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¿Adiós al franquismo?

El mes pasado se recordaron ampliamente la muerte de Franco y el legado de su dictadura. Este periódico, por ejemplo, destacó que un tercio de los españoles no había nacido todavía el día en que murió Franco y que la dictadura apenas perduraba en unos cuantos nostálgicos y en cientos de monumentos erigidos por los vencedores de la Guerra Civil. Javier Cercas, en un artículo publicado también en estas mismas páginas (Cómo acabar de una vez por todas con el franquismo, 29 de noviembre), concluía que si la democracia reparara, por fin, "moral, jurídica y económicamente" a las víctimas del bando republicano y a los perseguidos por la dictadura, podría quedar el franquismo confinado "en el ominoso rincón que le corresponde" y acabar, de paso, con su "inmisericorde recuerdo" cada aniversario de la muerte del dictador.

Por esas mismas fechas, sin embargo, Manuel Fraga, en una entrevista publicada en Corriere della Sera (16 de noviembre), había hecho una desaforada defensa de Francisco Franco y de su régimen político, recordando a los italianos las excelencias del que fue durante tanto tiempo su jefe y los enormes beneficios que su sistema de gobierno ("ni fascista, ni totalitario") dejó a todos los españoles: paz, prosperidad y el camino despejado para la democracia.

Fraga tiene poderosas razones para pensar y decir eso del franquismo, para presentarlo como un proceso racional y objetivo de su propia experiencia personal y política. El ministro de la dictadura y político de la transición utiliza en este caso la historia no sólo para recordar el pasado, sino también, y sobre todo, para conmemorar, conformar y legitimar el presente.

Así pues, mientras que algunos escritores e historiadores plantean el asunto de las víctimas y ofrecen una solución lógica y razonable, la posición de Fraga, que debe tener muchos seguidores entre sus compañeros ideológicos y de partido, dado que a nadie molesta, complica el panorama y aleja ese día soñado de "acabar de una vez por todas con el franquismo". ¿Qué hacer con las víctimas? ¿Qué hacer con la historia y memoria de aquellas cuatro décadas? Y, finalmente, ¿cómo tratar, tantos años después y en democracia, las apologías de la dictadura franquista? Éstas son, en mi opinión, las tres grandes cuestiones en torno a las que se organiza el problema. Empezaré por la última, que me parece la más sencilla de resolver.

Franco y los vencedores en la Guerra Civil pusieron en marcha y consolidaron un Estado de terror, basado en la jurisdicción militar, en juicios y consejos de guerra. No fueron grupos privados o poderes autónomos los que ejercieron la violencia, como ocurrió, por ejemplo, en Francia o Italia con la persecución de los colaboradores nazis en la inmediata posguerra. El nuevo Estado franquista tuvo desde el principio el monopolio de la violencia, con mecanismos extraordinarios de terror sancionados y legitimados por leyes. Ese sistema procesal levantado tras la guerra mantuvo su continuidad durante toda la dictadura. La tortura se legalizó con el Fuero de los Españoles, el texto político de declaración de derechos del franquismo, aprobado el 17 de julio de 1945, en el noveno aniversario de la sublevación militar. Los detenidos permanecían en comisaría días y días, humillados y atormentados. Había ocasiones en que la detención ni siquiera se registraba.

La dictadura franquista fue, en suma, un régimen de terror que violó sistemáticamente los derechos humanos. No hay ninguna duda sobre la definición y existencia de esos crímenes políticos. La transición democrática, no obstante, los perdonó, cerró ese tema, y soy de los que piensan que, además de las tremendas dificultades que ello conllevaría, no se haría ningún favor a la convivencia democrática pidiendo ahora, tres décadas después, "justicia punitiva" para los responsables y perpetradores de esos crímenes. En varios países de Europa, después de la Segunda Guerra Mundial e incluso en los años cincuenta, como sucedió en Francia con el juicio a un grupo de soldados alsacianos de las SS, los criminales fueron amnistiados en nombre de la reconciliación nacional.

Ya no se trata de juzgar a los verdugos franquistas, sino de evitar, por medio de instrumentos legales, que se haga apología de esa dictadura sanguinaria, del general que la presidió, y de impedir también que esas alabanzas puedan difundirse en público. El Partido Popular, que moviliza a decenas de miles de personas en favor de la Constitución, debería asumir que el respeto a esa misma Constitución es incompatible con la apología de la dictadura franquista, igual que lo es con la apología de cualquier otro tipo y manifestación de terrorismo.

Si la cuestión ya no reside en qué hacer con los verdugos, ¿es posible todavía la "justicia correctiva", la compensación para las víctimas? Sin duda, aunque las decisiones a ese respecto deberían tomarse pronto y basarse, en la medida de lo posible, en las conclusiones de los estudios más serios y rigurosos sobre la Guerra Civil y la dictadura de Franco, al margen de presiones o pactos políticos. Y si se atiende de verdad a la historia, no hace falta repartir compensaciones entre los dos bandos o las dos Españas. Quienes sufrieron la persecución en la zona republicana, desde los excombatientes a los excautivos, pasando por los familiares de todos los asesinados, ya fueron compensados con creces, como vencedores de la guerra, por la legislación franquista, y la Iglesia católica sigue hoy perpetuando la memoria de sus mártires, no sólo religiosos, con ceremonias de beatificación. Por el contrario, las familias de los asesinados por la violencia de los militares sublevados y las víctimas de la dictadura franquista tienen todavía pendiente ese reconocimiento jurídico y político.

A la espera de que se honre de verdad y de forma definitiva a esas víctimas, ¿cómo debe gestionarse la memoria e historia de aquellos luctuosos años? Aquí la respuesta resulta mucho más compleja. Vivimos en un país con notables desacuerdos y disputas políticas, ideológicas, religiosas y regionales, y son muchos, y no sólo Fraga, quienes usan y abusan de la historia para conformar o legitimar el presente a su gusto, para disputar cada palmo de territorio político o geográfico. Hay quienes creen que, frente a la historia triunfalista del nacionalismo español o frente a los excesos de cualquier otra historia nacionalista, debería buscarse una "historia de consenso", que subrayara lo que nos une por encima de lo que nos separa.

En todos los países capitalistas avanzados se intentó en la segunda mitad del siglo XX, tras la Segunda Guerra Mundial, construir de una u otra forma una "historia de consenso",una "gran historia" que sirviera para reorientar las tradiciones que, a través de un proceso uniformador, vincularan el pasado con el presente. Nadie lo ha logrado. Frente a la historia laudatoria del poder, utilizada y manipulada para generar una mayor lealtad de los ciudadanos a los dirigentes del Estado, siempre resonaron los ecos de otras voces marginadas por la historia oficial, que le recordaban las divisiones sociales, étnicas, lingüísticas, nacionales, religiosas y de sexo.

No hay, por lo tanto, ni debe haber, una única visión del franquismo. La historia de la Segunda República, de la Guerra Civil y de la dictadura franquista se ha convertido en un campo de batalla de diferentes interpretaciones. La tarea de repensar continuamente esa historia la tenemos ahí, demandada por muchos ciudadanos. E ilustrar libremente a los ciudadanos sobre su pasado puede traer importantes beneficios en el futuro, siempre y cuando esa educación histórica no se base en la apología de la dictadura y del crimen organizado, como hacen todavía hoy conocidos periodistas, falsos historiadores y políticos de la derecha.

Entonces, y por último, ¿adiós al franquismo? Pues no. Es un alivio vivir sin Franco y su dictadura, pero todavía veremos aparecer nuevas revisiones y reinterpretaciones. Algunos seguirán actualizando sus mentiras sobre ese pasado. Otros relatos continuarán con su mezcla de propaganda, hechos probados y justificaciones políticas. No es posible congelar esas cuatro décadas de nuestra historia, con muchos de sus actores todavía vivos, las víctimas sin compensar y con los apologetas de Franco y su dictadura vociferando a sus anchas en algunos medios de comunicación. Será cuestión de tiempo, de voluntad política y de educación cívica.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.

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