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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Trampas de la memoria

CUANDO SE PLANTEAN reivindicaciones que rozan o rebasan lo establecido por la Constitución resulta casi obligado, como parte del argumento, echar una paletada de basura sobre el proceso de transición, sus supuestos miedos y sus renuncias. La versión de aquel periodo que ha pasado a ser dominante consiste en afirmar que la oposición democrática -partidos de izquierda más nacionalistas- cedió desde los primeros compases ante la presión militar sobre la que la derecha procedente del régimen habría construido un monumental chantaje. Entre los que más aguzan el ingenio se ha convertido en tópico evocar como gran clave explicativa de todo el proceso las palabras que Lampedusa puso en boca de Tancredi en la memorable conversación con su tío, el príncipe de Salina: será necesario que todo cambie para que todo siga igual.

En España, cuando la transición, y aun antes, todo comenzó a cambiar y nada en adelante fue ya lo mismo. Se logró, a base de movilizaciones en la calle, golpes de audacia, muchas horas de negociación, y varios centenares de muertos, desmontar el aparato institucional de la dictadura, convocar unas elecciones generales y echar a andar el proceso constituyente de una democracia. No fue el miedo ni la presión militar lo que impulsó la legalización del Partido Comunista ni el restablecimiento de la Generalitat, única institución de la República restaurada a lo largo de todo el proceso. No lo fue tampoco, aunque así se haya escrito, la introducción del término nacionalidad en el texto constitucional ni la inmediata aprobación de estatutos de autonomía para Euskadi y Cataluña. Aunque la memoria todo lo mezcla y lo confunde, lo cierto es que nacionalitat goza de venerable tradición en la literatura catalanista y que su reconocimiento constituyó una irrenunciable exigencia en todos los documentos emanados de la oposición. Tan irrenunciable como la del restablecimiento del Estatuto de autonomía de 1932, meta máxima de las declaraciones y manifiestos publicados por los organismos unitarios de la oposición catalana que hizo propios el resto de la oposición española.

Lo que ahora se reivindica no es lo que entonces se retiró por miedo, por pasividad o porque la generación que dirigió, desde el poder y desde la oposición, aquel proceso estuviera formada por unos miserables a la busca de su propio provecho. Nada de eso: precisamente por el éxito de lo entonces conseguido, y porque el proceso de institucionalización política de las Comunidades Autónomas coincidió con la modificación de fronteras estatales en la Europa del Este, es por lo que desde hace unos años la reivindicación de autonomía se ha convertido en exigencia de soberanía. Instituciones de naturaleza estatal -Parlamento, Gobierno, fiscalidad, policía, tribunales de justicia- consolidadas en el interior y nuevos Estados en el exterior fueron las llaves que sirvieron para abrir una inesperada ventana de oportunidad: si éramos casi Estados y funcionábamos a la manera de Estados, y si el candado que impedía la creación de más Estados en Europa había saltado por los aires con el derrumbe de la Unión Soviética, ¿por qué no habríamos de ser, también nosotros, Estados? Como se dijo entonces: si Lituania sí, ¿por qué Cataluña no?

Así fue como comenzaron a cristalizar otras aspiraciones de futuro y como, al compás de ese cambio, se modificó la percepción del pasado. En realidad, lo conquistado en 1980 era mucho más de lo reivindicado en 1975: el nivel de autonomía del Estatuto de la República palidece ante las competencias autonómicas derivadas de la Constitución de 1978. Es que realmente no tiene nada que ver. Pero ese nivel, por mucho que hubiera más que rebasado todas las expectativas de aquellos años, se percibió como una dejación; lo conseguido se mudó en lo cedido; lo conquistado se transformó en lo traicionado. No se atrevieron: tal es el reproche; fueron unos cobardes y aquello en conjunto no fue más que resultado de un pacto de silencio y de amnesia.

Esta memoria de la transición no es más que una trampa al servicio de una operación política destinada a acelerar el proceso de deslegitimación de lo entonces realizado. Esquerra Republicana es la que mejor lo ha entendido y la que ha incluido entre sus tareas, como escribía Joan Tardà, modificar la mentalidad de todos los pueblos ibéricos (portugués incluido, al parecer). Nada mejor para cambiar la mentalidad que manipular la memoria. Y en esas andamos: si al final conseguimos construir un relato del pasado como una monstruosa traición de cobardes o como una imposición de fuerzas ocultas, estaremos legitimados para, en el presente, partir de cero, que es al cabo lo que se pretende.

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