Melancolía de Manuel Vicent
Un recorrido por la Valencia de su pasado y su presente, la ciudad, las gentes y lugares sin los que no se concibe su nueva obra, 'Verás el cielo abierto', un texto que define como "un yacimiento del tiempo vivido" y en el que la reivindicación del placer es su columna vertebral.
No es una novela, pero tampoco son unas memorias; este libro es un material de derribo o un yacimiento del tiempo vivido, de donde al principio traté de sacar un informe para el psicoanalista en cuyo diván trato de explorarme desde hace un par de años. Tumbado allí, mirando la imagen de un gato negro en un cuadro de la pared, he ido desembuchando de forma inconexa todo este sedimento familiar, sentimental, represivo de una etapa de mi vida. Un día pensé que podía ordenar más o menos este material para darle una forma legible para reconocerme a mí mismo. Contrariamente a mis libros Contraparaíso y Tranvía a la Malvarrosa, el punto de vista está tomado desde la altura de mi edad actual. No es la visión del niño o del adolescente, sino del tipo que soy yo ahora. Está escrito en presente, lo cual significa que la memoria ya se ha fundido con la imaginación y se ha convertido en materia literaria, no en ficción, pero tampoco en autobiografía. El escenario de entonces también está sumergido bajo el plástico o el hormigón en la Valencia de ahora. Chacalay es una tienda de Hermès. El balneario de las Arenas es un hotel horroroso; la pensión La Torera es El Corte Inglés; el City Bar donde cantaba Rosita Amores es un banco; la vieja Universidad Literaria ha sido sometida a un diseño de metacrilato y yo también soy un desastre ". Así explica Manuel Vicent su nuevo libro, Verás el cielo abierto, que acaba de aparecer en estos días. Y, efectivamente, es un libro de balance literario y selectivo de una vida, de otras vidas paralelas, un recuento de hechos, exploración de sentimientos, lugares y personajes que en un momento dado influyeron por muy diversos motivos en su existencia. Un libro que no se concibe en otros sitios que en La Vilavella, Vila.real, Valencia y Denia.
"En este libro, la memoria ya se ha fundido con la imaginación"
"La vida consiste en equivocarse, cada uno a su manera"
"Los amores vulgares se vuelven dorados cuando los has perdido"
Viajar con Vicent a Valencia, recorrer sus calles y plazas es apostar a ganador: la gente le saluda, le rinde cierta pleitesía, en los restaurantes le dan la mejor mesa, le regalan alguna novela de algún familiar o le piden que firme algún ejemplar propio. Es una gloria literaria del lugar y eso se nota en el trato. Es verdad que en ocasiones el pueblo llano y sencillo muestra su lado más perverso o ignorante: "Señor Vicent: soy un admirador suyo. Leo sus crónicas todos los días ", le comenta alguien que o se lee la misma columna semanal diariamente o no sabe lo que dice. "¿Es usted el señor Vicent, verdad? Sí, asiente el aludido. Pues yo le he leído siempre, pero ahora como hace tiempo que ya no escribe, pues no le leo. ¡Ah!, muy bien, muchas gracias", responde el autor de Tranvía a la Malvarrosa con el cariño y el escepticismo que le aportan los años. Después se acerca una señora: "Mire usted, yo les decía a mis amigas que es usted un personaje conocido, importante, pero es que no me sale su nombre, por eso me acerco a saludarle Carandell, señora, Carandell, le responde. ¿Ve?, ya se lo decía yo a mis amigas. Pues muchas gracias y encantada de saludarle", un diálogo para besugos y un homenaje póstumo al espléndido Luis Carandell, al que con frecuencia confundían con Vicent, quien incluso en cierta ocasión utilizó el parecido cuando un grupo de aguerridos taurinos, al grito de "¡Ése es Vicent !", se dirigieron hacia él con aviesas intenciones. "Un momento, yo soy Luis Carandell", alegó el usurpador de personalidad consiguiendo las disculpas de los hooligans de Cúchares. Un guardia municipal motorizado casi se mata al girar la cabeza para comprobar que, efectivamente, es Manuel Vicent el que cruza la calle por delante del antiguo balneario de Las Arenas camino del restaurante La Rosa, donde se come el mejor arroz caldoso con ortigas de mar que se puedan imaginar. Allí le saluda efusivamente Pedro, el dueño, y se escuchan historias de amores recientes con divinidades rumanas de 30 años. Al fin y al cabo, la gente, los cocineros y los municipales de ahora son muy distintos a los de antes. En Denia, sin ir más lejos, una de sus guardias más reciente es licenciada en Filología Inglesa, explica el escritor. Pasear con Vicent por Valencia es asistir a un espectáculo en el que el género humano es el protagonista.
"( ) Tal vez no voy a tener el valor de levantar la tapa de la quesera, con la que trato de proteger mi alma de las moscas, a no ser que la escritura desate el nudo asentado en el diafragma. Me pregunto para qué sirve ser sincero, si dentro de poco ya estaré en el fondo del mar o en esa estrella del firmamento que he elegido y que está compuesta por todos los huesos de personas y animales que han muerto en la Tierra. La vida consiste en equivocarse, cada uno a su manera", escribe en su nueva obra.
"Me gustaría que se leyera este libro como quien entra en una habitación íntima una tarde de lluvia y uno se pone cómodo, se sirve una copa, suena una música de jazz y se siente a gusto sin necesidad de ir a ninguna otra parte, y se dedica a explorar la propia habitación, los muebles, el pavimento, los cuadros, el álbum de fotos, y también puede asomarse a la ventana de donde suben todos los olores desde el fondo de la memoria".
Los olores son básicos en toda la literatura de Vicent, asociados con la tierra y sobre todo con la comida, otro elemento esencial en sus obras. En Verás el cielo abierto hay todo un compendio de sabiduría culinaria rural, desde las aceitunas amargas sazonadas con tomillo, ajedrea, limón y ajos machacados que preparaba su tío Manuel con un ritual que rayaba en lo sagrado, hasta recetas sencillas y sabrosas. ("También he tomado unas patatas y tomates al horno que sobraron de ayer. Las preparé yo mismo según una vieja receta de mi tía Pura. Pelé las patatas, las lavé enteras y las corté en rodajas de medio centímetro; después lavé los tomates, los corté también en rodajas y les quité las semillas. Unté con aceite de oliva una cazuela de barro y en ella coloqué una capa de patatas y otra de tomates, puse sal y pimienta, añadí orégano y albahaca y lo regué todo con aceite hasta que se acabaron los ingredientes y puse la cazuela al horno a 165 grados durante una hora"). Sabores que son el fundamento de la melancolía de los sentidos, ese estado de ánimo desde el que parece surgir este relato literario.
"La verdad es que este libro lo he escrito este verano, en Denia, en medio de los placeres rudimentarios, de poca monta pero de primera mano, que a cualquiera pueden hacerle feliz, si no alarga más el brazo que la manga. En este sentido, partiendo de la melancolía que supone escarbarse a uno mismo a cierta edad, lo cierto es que esta escritura ha sido, en cierto modo, curativa. Lo he pasado muy bien escribiendo durante el día y yendo de noche a tomar una copa con los amigos. Aparte que me daba motivos para no tener que salir al mar. No soy nada depresivo, me bastan una sardina y un tomate compartidos con unos amigos para entonar el Himno a la alegría. Pero la melancolía puede ser, si se acierta con la dosis, una buena clave musical, en la menor o en si bemol, para comenzar a escribir un relato sincero de un tiempo vivido. La melancolía, que es lo contrario de la nostalgia, da mucha atmósfera. No es llorona ni autocompasiva. Da un aire de serenidad a todo lo que escribes y puede ser muy irónica: estar de vuelta de todo con la conciencia de no haber llegado a ninguna parte".
Si al escritor le bastan una sardina y un tomate compartidos con los amigos para ahuyentar a la tristeza, otra fórmula infalible es darse un paseo por el Mercado Central de Valencia: 8.000 metros cuadrados construidos en los años veinte del pasado siglo, joya modernista en plena restauración y con todo tipo de ofertas en frutas, verduras, pescados y carnes, servidos por unas espléndidas damas que ofrecen los pepinos con la pícara sensualidad que estimula su forma: "Cariño, mira qué duro está", mientras lo acaricia con delectación. Sus cúpulas, vidrios y columnas son un sinónimo de las catedrales. Es el gran templo de la sensualidad, de los olores y sabores, coronado por una veleta con una gran cotorra, al lado de la iglesia coronada por el famoso pardalot, el águila de San Juan, frente a la maravillosa Lonja con sus columnas de estrías en espiral o en rosca a las que tanto debe el afamado Calatrava, dueño y señor de las nuevas edificaciones, alguna de las cuales -como el recientísimo Palau de les Arts- es de una notable fealdad, prepotente y desmesurado.
Contemplando esos puestos con la fruta brillante, limpia, perfectamente ordenada; esos colores auténticamente fauves, salvajes; los penetrantes olores, los delantales almidonados de las fruteras , y dejándose llevar por tanta sensualidad natural se comprende la permanente fascinación del escritor por su tierra y sus gentes, incluso su obsesión por la muerte, otra de las constantes de este Verás el cielo abierto. Al fin y al cabo, tanta exaltación de la vida remite inevitablemente a su fin.
"Bueno, la muerte es un tema literario de primera clase, si se administra bien. Es el misterio por excelencia. Cuando llega, tú ya no estás. Y mientras no llega, aún estás vivo. En este relato, el misterio es fundamental. Creo que la muerte está tratada, en la mayoría de los casos, de forma irónica. El libro está traspasado por la figura de una mujer que se mueve en la sombra. Es una mujer pragmática, pletórica de sabiduría popular. Misteriosamente cruza todo el relato y hace las veces de una conciencia, como de un coro griego lleno de sentido común que va guiando el destino del personaje. ¿Quién es esa mujer? Ni yo mismo lo sé. Por supuesto no es la doméstica, como podría parecer. En esa figura radica todo el misterio del relato. Si el conductor del coro en las tragedias griegas, de vez en cuando, hubiera detenido el augurio de una próxima hecatombe para relatar los pormenores de una receta de berenjenas al horno con alcaparras, como una más de las pasiones humanas, otra cosa habría sido la historia".
("Con gran sentido del humor, mi psicólogo me ha pedido la receta del arroz caldoso con pollo y alcachofas. La incluyo en este informe para que no se me olvide que estoy todavía a favor del placer. Se pone el aceite en una cazuela de barro y, cuando esté bien caliente, se sofríe la carne hasta que esté bien dorada y seguidamente se añade el tomate limpio, pelado y picado, que también se sofríe. A continuación se añade el agua, la sal y el azafrán. Cuando rompe el hervor, se añaden el arroz, los guisantes y las alcachofas, troceadas y pasadas con limón para que no se ennegrezcan; se rectifica de sal y en dieciocho minutos el arroz está listo. Como su nombre indica, este arroz tiene que quedar caldoso").
Resulta curiosa la fe en el psicoanálisis, en la ayuda ajena. ¿Cree de verdad en su eficacia?
"No se trata de la ayuda ajena, sino de estar tumbado ante un señor al que tienes que pagar y oírte decir en voz alta tus obsesiones, manías, neurosis. Hasta ese momento te lo oías contar a ti mismo a través del tabique craneal con el susurro subacuático que es la conciencia. Ahora es tu voz que rebota entre las paredes y vuelve a ti como la de un desconocido y penetra por el pabellón auricular. De pronto entiendes que lo que le pasa a ese tipo que eres tú no es tan importante como creías y entonces ves volar las mucosas por el espacio y las reconoces. Sales de la consulta como de joven salías del gimnasio o del campo de deporte recién duchado y con los poros abiertos dando caladas a un cigarrillo cuyo humo te llegaba hasta el fondo de las patas".
La vida, la muerte, el placer, la sensualidad, falta hablar del amor y es curioso comprobar que en Verás el cielo abierto las grandes pasiones son siempre platónicas. Como las que despertaba Amparín Ranch, una belleza de La Vilavella que tenía muchos enamorados en el pueblo y algunos en Valencia. Con los calores del verano, Amparín se bañaba en una alberca rodeada de limoneros y naranjos en un huerto cerrado que sus padres tenían en las afueras del pueblo. Allí, al otro lado de la tapia, y sin ver nada, un corro de jóvenes se agazapaban para oír las risas y los chapuzones e imaginar a Amparín en traje de baño. También surge Marisa, personaje importante en su Tranvía a la Malvarrosa, una niña de Valencia que pasaba los veranos en el pueblo de Vicent y a la que no duda en definir como "la niña de ojos verdes que había suplantado en mi corazón el amor a la Virgen". Grandes amores sin el menor contacto carnal. ¿Quiere ello decir que Dante tenía razón?
"Por supuesto. Dante en babuchas preguntando a Beatriz qué hay de cena, imagínate el panorama. A no ser que Beatriz fuera una cocinera como la Nicolasa. La literatura amorosa es producto de la frustración, de la imposibilidad, de un sueño, de la timidez, de la impotencia. Por aquellos chapuzones de la adolescente de oro oídos desde detrás de una tapia inalcanzable se puede dar la vida desde el punto de vista literario. Los amores vulgares también se vuelven dorados cuando los has perdido y el tiempo ha caído sobre ellos y los recuerdas, a ser posible borracho, estribado en una barra de bar contándolos a un camarero imperturbable".
Naturalmente en un texto en el que los recuerdos de la vida de un escritor son los protagonistas, la literatura resulta inevitable. Si estas páginas no se conciben sin Valencia, tampoco se comprenderían sin la literatura. Desde aquella colección de tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín que había conseguido reunir a lo largo de dos años, esperando todos los miércoles ansiosamente en la estación del tren de Nules la llegada de los paquetes para el quiosquero, hasta el descubrimiento de dos escritores tan distintos como Baroja y Camus. A la lectura de las novelas del vasco le debe Vicent su oficio, el descubrimiento de lo que quería ser. Del francés, de su forma de escribir, de su concepto del mundo, le debe la revelación de lo que era "el placer del Mediterráneo".
"Son dos etapas de mi vida literaria. De adolescente leía a Baroja como resultado de la historia que se cuenta en el libro. Mi afición por él se entiende a partir de este hecho. Sus libros los leía como novelas de aventuras. Lo de Camus fue una auténtica conversión: me descubrió la belleza de la moral unida al placer de los sentidos. También me enseñó Camus a prender el cigarrillo y a llevar la gabardina".
En el libro se cuenta la fascinante historia de la familia Ranch y de su amistad con Pío Baroja que se convierte en un personaje más del relato. Es una estampa con connotaciones de El jardín de los cerezos, a la manera de Chéjov, con los seres dorados de una familia de señores que protagonizan un capítulo esperando la visita de Baroja a su casa solariega. Se preguntaba el autor del libro al comienzo de estas líneas para qué servía el ser sincero. La respuesta está a lo largo de las 200 páginas de Verás el cielo abierto: para conocerse y conocerle mejor. En este relato de una vida en el que el presente y el pasado se entremezclan constantemente, y en el que las descripciones de ambientes y personajes escritas con sobriedad se funden con reflexiones personales, intransferibles, el afán de sincerarse desemboca, entre otras muchas cosas, en una figura del padre demoledora: omnipresente, autoritario, inflexible, como cuando decidió que el segundo de los hijos, Manuel, debería ser entregado a la Iglesia y lo envió a un sórdido caserón de curas sin la menor consulta al interesado, o como cuando, a la edad de 12 años, le rompió toda la colección de sus tebeos. Una figura terrible que en el relato de su último encuentro, ya con la muerte detrás de la esquina, desvela ternura y comprensión.
"En la figura del padre he resumido toda la carga represiva, política, religiosa de aquel tiempo de mi niñez y adolescencia. En mi padre estaban implícitos todos los poderes, desde el Dios del Sinaí hasta el pregonero que hacía bandos en el pueblo con una trompetilla abollada. Franco, el Papa, el gobernador civil, el director del colegio, cualquier tipo con gorra de plato, por ejemplo, el portero de un hotel o de un cabaret, el abrecoches, el ángel de la guarda, la culpa, la nuca, el descabello, el dedo índice levantado de cualquier miserable que te dice: usted no sabe con quién está hablando".
("El psicólogo ha desvelado el rasgo fundamental de mi carácter, que se mueve entre la indiferencia absoluta con que trato de curarme de cualquier fracaso y la necesidad angustiosa de afecto, más o menos como todo el mundo").
Un autoritarismo que parece ser también una de las constantes del género humano. El taxista que nos llevaba a la Malvarrosa nos explicaba los planes urbanísticos del Cabanyal. Lo tenía claro: "Todo esto, fuera" (todo esto era un barrio entero). "Toda esa gentuza, todos los gitanos: ¡fuera!". Vicent lo resumió muy bien: "Si a ese taxista le dejan una semana al frente del Ayuntamiento, la Valencia del millón de habitantes la deja en medio millón". Así es. Una Valencia que sobrevivirá sin duda a los "bogavantes" de Calatrava y a los taxistas que lo tienen claro; que cada vez es más mestiza, con esos grupos de negros subsaharianos que se reúnen en los alrededores de la plaza Redonda y que hablan entre ellos sin quitar el ojo de las bocacalles cercanas para volatilizarse instantes antes de que aparezcan la pareja de municipales. La misma Valencia que vende pepinos, jarabe de arce, mijo, tamarindo, caracoles vaquetes para el arroz, huevos de avestruz o gambas de Denia en un edificio modernista espléndido situado en la misma plaza en la que siglos antes ejecutaban las sentencias de muerte que dictaba la Inquisición. "El que consiga la llave del mercado se hace el dueño de la ciudad. Blasco Ibáñez nació aquí al lado y lo sabía; el blasquismo, en el fondo, es una doctrina política de tenderos. Rita Barberá también lo sabe y de hecho lleva el bolso como el ama de casa que va a comprar verduras al mercado central, y esa actitud la hace imbatible", concluye. En resumen: Verás el cielo abierto (Alfaguara) es un relato sentimental en el que Vicent reconstruye una habitación confortable aprovechando los materiales de su propio derribo.
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