Vida y muerte literaria
Llevo treinta y tres meses escribiendo en esta página, y empiezo ya a disculparme, ante los lectores memoriosos, por volver a tratar temas de los que me he ocupado. Pero la realidad es insistente, las cosas no suelen cambiar, y a veces, puesto que los hechos se repiten, no queda más remedio que prestar atención a su persistencia. Hace casi dos años hablé de un premio literario, el Ciudad de Torrevieja, para mí entonces desconocido, al que prensa y televisión habían dedicado amplio espacio, a la postre por un solo motivo: por ser "el mejor dotado económicamente después del Planeta", con 360.000 euros. Según el alcalde del lugar, había sido creado para "intentar cambiar la imagen de la ciudad, asociada al turismo de masas" (y al parecer, más recientemente, al de mafias). Por eso titulé aquel artículo "La literatura como jabón y lavado".
"Es como si en estos asuntos se produjera una relajación"
Este año no sólo la nueva adjudicación de ese premio ha estado teñida de polémica, sino también la del "mejor dotado". En el primero, el presidente del jurado, Caballero Bonald, hizo expreso su voto contrario a la novela ganadora, a la que tildó de "ideológicamente detestable". Desde mi punto de vista literario, eso no sería por fuerza un factor que invalidara la calidad del libro. Leo, sin embargo, en el diario El Mundo, ideológicamente próximo al autor premiado (un locutor de la radio episcopal), que éste, "según el registro editorial legal, ha publicado, entre 2004 y 2005, la insólita cantidad de veintisiete obras (algunas de considerable volumen)". Veintisiete. Más de una al mes, se darán cuenta. Como yo llevo publicando desde los diecinueve de edad, y sé lo que cuesta escribir un solo libro que uno juzgue aceptable -y uno es su juez más benévolo-; y como sé asimismo el tiempo que lleva teclear páginas, aunque se esté sólo copiando -pasando a limpio-, sólo me cabe pensar en tres opciones: o el nuevo Premio Torrevieja tenía los cajones abarrotados de textos viejos, redactados a lo largo de una no corta vida, que los editores del país han decidido publicarle al unísono tras decenios de rechazárselos; o bien es un prodigioso caso de dedos rápidos y hay que llevárselos sin tardanza a los laboratorios, así como convencerlo a él para que los done en su día al Museo de las Ciencias; o bien no escribe solo sus piezas, que a este paso dejarán pálido al Tostado. Sea como sea, lo que sé es que no perderé el tiempo con una novela quizá escrita a la vez que otros veintisiete libros, por muy dotada que esté, económicamente hablando.
En cuanto al premio que supera a todos en ese aspecto, el Planeta (600.000 euros, creo), ya saben que uno de los jurados, Juan Marsé, sin duda uno de nuestros mejores novelistas y hombre que suele decir lo que opina más allá de "diplomacias", habló de la baja calidad de los candidatos y se lamentó de que hubiera que galardonar "al menos malo". Hay que agradecérselo, en un mundillo de decorados. Lo que no acabo de entender es que él y otros escritores dignos se presten a participar en estas comedias. Porque raro es el premio literario, o más bien concurso (es decir, aquellos a los que hay que presentarse), que no sea en España una pequeña o gran farsa. No ya hoy, sino desde hace tiempo. El ganador del Planeta de 1993, por ejemplo, compitió bajo pseudónimo. Era una novela que transcurría en los Andes y cuyo personaje principal se llamaba Lituma, nombre de un personaje aparecido años antes en una obra de Vargas Llosa, ¿Quién mató a Palomino Molero? El jurado, sin embargo, no se dio cuenta de semejantes coincidencias, y cuando se abrió la plica con el verdadero nombre del vencedor, ¡oh, sorpresa!, resultó ser Vargas Llosa por Lituma en los Andes, quién lo hubiera imaginado. (Como si los hubiera pillado de nuevas que Conan Doyle se escondiese tras una novela pseudónima con Holmes y Watson.) Vargas presume de persona recta, y probablemente lo sea. Lo era Benet y lo es Savater, amigos míos, y ambos quedaron finalistas de ese premio. No sé, es como si en estos asuntos se produjera una relajación generalizada, y no costara olvidar que unos quinientos autores optan siempre a estos concursos, con ingenuidad y buena fe muchos de ellos.
Si a esto añadimos la fuerte tendencia de las últimas temporadas, en los premios a los que no hay que presentarse (los que se otorgan a obras publicadas en el año de turno), a recompensar a escritores recién y oportunamente muertos Seguramente lo habrán merecido todos y cada uno de ellos, pero la reiteración excesiva difícilmente parece casual y no puede por menos de dejarle a uno la impresión de que los jurados piensan: "Ya que tenemos que premiar a alguien, que por lo menos sea uno que no va a poder disfrutarlo". Marsé discutió en público con la ganadora del Planeta, y vino a decirle que no confundiera la literatura con la vida literaria. Y en efecto, aquélla está cada día más suplantada por ésta, pero tal vez a Marsé se le olvidó añadir hoy: "por la vida y la muerte literaria".
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