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Reportaje:[36] MALOS DE LA HISTORIA

El juez sangriento

George Jeffreys ordenó crueles ejecuciones, torturas monstruosas y la deportación de centenares de ingleses a las colonias de América. Primero al servicio de Carlos II y después al de Jaime II, supo bandearse entre protestantes y católicos y mantenerse fiel a una única ley: su propia crueldad.

El 15 de mayo de 1648 vio la luz en Acton Park (País de Gales) uno de los personajes más oscuramente siniestros de la historia del Reino Unido, y también uno de los más dañinos, manipuladores y sanguinarios: el juez George Jeffreys, lord de Justicia de la corona y responsable de más de 320 ejecuciones directas, así como de la muerte, después de suplicios horrorosos, de otros 300, por el simple hecho de ser católicos y haberse negado a abjurar de sus creencias. Otros tantos, al menos, fueron deportados a las colonias de América para ser vendidos como esclavos. Estamos, pues, ante uno de los más crueles hijos de puta de ese infausto periodo de la historia de Europa. Si se estudia un poco la figura de Jeffreys nos encontramos ante un tiranuelo de folletín; un precedente de los tribunales rápidos, de las ejecuciones masivas y hasta las SS hitlerianas. Su reputación de hombre estricto y justiciero se debió a su manera de reaccionar ante la revuelta del duque de Monmouth. Esta represión le valió un fulgurante ascenso en su carrera, y a los 33 años fue nombrado lord canciller de la corona por Jaime II, en 1685, posición que conservó hasta la caída del rey pocos años más tarde.

Es curioso constatar cómo en la historia de Inglaterra los hechos más sanguinarios, la corrupción y la arbitrariedad en la administración de justicia se han visto siempre cubiertos y justificados en nombre del rey, de la ley y hasta de Dios. Jeffreys, que fue un inquisidor comparable sólo a Torquemada, ejerció su mandato sin el apoyo oficial del rey ni de las propias leyes, que, en el ámbito de la herejía o la traición política, ni siquiera existían oficialmente. Este gran inquisidor no recibió tal apelativo, pues ese nefasto cargo no existía, entre otras cosas porque la Inquisición tampoco existió oficialmente en Inglaterra. Los inquisidores eran inquirers, es decir, investigadores o más bien preguntones. Su misión era, oficialmente, la de interrogar a los súbditos de la corona sobre la posible implicación de éstos en actos de herejía o corrupción. Preguntar, hemos dicho. No tenían poder real para castigar y mucho menos para ejecutar a nadie. Era una cínica careta para ocultar su verdadero rostro de tiranos sanguinarios. Esto queda claro cuando se constata que las monstruosas sentencias y ejecuciones de Jeffreys fueron siempre respaldadas por Jaime II, y que sólo cuando éste fue destronado, el juez canciller cayó en desgracia, a tal extremo que escapó milagrosamente a un linchamiento popular. Se encerró voluntariamente en la Torre de Londres pensando que allí era intocable, y lo fue; tanto que ni siquiera recibió una medicación adecuada para sus enfermedades y poco después murió (de muerte natural, tuvo esa suerte), y su nombre y sobre todo sus hazañas fueron poco a poco olvidándose.

George Jeffreys fue, objetivamente, un hombre fiel a su rey y a la ley. Ahora bien, ¿qué rey y qué ley? Primero fue leal a Carlos II, pero después a Jaime II, cuyas creencias eran diametralmente opuestas a las de Carlos. En aquel mundo de ignorancias y servidumbres supo imponerse con su segundo señor, ahogando en sangre la rebelión, casi sólo una revuelta, de Guillermo de Orange, aunque a partir de ahí su relevancia fue disminuyendo. No es extraño porque Jeffreys no fue nunca leal a nadie más que a sí mismo. Era un hombre muy inteligente que tenía que bandearse, para su propio provecho, entre católicos y protestantes. Por eso seguramente no quiso nunca leyes escritas, sino decretos y sentencias que ni siquiera sentaban jurisprudencia. No debemos olvidar que el derecho romano, base de nuestro sistema legal, no se conocía ni en Inglaterra, ni en la Europa del centro o del norte, mucho más atrasadas. Los éxitos políticos de Jeffreys fueron puntuales en general, siempre apoyándose en las represiones más crueles. Fueron premios de la corona a su utilidad como ejecutor, a pesar de la ausencia total de una legislación que apoyara sus acciones. Pasó de ser algo así como el valido de Carlos II, protestante, a serlo de Jaime II, católico. Él consiguió que sus méritos fueran distinguidos por el uno y el otro. Ordenado caballero en 1677, ascendido en 1680 a lord de Justicia de Chester, Carlos II le hizo barón en 1681, y dos años después se convirtió en lord de Justicia del reino. Él subordinaba su imparcialidad como juez a sus ambiciones políticas. La pena capital, que no existía en Inglaterra para delitos de opinión, fue, sin embargo, una de las bases de su poder. Se valió de sus atribuciones para dictar sentencias tan arbitrarias como la de Algernon Sidney, condenado y ejecutado sin pruebas de una mínima solidez en la llamada conjura de Rye House, aunque este nefasto proceso hizo que Jeffreys se convirtiera en barón Jeffreys. Es sorprendente cómo consiguió ventajas y ascensos por razones inconfesables o, en el mejor de los casos, injustificadas. Jeffreys no era ni siquiera abogado. Cursó estudios, eso sí, en las escuelas de Sant Paul y Westminster, y en el Trinity College, en Cambridge, pero nunca llegó a graduarse en ninguno de estos centros universitarios. Tampoco llegó a tomar ninguna orden. Era un paisano de lujo para la corona. Desde su infancia había mostrado un excepcional talento, pero nunca destacó como estudiante. Era un hombre disoluto, bebedor e inmoral que empleaba más su tiempo en embriagarse en compañías nada recomendables y en mantener oscuras relaciones con gentes indeseables. Esto le había creado una contradictoria reputación. El hombre severo e implacable parecía ser al mismo tiempo un golfo indeseable. Al principio, nadie se tomó en serio las acusaciones de disoluto y pervertido que llovían sobre él. Sobre todo gracias a su amistad con juristas y políticos de reconocida reputación e influencia, incluso con la duquesa de Portsmouth, favorita del rey. Todas estas distinciones le otorgaron ante el pueblo, y ante sí mismo, un estatus de intocable, de poder paralelo incluso más fuerte que el propio rey. Su físico era atractivo y vestía con elegancia, quizá demasiado ostentosa, aunque sabemos que aquellas casacas y aquellas pelucas blancas, largas y rizadas ocultaban la mugre más repelente, y los fuertes perfumes trataban de imponerse sobre el hedor de los cuerpos, combinado con el sudor, los orines y los restos de semen.

El mayor problema con Jeffreys es que nunca tuvo una visión de Estado, una concepción clara de sus poderes y de sus deberes; se convirtió en un tiranuelo que hacía y deshacía a su capricho, conservando sólo la fidelidad, cogida con pinzas, al rey de turno o a los personajes realmente influyentes. En esa carrera sin freno hizo más estrictas las ordenanzas contra los súbditos más débiles y pobres. Pero además utilizó a todos en su propio beneficio y placer. Su crueldad le llevó, por ejemplo, al perfeccionamiento de la pena capital. Hasta entonces, las ejecuciones eran en la horca, pero él las sofisticó de la manera más macabra. Los reos debían ser colgados en lugar público, a la vista de todos, pero tenían que ser descolgados de la horca antes de morir y los verdugos debían partir los cuerpos en cuatro partes a hachazos, a poder ser cuando los ejecutados estaban aún vivos. Jeffreys solía contemplar estas ejecuciones desde sus habitaciones privadas en la Torre, y aunque ninguna crónica de la época nos lo describe, es presumible que Jeffreys se regodeara en la contemplación de tales carnicerías. Su justificación, si es que la había, era que ese sistema serviría de escarmiento a quienes atentaban contra Dios o contra el rey.

Ni siquiera el populacho gozaba con semejantes espectáculos, al contrario de como lo hiciera años más tarde con la guillotina durante la Revolución Francesa. La razón es simple: las ejecuciones de Jeffreys eran largas, interminables, mientras las de madame Guillotine eran limpias y rápidas, y escarmentaban al menos tanto como las del sanguinario juez. Éste se aprovechaba además de estos horrores para su propio placer: Jeffreys era un sádico sin creencias que lo subordinaba todo a su propio provecho. Su carrera fue un vaivén entre honores, prebendas e ignominias. Los mismos que le encumbraron tardaron muy poco en tildarle de inhumano y malvado. Fue cabeza visible de protestantes, pero también de católicos. Con su inteligencia, y sobre todo con su palabrería -según las crónicas, era un hombre de discurso fluido y brillante, como no pocos tiranos de todos los tiempos-, lograba convencer a todos (plebeyos o lores, católicos o protestantes) y conseguía justificar a corto plazo lo injustificable: las mutilaciones y las torturas a supuestos o supuestas herejes -si eran mujeres era capaz de inventar las torturas más terribles-, a veces en pro de la justicia o el orden, a veces para ahogar los brotes heréticos. Al estar investido de la máxima autoridad, sus actos no tenían la misma repercusión que los de los inquisidores franceses (los dominicos en Francia sufrieron el gran desprestigio después de las matanzas de herejes de Cataros en Albi) o de los inquisidores españoles, torpes alumnos de Torquemada y groseros defensores de un supuesto orden religioso.

En Inglaterra, esto se hizo mucho mejor. En primer lugar, los tribunales eran simplemente locales y sin poderes ejecutivos, y aparentemente seguían basados en la presunción de inocencia de los acusados. Y sus dictámenes eran, al menos oficialmente, recomendaciones o sugerencias a la autoridad. En cambio, en la Europa del sur y del este, los tribunales de la Inquisición tenían una vigencia estatal y eran todopoderosos. De hecho, los tribunales ingleses dependían casi al ciento por ciento de la personalidad de cada juez y de sus decisiones. George Jeffreys fue el lord canciller de Justicia en el principal tribunal de Inglaterra, el Old Baily de la ciudad de Londres. Él, que era casi un showman, se convirtió en un personaje popular. Dado que además era un hombre con gran sentido del humor, sus comentarios, hasta las simples preguntas a los acusados, divertían al populacho. Y Jeffreys se ensañaba con sus ironías, sobre todo con las mujeres. Cuando encontró la fórmula: herejía igual a brujería y brujería igual a brujas, o sea, a mujeres, su éxito se hizo aún mucho mayor. El Old Baily se convirtió, en muchas ocasiones, en un odioso espectáculo en el que chicas inocentes sufrían el escarnio de la palabra de Jeffreys, las torturas consiguientes y las condenas por brujería, que solían ser la muerte de la acusada en la hoguera, como espectáculo público. Está comprobado que el número de ejecuciones de mujeres ordenadas por Jeffreys fue muy superior al de hombres. ¿Eran las mujeres especialmente malvadas? No, simplemente servían mejor para el espectáculo popular. Acusadas de brujería, se las sometía a unas pruebas que determinarían su triste futuro: si las heridas que les infligían no sangraban o si el agua hirviente sobre sus cuerpos dejaba de humear, eran culpables, y nadie tenía potestad para contradecir los dictámenes de aquel tribunal. Muchas veces, jueces y verdugos se recreaban en la ejecución de estas pruebas, desnudando públicamente a las encausadas, quemando e hiriendo sus cuerpos sin la menor piedad hasta que, vencidas, admitían estar al servicio del demonio y aceptar el castigo que se les impusiera. Como casi ninguna sabía escribir, tenían que poner una cruz al pie de su declaración. Después, las ejecuciones en la hoguera eran lentas y monstruosas. Sólo si las encausadas o sus familias tenían dinero y pagaban a los verdugos, éstos aceleraban su agonía, atravesando sus cuerpos con espadas o lanzas o precipitándolos en la hoguera. En cuanto a los hombres, la mayor parte de las veces eran condenados a la esclavitud y vendidos en las Indias Occidentales al mejor postor. Así nacieron, entre esclavos y nativos de aquellos lugares, muchas de las poblaciones de la América colonial que pronto fueron adquiriendo una importancia mucho mayor de la deseada por sus fundadores. Jeffreys, de ese modo, fue, sin quererlo, un impulsor -no el único, pero sí uno de los más importantes- del nacimiento de países que, como Australia, Nueva Zelanda o la Columbia Británica, llegarían a ser naciones fuertes y prósperas. Dependientes del Imperio Británico, pero cada día más autónomas e independientes.

En los últimos tiempos de su cruel mandato -un mandato por lo demás metafísico, que Jeffreys convirtió en real-, su crueldad y su tiranía se hicieron más y más ostensibles. Ya no escondía arteramente sus poderes bajo el báculo episcopal, ya apenas aludía a la herejía o a la revolución como instigadoras de sus violentas represiones. Sus propios amigos y colaboradores más estrechos le temían. Sus reacciones se fueron haciendo más imprevisibles; sus crisis de ira, más violentas; sus injusticias, más evidentes. Nadie sabía por qué, ni siquiera sus más allegados. Hombre solitario y falsamente ascético, jamás admitió la más poderosa razón de su furia y su violencia: Jeffreys padecía una cada día más grave enfermedad. Las fiebres le consumían. Su aparato digestivo se degradaba, produciéndole dolores insoportables, y las almorranas eran un suplicio difícilmente disimulable. Pasaba la mayoría del tiempo sentado en su sillón de juez: un sillón gótico, de madera, que fue su único asiento durante muchos años y que le era ya imposible de soportar. No quiero decir que esto justificase la maldad implacable de sus actos, ni siquiera que le humanizara, pero es de reconocer que sin esos terribles dolores y ese suplicio físico es posible que Jeffreys hubiera sido un poco más humano y sus actos no hubieran parecido siempre guiados por su odio a cualquier hálito de esperanza o de justicia. Cuando se encerró a sí mismo en la Torre de Londres, temeroso de la venganza de sus conciudadanos, seguramente sabía que nunca volvería a salir de allí. Depuesto Jaime II, con un nuevo rey extranjero, debió de decidir conscientemente el final de su siniestro mandato. Al poco tiempo murió en su celda de un ataque al corazón, desprovisto de sus títulos, de sus riquezas.

Jeffreys fue el adelantado y mensajero de muchas de las calamidades que se cernirían sobre Inglaterra y otros muchos países occidentales. Y quizá por primera vez en varios siglos, los destinos de Europa y de parte de América no fueron trazados por reyes o caudillos, sino por un oscuro hijo de puta vengativo que ojalá Dios no tenga en su gloria.

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