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PALOS DE CIEGO
Columna
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Aniversario

Javier Cercas

A las ocho de la mañana del 20 de noviembre de 1975, hoy hace 30 años, mi amigo Jose Sobrino me llamó por teléfono para decirme que las clases se habían suspendido en el colegio, porque se había muerto Franco, y para proponerme un partido de tenis. Eufórico, ni siquiera tuve que aceptar la propuesta: cogí la raqueta y la bolsa de deporte y me reuní con mi amigo en la calle. Era una mañana de niebla cerrada, y recuerdo que, mientras caminábamos por la desolación del parque de La Devesa, no dejábamos de felicitarnos por los tres días de vacaciones que nos aguardaban. Pero lo que sobre todo recuerdo es que al llegar a la Hípica -el club regentado por militares y frecuentado por funcionarios en el que pasamos la infancia- vimos al administrador caminando arriba y abajo, con la barbilla erguida y el porte marcial, frente a su oficina. El administrador era un militar retirado, el señor Carreño, gallego y severo y paternal y con muy malas pulgas, y a medida que nos acercábamos a él comprendimos con incredulidad que estaba llorando a lágrima viva. Teníamos 13 años, carecíamos de conciencia política y hasta de miedo -aunque vagamente habíamos oído decir que cuando Franco muriera habría una guerra-, pero durante unos segundos eternos nos quedamos clavados allí, inmóviles, fascinados por el llanto de aquel viejo militar franquista que paseaba solo, recortado contra los plátanos borrosos de La Devesa, ajeno a todo salvo a su pena, y estoy seguro de que no comprendimos nada, nada salvo lo esencial, y es que aquel viejo desconsolado entre la niebla era un signo inequívoco de que nuestro mundo iba a cambiar para siempre.

No nos equivocamos. O no nos equivocamos en lo esencial. El resto es cosa sabida. No hubo una guerra (o no una guerra abierta), y en un plazo de tiempo muy breve este país cambió una dictadura que murió matando por una democracia muy mejorable, porque una democracia que no es muy mejorable no es una democracia. No fue una historia felizmente ejemplar; tampoco ejemplarmente catastrófica. Quiero decir que son falsas por igual la versión rosa de la Transición y su versión negra; la verdad, como casi siempre, es gris, de un gris con un vértigo de matices. Sin embargo, no es indispensable incurrir en el triunfalismo para aceptar que, hechas las sumas y las restas, y sin olvidar las circunstancias nada propicias en que hubo de llevarse a cabo -con una crisis económica salvaje, con salvajes atentados terroristas a diario y ruido de sables salvajes atronándonos a diario los oídos, por no hablar de una mentalidad colectiva corrompida a la fuerza por 40 años de servidumbre-, el resultado fue bastante razonable. Al fin y al cabo, aparte de ETA, de nuestra brutal tradición de intolerancia -de la que el franquismo no fue sino la última manifestación política- y de la incapacidad de la derecha para aceptar del todo que el franquismo fue un sangriento cataclismo histórico del que sólo cabe abjurar, ahora mismo del franquismo queda poco en España. Así que todo pudo ser muchísimo peor. Pudo ser catastrófico. Hay gente que no está de acu erdo con esto, sin embargo. Hay gente que piensa que el discurso de la reconciliación, que triunfó en la Transición con la anuencia de la izquierda democrática y la derecha que salía del franquismo, no fue más que una estafa. Hay gente que piensa que la democracia mejorable de la que disfrutamos se conquistó a costa de la injusticia. Tienen razón: lo que la estricta justicia histórica dictaba a la muerte de Franco era restaurar la única legitimidad posible -la republicana-, liquidar cuanto antes cualquier rastro de aquel régimen oprobioso y procesar a quienes lo impusieron por las armas y por las armas lo mantuvieron durante 40 años. ¿Fue entonces la Transición un error? Isaiah Berlin nos ha enseñado que a menudo los más nobles ideales que animan a los hombres -justicia, libertad, paz- son irreconciliables entre sí, y que por tanto el triunfo absoluto de uno conlleva la absoluta derrota del otro. Es una lección tristísima, pero también inapelable. O dicho de otro modo: no es imposible que, durante la Transición, el triunfo absoluto de la justicia hubiese acarreado la absoluta derrota de la libertad y la paz; es decir: de la democracia. Eso es en todo caso lo que pensó mucha gente, a derecha y a izquierda -sobre todo a izquierda-, en aquellos años, y así se sacrificó la estricta justicia en aras de la democracia. Puede que fuera un error. Y puede que no.

Por aquellos años, cuando me hice un adolescente y comprendí por qué lloraba el señor Carreño en la Hípica y empecé a tener alguna conciencia política y también algún miedo, yo pensaba que aquello había sido un error. Ahora, a ratos, confieso que no sé qué pensar. La Hípica desapareció hace tiempo, igual que el señor Carreño; Jose Sobrino sigue siendo mi amigo, aunque apenas lo veo; hace años dejé el tenis, pero volví hace poco, sólo por prescripción médica; de mi infancia y mi adolescencia me acuerdo, pero dónde están. La verdad, me temo, es que no he aprendido nada importante. O mejor dicho: lo único que he aprendido es que es mejor aprender de grado las pocas lecciones que pueden aprenderse, por tristísimas que sean, que dejar que sea la inapelable realidad quien nos las enseñe a la fuerza y cuando ya es tarde. No es mucho, no es casi nada, pero es lo que hay.

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