¿Nantes o Westfalia?
En 1598, Enrique III de Navarra y IV de Francia, mediante el Edicto de Nantes, reconoció por vez primera en Francia la libertad de conciencia. Enrique, el primer Borbón en acceder al trono de Francia -París bien vale una misa-, era hijo de Antoine de Borbón y de Joanna de Albret, aquella reina de Navarra que encargó a Leizarraga la traducción del Nuevo Testamento al euskara. Enrique había sido hugonote como su madre. El protestantismo se había impuesto en la corte del reino pirenaico. La corte de Pau, a donde se había trasladado la capitalidad tras la toma de la alta Navarra por las tropas castellanas del duque de Alba, se había convertido en un foco renacentista. La madre de la reina Joanna -Margarita de Navarra- es la autora del Heptamerón. Calvino y otros destacados dirigentes de la reforma protestante en Europa encontraron refugio en tierras bearnesas. Las luchas de religión que asolaron Francia durante el siglo XVI buscaron una solución en la persona del rey de Navarra. Éste consintió en renunciar al protestantismo y retornar al redil católico a cambio de su acceso al trono de Francia, manteniendo independiente Navarra. Pero una vez coronado decidió reconocer a sus súbditos la libertad de conciencia. Quien lo deseara, podría ser católico o protestante. Con el Edicto de Nantes, la religión se reconoce como un asunto de la esfera privada. Se trató de un cambio revolucionario sin precedentes en la historia europea.
Deberíamos tener reconocido un derecho a elegir nuestra confesión nacional o a no tener ninguna
Algunos años más tarde, un fanático católico asesinó al nuste Enry y el Edicto de Nantes fue revocado, pero la memoria del bearnés no pereció. Se dice que cuando los revolucionarios volvían de Versalles, al entrar en París fueron derribando todas las estatuas de reyes que encontraban a su paso. La única que respetaron fue la de Enrique, que permaneció risueña junto al Pont Neuf a orillas del Sena.
En 1648, se firmó la paz entre Francia, el Imperio y Suecia para poner fin a la Guerra de los Treinta Años, que había asolado Europa y especialmente Alemania. Pero el Tratado de Westfalia poco se parece al Edicto de Nantes. En Westfalia se establece que la religión del gobernante será tambien la de sus súbditos: "Cuius regio, eius religio". Si el príncipe es católico, sus súbditos tendrán también que serlo. Si el jefe político es protestante, lo será necesariamente toda su población. La libertad individual desaparece. El poder impone la religión, aunque se admite que ésta pueda ser o bien católica o reformada. En el camino queda una Europa arrasada. Millones de víctimas sacrificadas por el fanatismo de imponer una única creencia.
Afortunadamente, a comienzos del siglo XXI la religión en Europa es una cuestión privada. Por tanto, algo importante para quienes mantengan esas creencias, pero que se entiende que no tienen que imponerse sobre la población, tal y como se persiguió durante tantas generaciones y que tanto sufrimiento acarreó -las cruzadas y las guerras de religión han escrito algunas de las páginas más oscuras de la historia de Europa-. Hoy en día la nacionalidad ha sustituido a la religión. Incluso me atrevería a sugerir que la religión se proyecta a través de la política: la política concebida como religión y la religión como política. ¿Cómo explicar si no el contenido del artículo 2 de la Constitución española de 1978 cuando establece que ésta "se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común de todos los españoles"? Indivisibilidad e indisolubilidad. Parece que estamos tratando del misterio de la Santísima Trinidad, o de las características de algún compuesto químico, o de metafísica. La teología constitucional en la que tanto interés demuestran algunos parece negar la racionalidad que acompaña a la modernidad. Desgraciadamente, el Estado español aún no ha reconocido una laicidad -aun cuando en el artículo 16 se reconozcan algunas libertades y se proclame que ninguna confesión tendrá caracter estatal-. Sin embargo, el misticismo que acompaña a la nación española proclama un dogmatismo político de evidente eco religioso, aunque ahora lo que se imponga no sea una confesión religiosa, sino una nación, una nacionalidad.
Pero el nacionalismo español no está sólo en este empeño. Otros nacionalismos también quieren imponer sus creencias sobre la población. Los nacionalistas catalanes, vascos, gallegos,... compiten para que, como antaño en Münster y en Osnabrück, se les reconozca también a ellos un derecho a establecer su creencia religiosa, quiero decir nacional. Sin embargo, a mi juicio, tanto el asunto de la nacionalidad como el de la religión debería pasar a la esfera privada. Los ciudadanos deberíamos tener reconocido un derecho a elegir nuestra confesión nacional o a no tener ninguna. Así, por ejemplo, alguien podría decidir que se siente vasco, o catalan, o español, o castellano, o andaluz y tener derecho a que se le reconociera como tal, incluso si el que se siente español vive en el País Vasco, el que se considera vasco reside en Sevilla, el catalán en Madrid y el gallego en Barcelona. Si alguien deseara que se hiciera constar su nacionalidad públicamente, en un documento de identidad, debería ver reconocido ese deseo. No debería hacerse constar una nacionalidad en un documento de identidad sin el consentimiento del titular. Así, no debería imponerse la nacionalidad española, ni catalana, ni vasca,... por el mero hecho de existir un vínculo administrativo.
Las relaciones político-administrativas deberían resolverse a través de la vecindad y de la ciudadanía. Debería tenerse en cuenta que desde hace años contamos con una ciudadanía europea. A los ciudadanos europeos que lo deseáramos se nos debería reconocer el derecho a que en nuestros documentos de identificación apareciera la mención a nuestra ciudadanía europea, sin más. Si no deseamos que aparezca una referencia a nuestra nacionalidad, no debería aparecer. Y los ciudadanos nacionalistas que desearan que junto a su nombre figurara una concreta nacionalidad deberían tener derecho a verla reconocida.
Estoy proponiendo un desfranchisement, un desfranquiciamiento del ciudadano. Que dejemos de ser una suerte de reses marcadas por una nacionalidad que se nos impone.
Iñigo Bullain es profesor de Derecho Constitucional y Europeo de la Universidad del País Vasco.
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