfrentadas en la guerra fría. Las esperanzas abiertas en 1989 de un nuevo orden mundial, multipolar y regido por el derecho, pronto quedaron ahogadas a favor de la hegemonía absoluta de Estados Unidos, convertida en única superpotencia y dispuesta a dirigir en solitario el mundo según su propia ley. Pero también esta nueva e inquietante organización del planeta que Bush ha venido a representar, sobre todo después de los ataques terroristas del 11-S, ha sufrido una dislocación. El segundo Bush, que ganó tan ampliamente las elecciones, ha realizado durante todo 2005 una larga cambiada en su política, forzado por los fracasos internacionales, las dificultades interiores e incluso la desastrosa gestión de la catástrofe del huracán Katrina.
El mundo se ha convertido así en un equilibrio de debilidades en el que con frecuencia no se sabe muy bien si alguien está al mando. Frente a una superpotencia tan coja como su presidente, una Unión Europea sin Constitución y sin presupuesto, en la que Francia y el Reino Unido han atravesado uno de los peores momentos de sus relaciones bilaterales, mientras que Alemania, la clásica locomotora económica, quedaba empantanada en sus reformas y en el relevo político de Gerhard Schröder por la primera canciller mujer y del Este, Angela Merkel. Rusia, debilitada geopolíticamente por la ampliación de la UE y de la OTAN, dedicada a fortalecerse como Estado sobre los beneficios enormes que le proporciona el incremento de los precios del petróleo, sin que sus dirigentes sepan eludir los reflejos autocráticos y nacionalistas. Y China, con todo su empeño en controlar a una población cada vez más díscola y a seguir creciendo, a costa de los precios de las materias primas, el petróleo principalmente, cada vez más altos como resultado de su demanda imparable.
El secretario de Naciones Unidas, Kofi Annan, no ha podido realizar su proyecto de reformar la institución a los 60 años de su fundación, gracias sobre todo a la decidida obstaculización de Washington. Pero Estados Unidos no ha podido sustraerse a las presiones para sumarse al debate multilateral sobre el calentamiento del planeta, lanzado en Montreal. A regañadientes, empieza a entender que no basta con la superioridad tecnológica y militar, y que a la superpotencia imprescindible también la diplomacia y las alianzas le son imprescindibles. Si hasta ayer mismo se ponía en duda desde Estados Unidos que hubiera calentamiento global alguno ocasionado por las emisiones de gases industriales, ahora ya sólo se pone en duda que las medidas establecidas en el Protocolo de Kioto sean eficaces. No ha cambiado la opinión de la Casa Blanca, sino la de los norteamericanos. La mitad considera que es un problema serio y un tercio incluso creen que el Katrina es consecuencia directa del calentamiento. A la sensación de desgobierno político del mundo, o de una avería tremenda de la política, se suma así la de desgobierno de la naturaleza en un mundo que se dirige hacia el caos ecológico.
La misma sensación de avería se desprende de los desórdenes sociales que acompañan a la globalización económica. Son los casos de la llegada masiva de inmigración, que ha dado las imágenes turbadoras de las vallas de Melilla y Ceuta, o de las revueltas de los suburbios franceses. Las políticas de inmigración van muy detrás de una presión cada vez más difícil de soportar sobre las fronteras exteriores de Europa. Y los modelos de integración, bien sean los multiculturales, como el holandés o el británico; bien sea el republicano, como el francés, se han revelado ineficaces y obsoletos ante la aparición de una amplia capa de la población que queda en los márgenes de la sociedad y de la ciudad organizada, a disposición de la delincuencia, el terrorismo, los fundamentalismos extremistas o los desórdenes callejeros, como los que Francia ha vivido en el otoño caliente de los suburbios.
¿Podría hoy día un intelectual árabe y musulmán reivindicar con la cabeza bien levantada y con toda la credibilidad ante el mundo la idea norteamericana de libertad y de ciudadanía? Otro Nobel de Literatura, el alemán Thomas Mann, impartió hace 60 años una conferencia, en la Biblioteca del Congreso de Washington, bajo el título de Alemania y los alemanes, en la que expresaba su satisfacción por la posesión de la ciudadanía norteamericana, que identificaba precisamente con la categoría de ciudadano del mundo. Los aliados habían dejado su país como un erial, habían bombardeado sus ciudades y estaban imponiéndoles una paz que supondría el desplazamiento de 12 millones de personas desde los antiguos territorios del III Reich a la nueva Alemania reducida y pronto dividida. Pero para quien fue quizá el mayor escritor del siglo XX, Estados Unidos era el símbolo de la libertad y de la humanidad misma frente al régimen criminal que acababa de hundirse. ¿Cabe imaginar algo así hoy día?
La última encuesta del prestigioso instituto de encuestas norteamericano Pew Research Center registra algo difícil de comprender. China, que aplica la pena de muerte cada año a más de 3.000 personas, no cuenta con un régimen de libertades y está dirigida autoritariamente por un partido único, tiene mejor imagen internacional que Estados Unidos y, en concreto, las opiniones públicas de los países más avanzados, como el Reino Unido, Francia, Alemania o la propia España, tienen mejor imagen del Imperio del Medio que de la superpotencia americana. Es cierto que en Estados Unidos también se aplica la pena de muerte: a finales de 2005 se ha alcanzado el millar de ejecuciones desde que se reimplantó en 1977, tras 10 años de moratoria decidida por el Tribunal Supremo -tres veces menos en 30 años que China en uno-, y que ésta es una de las cuestiones que separa a los norteamericanos de los europeos. Pero algo muy profundo ha cambiado en el mundo para que la imagen de América en 2005 haya virado en su contraria 60 años después: un país que tortura, mantiene un archipiélago de cárceles ilegales en el mundo, declara la guerra aduciendo razones falsas, intoxica a su opinión pública y a la de los países aliados y, finalmente, es incapaz de actuar con la eficiencia y la celeridad que se le supone a la primera y única superpotencia cuando se encara con una catástrofe natural que asuela una de sus grandes ciudades.
Hay algo de injusto e inmerecido en esta imagen antitética, sobre todo si se abarca en ella a la entera sociedad americana, a su historia y cultura, o a sus tradiciones políticas y jurídicas. Y todavía más si se profundiza en el ejercicio comparativo con la Rusia de Putin o la China de Hu Jintao. Pero los amigos que tiene Estados Unidos en el mundo árabe y musulmán, para seguir con el símil de Thomas Mann, no son los escritores y los intelectuales liberales y demócratas, sino los dictadores que se ofrecen amablemente para realizar las tareas menos recomendables y vistosas. Mandatarios como Pervez Musharraf en Pakistán o Mubarak en Egipto, entre muchos otros, son los que han permitido a los servicios secretos norteamericanos la deslocalización de la tortura en las instalaciones policiales de sus respectivos países, como anteriormente los amigos saudíes fueron los que derrocharon sus fortunas en fomentar el fundamentalismo islamista que ha alimentado a los terroristas suicidas. Éste es otro de los temas que separa a Estados Unidos de la Unión Europea, aunque algunos de los países de reciente incorporación cuenten entre los territorios sospechosos en cuanto a instalaciones de tortura norteamericana. Los antiguos países comunistas se hallan en posición de desventaja a la hora de sufrir presiones del gigante americano, y sus dirigentes han sido tradicionalmente muy comprensivos ante cualquier iniciativa de Washington como reacción a los cuarenta años de obligada sumisión a Moscú. Pero ha sido una mujer del Este, Angela Merkel, recién llegada a la cancillería de Berlín, la primera en mostrar su disconformidad a la secretaria de Estado, Condoleeza Rice, por los vuelos secretos y las cárceles clandestinas que mantiene Estados Unidos en el mundo, y especialmente en Europa.
Los discursos de recepción de dos premios Nobel de este año, el de Literatura, Harold Pinter, y el de la Paz, Mohamed el Baradei, reflejan el estado de espíritu de este mundo desgobernado e inquieto con las sombras de 1945. El escritor, vituperador indignado por la guerra ilegal y sus mentiras, lanza sus dardos desmesurados contra Tony Blair y George Bush. Mucho más práctico y político, el jurista y funcionario internacional, avalado por su dedicación a la inspección nuclear y por el multilateralismo de la institución que dirige, pide a las potencias nucleares que reduzcan sus presupuestos militares y los dediquen a combatir la pobreza. En este mundo del terrorismo global y de las armas de destrucción masiva, sirve el mensaje de Kofi Annan a los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki: "Hoy todos somos hibakusha". Del terrorismo, de la proliferación nuclear, de la tortura, de la acción de los Estados que se niegan a plegarse a la legalidad internacional. Identificados con el punto de vista de las víctimas.
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